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El corazón de Jean-Pierre le dio un salto dentro del pecho, pero en seguida recordó que ya había tenido antes esa misma sensación, sólo para sentirse frustrado después.

– ¿Estás seguro? -preguntó.

– En cuanto te pongas los pantalones podemos ir a constatarlo.

Fue prácticamente así de rápido. justo antes de que partieran llegó un helicóptero de abastecimiento y Anatoly juzgó que era prudente perder algunos minutos mientras les llenaban los tanques, así que Jean-Pierre se vio obligado a contener un poco más la impaciencia que lo consumía.

Despegaron algunos instantes después. Jean-Pierre observó el paisaje por la puerta abierta. Mientras se elevaron por encima de las montañas se dio cuenta de que ése era el territorio más inhóspito, gris y duro que había visto en Afganistán. ¿Había Jane realmente cruzado ese paisaje lunar desierto, cruel y gélido con un bebé en brazos? Debe de odiarme muchísimo para haber sido capaz de sufrir tanto con tal de alejarse de mí -pensó Jean-Pierre-. Pero ahora se enterará de que todo fue en vano. Me pertenece para siempre.

Pero, ¿la habrían capturado? Le aterrorizaba la posibilidad de sufrir otra desilusión. ¿Cuando aterrizaran descubriría que la patrulla de avanzada había capturado a otra pareja de hippies, o a dos alpinistas fanáticos o hasta a una pareja de nómadas con un aspecto vagamente europeo?

Cuando lo sobrevolaron, Anatoly le señaló el paso de Kantiwar. -Por lo visto perdieron el caballo -agregó, gritando junto a la oreja de Jean-Pierre para que lo oyera por encima del ruido de los motores y el aullido del viento. Jean-Pierre distinguió la figura de un caballo muerto en la nieve. Se preguntó si sería Maggie. De alguna manera esperaba que fuesen los restos de esa bestia testaruda.

Volaron a lo largo del valle de Kantiwar, observando cuidadosamente el terreno, en busca de la patrulla de avanzada. Al rato vieron humo: alguien había encendido una fogata para guiarlos. Descendieron en dirección a un terreno plano junto a la entrada de un desfiladero. Jean-Pierre escrutó el lugar a medida que iban bajando: vio a tres o cuatro soldados de uniforme, pero no consiguió identificar a Jane.

El helicóptero aterrizó. Jean-Pierre tenía el corazón en la boca. Saltó a tierra, presa de una enfermiza sensación de tensión. Anatoly también descendió de un salto. El capitán los condujo al desfiladero.

Y allí estaban.

Jean-Pierre se sintió como alguien que había sido torturado y que ahora tenía al torturador en su poder. Jane estaba sentada en el suelo junto a un pequeño arroyo, con Chantal en el regazo. Ellis permanecía de pie detrás de ella. Los dos parecían extenuados, vencidos y desmoralizados. Jean-Pierre se detuvo.

– Ven acá -ordenó a Jane.

Ella se puso en pie y se le acercó. El notó que llevaba a Chantal en una especie de cabestrillo que colgaba de su cuello y que le dejaba libres ambas manos. Ellis empezó a seguirla.

– ¡Tú no! -ordenó Jean-Pierre.

Y Ellis se detuvo.

Jane se quedó de pie frente a Jean-Pierre y levantó la vista para mirarlo. El levantó la mano derecha y le pegó una bofetada en la mejilla con todas sus fuerzas. Fue la bofetada más satisfactoria que había pegado en su vida. Ella giró sobre sí misma y retrocedió trastabillando, hasta el punto de que él pensó que caería; pero consiguió recuperar el equilibrio y se quedó mirándolo fijo con aire desafiante, mientras lágrimas de dolor le mojaban el rostro. Por encima del hombro de Jane, Jean-Pierre vio que de repente Ellis daba un paso adelante y que después se contenía. Jean-Pierre se sintió un poco frustrado: si Ellis hubiera intentado hacerle algo, los soldados se le hubieran abalanzado y le habrían propinado una paliza. No importaba: muy pronto recibiría su dosis de azotes.

Jean-Pierre alzó la mano para volver a pegarle a Jane. Ella hizo una mueca de dolor a la vez que cubría a Chantal protectoramente con sus brazos. Jean-Pierre cambió de idea.

– Ya habrá tiempo para eso más adelante -dijo, bajando la mano-. Tiempo más que suficiente.

Jean-Pierre giró sobre sus talones y volvió caminando al helicóptero. Jane miró a Chantal. La pequeña le devolvió la mirada, despierta pero no hambrienta. Jane la abrazó como si fuera la chiquilla quien necesitara consuelo. De alguna manera, a pesar de que la cara todavía le ardía de dolor y de humillación, se alegraba de que Jean-Pierre le hubiera pegado. Ese golpe fue como un decreto absoluto de divorcio: significaba que su matrimonio había terminado definitiva y oficialmente y que ella ya no tenía más responsabilidades con él. En cambio si él hubiera llorado, le hubiera pedido perdón, o le hubiese suplicado que no lo odiara por lo que había hecho, ella se habría sentido culpable. Pero la bofetada terminó con todo eso. Ya no le quedaba ningún sentimiento hacia él: ni una pizca de amor, ni de respeto, ni siquiera de compasión. Pensó que era una ironía que se sintiera tan completamente liberada, justamente en el momento en que él, por fin, había logrado capturarla.

