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Sin ayuda era imposible que Ellis venciera a tres hombres, sobre todo cuando por lo menos uno de ellos estaba armado. Sus posibilidades en una lucha directa eran nulas. Su única esperanza consistía en hacer que el helicóptero se estrellara.

Durante un instante el tiempo quedó como detenido, mientras Jane permanecía de pie frente a la puerta abierta con la pequeña balanceándose de su cuello, y miraba con expresión horrorizada a Jean-Pierre que caía al vacío; y en ese instante Ellis pensó: Estamos a cuatro o cinco metros de altura y ese cretino posiblemente sobrevivirá. ¡Qué pena! Pero en ese instante Anatoly se puso en pie y aferró los brazos de Jane desde atrás. Anatoly y Jane separaban a Ellis del soldado que se había quedado del otro lado de la cabina.

Ellis giró sobre sí mismo, se puso en pie de un salto junto al asiento del piloto, pasó sus manos esposadas por encima de la cabeza del hombre, le clavó la cadena de las esposas en el cuello y tiró.

El piloto no perdió la serenidad.

Mantuvo los pies sobre los pedales y el brazo izquierdo sobre la palanca de mando, levantó la mano derecha y agarró las muñecas de Ellis.

Ellis tuvo un momento de pánico. Esa era su última oportunidad y sólo le quedaban un par de segundos. El soldado al principio tendría miedo a usar el rifle por temor de herir al piloto, y Anatoly, en el caso de estar armado, compartiría el mismo temor, pero en cualquier momento uno de ellos comprendería que no tenía nada que perder, porque si no disparaban sobre Ellis en pocos instantes más el helicóptero se estrellaría, de manera que correrían el riesgo.

Alguien aferró los hombros de Ellis desde atrás. Al ver de reojo la manga gris oscura, se dio cuenta de que era Anatoly. En el morro del helicóptero, el artillero se volvió, vio lo que estaba sucediendo y empezó a levantarse de su asiento. Ellis pegó un tirón salvaje a la cadena. El dolor fue demasiado intenso para el piloto que levantó ambas manos y abandonó su asiento.

En cuanto las manos y los pies del piloto soltaron los controles, el helicóptero empezó a corcovear y a brincar en el aire. Ellis estaba preparado para eso y mantuvo el equilibrio apoyándose contra el asiento del piloto, pero a sus espaldas, Anatoly perdió el equilibrio y lo soltó.

Ellis arrojó al piloto al suelo y después se apoderó de los controles y empujó la palanca hacia abajo.

El helicóptero cayó como una piedra.

Ellis se volvió y se preparó para el impacto.

El piloto estaba a sus pies, tendido sobre el suelo de la cabina, aferrándose el cuello. Anatoly había caído cuan largo era en el centro de la cabina. Jane se encontraba agazapada en un rincón, protegiendo a Chantal con ambos brazos. El soldado también había caído, pero recuperó el equilibrio y en ese momento estaba apoyado sobre una rodilla y apuntaba a Ellis con su Kalashnikov.

Apretó el gatillo en el momento en que las ruedas del helicóptero golpeaban sobre tierra firme. El impacto hizo caer a Ellis de rodillas, pero lo esperaba y consiguió mantener el equilibrio. El soldado tropezó hacia un costado y sus disparos atravesaron el fuselaje a poca distancia de la cabeza de Ellis, después cayó hacia delante soltando el arma y extendiendo las manos para amortiguar el golpe. Ellis se inclinó, le arrebató el rifle y lo sostuvo incómodamente entre sus manos esposadas.

Vivió un momento de la más pura euforia.

Estaba luchando de nuevo. Se había escapado, después de haber sido capturado y humillado, de sufrir frío, hambre y miedo, y de tener que permanecer inmóvil mientras abofeteaban a Jane, pero en ese momento, por fin, se le volvía a presentar la oportunidad de ponerse en pie y luchar.

Apoyó el dedo en el gatillo. Tenía las manos esposadas demasiado juntas para poder sostener el Kalashnikov en la posición normal, pero pudo aferrar el cañón en una postura no convencional, utilizando la mano izquierda para sostener el cargador que sobresalía justo frente al gatillo.

El motor del helicóptero se detuvo y la hélice empezó a girar con más lentitud. Ellis miró de reojo la cabina del piloto y vio que el artillero saltaba a tierra por la portezuela lateral. Era necesario que controlara la situación con rapidez, antes de que los rusos que se encontraban fuera reaccionaran de su sorpresa.

Se movió para que Anatoly, que seguía tendido en el suelo, quedara situado entre él y la puerta. Después apoyó el cañón del rifle sobre la mejilla del ruso. El soldado, atemorizado, lo miró fijo.

– ¡Salta a tierra! -ordenó Ellis, haciéndole señas con la cabeza.

El soldado comprendió y le obedeció.

El piloto seguía en el suelo; por lo visto le costaba respirar. Ellis lo pateó para conseguir que le prestara atención, y después le ordenó que también saltara. El hombre se puso en pie con dificultad, sin dejar de aferrarse el cuello, y salió por la portezuela.

– Dile a este tipo que salga del helicóptero pero que se quede de pie bien cerca dándome la espalda. ¡Rápido! ¡Rápido! -indicó Ellis a Jane.

Jane le gritó unas cuantas frases a Anatoly. El ruso se puso en pie, dirigió una mirada de profundo odio a Ellis y lentamente descendió del helicóptero.

Ellis apoyó el cañón del rifle sobre la parte posterior del cuello de Anatoly.

– ¡Dile que les ordene a los demás que no se muevan!