Hasta ese momento, el capitán, el que montaba a caballo, había estado a cargo de todo, pero de allí en adelante Anatoly asumía la responsabilidad total. Mientras lo oía dar órdenes, Jane se dio cuenta de que comprendía todo lo que él decía. Hacía más de un año que no oía hablar ruso y al principio le pareció un galimatías, pero ahora que se le había acostumbrado el oído, entendía cada palabra. En ese momento le ordenaba a un soldado que le atara las manos a Ellis. El soldado, que por lo visto esperaba recibir esa orden, sacó un par de esposas. Ellis, en un gesto de cooperación, tendió las manos hacia delante y el soldado se las esposó.

Ellis parecía intimidado y abatido. Al verlo encadenado y vencido, Jane se sintió invadida por una oleada de pena y angustia, y se le llenaron los ojos de lágrimas.





El soldado preguntó si debía esposar también a Jane.

– No -contestó Anatoly-. Ella tiene el bebé.

Los llevaron hasta el helicóptero.

– Lo siento -dijo Ellis-. Me refiero a lo de Jean-Pierre. No pude impedir…

Ella movió la cabeza para indicarle que no hacía falta que se disculpara, pero le resultó imposible articular palabra. La absoluta sumisión de Ellis la enfurecía, no con él sino con todos los demás, por haberlo reducido a ese estado. Estaba furiosa con Jean-Pierre, con Anatoly, con Halam y con los rusos en general. Casi llegó a desear haber hecho detonar los explosivos.

Ellis saltó al helicóptero y después se inclinó para ayudarla a subir. Sostuvo a Chantal con el brazo izquierdo para que no se balanceara el cabestrillo y le tendió a ella la mano derecha. La izó de un tirón. En el momento en que la tuvo más cerca murmuró:

– En cuanto despeguemos, pégale una bofetada a Jean-Pierre.

Jane estaba demasiado escandalizada para reaccionar, cosa que probablemente fue una suerte. Nadie más parecía haber escuchado las palabras de Ellis, pero de todos modos, ninguno de ellos hablaba demasiado inglés. Ella hizo un esfuerzo por conservar una expresión normal.

La cabina de pasajeros era pequeña, con un techo tan bajo que los hombres tenían que permanecer inclinados. No tenía más comodidades que un pequeño estante, asegurado al fuselaje frente a la puerta y que hacía las veces de asiento. Jane se sentó agradecida. Desde allí veía la cabina del piloto. El asiento del piloto estaba elevado unos setenta centímetros del suelo con un escalón al lado para subir a él. El piloto se encontraba en su puesto -la tripulación no había desembarcado- y la hélice giraba. El ruido era muy fuerte.

Ellis se instaló en el suelo junto a Jane, entre el banco y el asiento del piloto.

Anatoly subió a bordo con un soldado a quien habló mientras señalaba a Ellis. Jane no podía oír lo que decían, pero por la actitud del soldado dedujo que se le había ordenado custodiar a Ellis: el muchacho descolgó el rifle que llevaba al hombro y lo sostuvo descuidadamente en sus manos.

Jean-Pierre fue el último en subir. Mientras el helicóptero alzaba el vuelo, se quedó junto a la puerta abierta contemplando el paisaje. Jane se sintió presa del pánico. Estaba muy bien que Ellis le dijera que abofeteara a Jean-Pierre en el momento de despegar, pero ¿cómo iba a hacerlo? En ese instante Jean-Pierre le daba la espalda y seguía de pie junto a la puerta abierta: si ella intentaba pegarle, probablemente perdería el equilibrio y caería al vacío. Miró a Ellis con la esperanza de que la guiara. El tenía una expresión tensa en el rostro, pero rehuyó su mirada.

El helicóptero se alzó hasta una altura aproximada de tres metros, después efectuó una especie de descenso, cobró velocidad y empezó a ascender nuevamente.

Jean-Pierre se volvió de espaldas a la puerta, cruzó la cabina y comprobó que no tenía donde sentarse. Vaciló. Jane sabía que debía levantarse y abofetearle -aunque ignoraba por qué-, pero estaba como petrificada en su asiento, paralizada por el pánico. Entonces Jean-Pierre le hizo señas con el pulgar, indicándole que debía ponerse de pie.

Allí fue donde ella perdió los estribos.

Estaba cansada y se sentía miserable, dolorida y hambrienta, y él quería que se levantara soportando el peso de la hijita de ambos, para que él pudiera sentarse. Ese movimiento despectivo del pulgar le pareció la síntesis de toda su crueldad, maldad y traiciones, y la enfureció. Se puso en pie, con Chantal colgada del cuello, y acercó su cara a la de él, gritando:

– ¡Cretino! ¡Bastardo! -Sus palabras se perdieron entre el rugir de los motores y el aullido del viento, pero por lo visto la expresión de Jane lo impresionó, porque él retrocedió un paso-. ¡Te odio! -gritó ella, y después se abalanzó contra él con los brazos extendidos y lo empujó violentamente hacia atrás, hacia la puerta abierta.

Los rusos habían cometido un error. Era un error pequeñísimo, pero era todo lo que Ellis tenía a su favor y estaba decidido a sacarle el mayor partido posible. El error consistía en haberlo esposado con las manos al frente en lugar de hacerlo a la espalda.

Al principio abrigó la esperanza de que no lo esposaran; por eso, con un esfuerzo sobrehumano, no hizo nada cuando Jean-Pierre abofeteó a Jane. Existía la posibilidad de que le dejaran los brazos libres: después de todo estaba desarmado y solo. Pero, por lo visto, Anatoly era un hombre precavido.

Por suerte no fue él quien lo esposó, sino un simple soldado. Los soldados sabían que los prisioneros que tenían las manos atadas delante eran mucho más fáciles de manejar: era menos probable que cayeran y podían subir y bajar de camiones y helicópteros sin ayuda. Así que cuando Ellis sumisamente le tendió las manos al frente, el soldado no lo pensó dos veces.