Jane volvió a hablar en ruso y Anatoly dio una orden. Ellis miró a su alrededor. El piloto, el artillero y el soldado que estaban en el helicóptero se encontraban en las cercanías. justo detrás de ellos vio a Jean-Pierre, sentado en el suelo y sosteniéndose el tobillo: Debe de haber caído bien -pensó Ellis-; no tiene ninguna herida seria. Un poco más lejos se encontraban tres soldados más, el capitán, el caballo y Halam.

– Dile a Anatoly que se desabroche la chaqueta, que se saque lentamente su arma y que te la entregue.

Jane tradujo. Ellis hundió más el cañón del rifle en la carne de Anatoly mientras el ruso sacaba la pistola y la tendía hacia atrás.

Jane se la quitó de las manos.

– ¿Es una Makarov? -preguntó Ellis-. Sí. Verás que tiene un seguro en el lado izquierdo. Muévelo hasta que cubra el punto colorado. Para disparar la pistola primero tienes que tirar hacia atrás la parte superior, y después debes apretar el gatillo. ¿Comprendido?

– Comprendido -contestó ella.

Estaba temblorosa y blanca como el papel, pero en su boca había un gesto decidido.





– Dile que ordene a los soldados que vayan trayendo sus armas aquí, uno por uno, y que las arrojen dentro del helicóptero.

Jane tradujo y Anatoly dio la orden.

– Apúntales con la pistola a medida que se vayan acercando -agregó Ellis.

Uno a uno los soldados se acercaron y fueron quedando desarmados.

– Cinco muchachos -dijo Jane.

– ¿De qué estás hablando?

– Había un capitán, Halam y cinco muchachos. Sólo veo cuatro. -Dile a Anatoly que si quiere vivir, tiene que encontrar al quinto. Jane le gritó a Anatoly y Ellis se sorprendió ante la vehemencia de su voz. Anatoly parecía asustado cuando gritó una orden. Un momento después el quinto soldado apareció junto a la cola del helicóptero y entregó su rifle, lo mismo que los demás.

– ¡Te felicito! -exclamó Ellis-. Este podía haberlo arruinado todo. Ahora diles que se tiendan en el suelo.

Un minuto después estaban todos de bruces en tierra.

– Tendrás que sacarme las esposas de un tiro -instruyó Ellis. Depositó el rifle y se puso en pie con los brazos extendidos hacia la puerta. Jane echó hacia atrás el percutor de la pistola y después apoyó el cañón contra la cadena. Se situaron de manera que la bala saliera por la puerta del helicóptero.

– Espero que no me rompa la maldita muñeca -deseó Ellis. Jane cerró los ojos y apretó el gatillo.

Ellis lanzó un rugido.

– ¡Mierda! -Al principio las muñecas le dolieron endiabladamente. Entonces, pasado un momento, comprendió que no se le habían roto, aunque sí la cadena.

Tomó el rifle.

– Ahora quiero que me entreguen la radio.

Obedeciendo una orden de Anatoly, el capitán empezó a desatar una caja del lomo del caballo.

Ellis se preguntó si el helicóptero volvería a volar. El tren de aterrizaje sin duda habría quedado destruido, por supuesto, y la panza de la máquina podía tener toda clase de averías, pero el motor y las principales líneas de control se encontraban en la parte superior del aparato. Recordó que durante la batalla de Darg había visto a un Hind idéntico a ése que se precipitó a tierra desde una altura de nueve metros y después volvió a levantar el vuelo. Si ése pudo volar, también debería volar éste -pensó-. En caso contrario. En caso contrario no sabía lo que haría.

El capitán se acercó con la radio y la colocó dentro del helicóptero, después volvió a alejarse.

Ellis gozó de un momento de alivio. En tanto él tuviera la radio los rusos no podrían ponerse en contacto con la base. Eso significaba que no podrían conseguir refuerzos, ni alertar a nadie. Si conseguía que el helicóptero se elevara, estaría a salvo de toda persecución.

– No dejes de apuntar a Anatoly con tu arma -le pidió a Jane-. Yo iré a ver si este aparato despega.

A Jane el arma le pareció sorprendentemente pesada. Para apuntar a Anatoly, mantuvo durante un rato el brazo extendido, pero pronto lo tuvo que bajar para descansar. Con la mano izquierda palmeaba la espalda de Chantal. La pequeña había llorado intensamente durante los últimos minutos, pero en ese momento estaba callada.

El motor del helicóptero se puso en marcha, dio una serie de sacudidas y vaciló. ¡Oh, por favor, arranca! -rezó Jane-; ¡por favor! El motor rugió, recobrando la vida, y ella vio que la hélice giraba.

Jean-Pierre levantó la vista.

¡No te atrevas! -pensó ella-. ¡No te muevas!

Jean-Pierre se irguió, la miró y después se puso dolorosamente en pie.

Jane le apuntó con la pistola.

El empezó a caminar hacia el helicóptero.

– ¡No me obligues a dispararte! -aulló ella, pero su voz fue ahogada por el sonido cada vez más fuerte de los motores.

Anatoly debió de ver a Jean-Pierre, porque giró sobre sí mismo y se sentó. Jane le apuntó con el arma. El levantó los brazos en un gesto de rendición. Jane volvió a dirigir el arma hacia Jean-Pierre. Este seguía acercándose.

Jane sintió que el helicóptero se estremecía e intentaba alzar el vuelo.

En ese momento Jean-Pierre se encontraba muy cerca. Le veía el rostro con claridad. Tenía las manos extendidas en un gesto de súplica, pero en sus ojos había una expresión de locura. Ha perdido la razón -pensó ella-. Pero tal vez eso hubiera sucedido mucho tiempo antes.