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– Llegaste anoche -dijo ella. Le sonrió.

– ¿Y eso te basta? ¿Sólo llegué?

– Él dijo que llegarías -dijo ella, frunciendo la nariz. Se encogió de hombros-. Él sabe ese tipo de cosas, supongo. -Se quitó la sal del tobillo derecho frotándose con el otro pie, en un movimiento torpe e infantil. Volvió a sonreírle, con mayor confianza.- Ahora tú me contestas una, ¿de acuerdo?

Él asintió.

– ¿Por qué estás todo pintado de marrón, todo menos un pie?

– ¿Y eso es lo último que recuerdas? -La miró mientras ella raspaba los restos del guiso precongelado de la caja de acero rectangular que era el único plato que tenían.

Ella asintió, los ojos enormes a la luz del fuego. -Lo siento, Case, te lo juro por Dios. Fue por culpa de la mierda aquella, supongo, y fue… -Se inclinó hacia adelante, los brazos sobre las rodillas, el rostro fruncido durante un instante, por el dolor o el recuerdo del dolor. – Es que necesitaba el dinero. Para volver a casa, supongo, o… ¡Mierda! -dijo-, casi no me hablabas.

– ¿No hay cigarrillos?

– ¡Por Dios, Case! ¡Es la décima vez que me lo preguntas! ¿Qué te pasa? -Retorció un mechón de pelo y lo mordisqueó.

– Pero, ¿la comida estaba aquí? ¿Ya estaba aquí?

– Ya te lo he dicho. La condenada marca la trajo a la playa.

– Ya. Claro. Hasta el último detalle.

Ella se echó a llorar otra vez, un sollozo seco. -Bueno, a la mierda contigo, Case… -alcanzó a decir por fin-. Estaba bien cuando estaba sola.

Case se levantó, recogiendo la chaqueta, y se agachó para entrar. Se raspó la muñeca contra el hormigón áspero. No había luna ni viento; sólo el ruido del mar en la oscuridad. Sentía los tejanos apretados y pegajosos. -Está bien -dijo a la noche-. Lo acepto. Creo que lo acepto. Pero más vale que mañana la marea traiga cigarrillos. -Su propia risa lo sorprendió.- De paso, tampoco caería mal una caja de cerveza. -Se volvió y entró de nuevo en el búnker.

Ella estaba revolviendo las brasas con un pedazo de madera plateado. -¿Quién era ésa, Case, la que estaba en tu nicho del Hotel Barato? Una samurai muy elegante de lentes plateados, cuero negro. Me dio miedo, y después pensé que tal vez fuese tu nueva chica, sólo que parecía más cara de lo que tú podías pagar… -Lo miró de soslayo.- De verdad que lamento haberte robado el RAM.

– No te preocupes -dijo Case-. No tiene ninguna importancia. ¿Así que todo lo que hiciste fue llevárselo a ese tipo?

– Tony -dijo ella-. Había estado viéndolo, más o menos. También era adicto y nosotros… De todos modos, sí, recuerdo que lo pasó en un monitor, y eran unas imágenes increíbles, y recuerdo que me pregunté cómo era que tú…

– Allí no había ninguna imagen -interrumpió él.

– Sí que las había. No podía explicarme cómo era posible que tuvieras tantas imágenes de cuando yo era pequeña , Case. La cara de mi padre, antes de que se marchara. Una vez me dio un pato, de madera pintada, y tú tenías esa imagen…

– ¿Tony la veía?

– No me acuerdo. Luego me encontré en la playa; era muy temprano, amanecía, y esos pájaros que chillaban de tanta soledad. Me asusté porque no tenía ni una dosis, nada, y sabía que lo pasaría mal… Y caminé y caminé hasta que se hizo de noche, y encontré este sitio, y al día siguiente llegó la comida, toda envuelta en algas como hojas de gelatina dura. -Metió el palo entre las brasas y lo dejó allí. – Bueno, en ningún momento me sentí mal -dijo mientras las brasas se esparcían.-Me hicieron más falta los cigarrillos. ¿Y tú, Case? ¿Todavía estás enrollado? -La luz de las llamas le bailaba bajo los pómulos; en un destello, el recuerdo del Castillo Embrujado y la Guerra de Tanques.

– No -dijo, y entonces todo perdió importancia, todo lo que sabía, sintiendo el gusto de la sal en la boca de ella, donde las lágrimas se habían secado. Una fuerza la recorría, algo que él había conocido en Night City y en lo que se había apoyado, que lo había sostenido, que lo había apartado por un momento del tiempo y de la muerte, de la inexorable vida de calle que les mordía los talones. Era un lugar que conocía de antes; no cualquiera podía llevarlo hasta allí, y de alguna manera siempre había logrado olvidarlo. Algo que había encontrado y perdido tantas veces. Pertenecía -supo, recordó, cuando ella lo atrajo hacia sí a la carne, la carne de la que se mofaban los vaqueros. Era algo inconmensurable, más allá de la conciencia, un océano de información codificado en espiral y en ferormonas, una complejidad infinita que sólo el cuerpo, a su manera ciega y poderosa, podía interpretar.

Los dientes de nailon se atascaron en una costra de sal cuando le abrió los pantalones franceses. Rompió la cremallera, y una partícula de metal salió disparada contra la pared, y entonces entró en ella, cumpliendo con la transmisión del arcano mensaje. Allí, aun allí, sabiendo dónde estaba, en un modelo codificado de ciertos recuerdos, el instinto vivía.

Ella se estremeció contra él cuando el madero empezó a arder, y una lengua de fuego arrojó las sombras entrelazadas sobre la pared del búnker.

Más tarde, cuando yacían juntos, la mano entre los muslos de ella, Case la recordó en la playa, la espuma blanca que le lamía los tobillos, y recordó lo que ella le había contado.

– Él te dijo que yo vendría -comentó.

Pero ella sólo se apretó más contra él, las nalgas contra sus muslos, y le apretó la mano, y murmuró algo entre sueños.

21

LO DESPERTÓ LA MÚSICA, y al principio podrían haber sido los latidos de su propio corazón. Se sentó junto a ella y se cubrió los hombros con la chaqueta en el frío de la madrugada; la luz gris en la puerta, el fuego extinguido hacía tiempo.

Unos jeroglíficos fantasmales pululaban delante de él, líneas translúcidas de símbolos que se ordenaban sobre el fondo neutro de la pared del búnker. Se miró el dorso de las manos; unas tenues moléculas de neón reptaban bajo la piel, obedeciendo al inescrutable código. Alzó la mano derecha y la movió un momento; dejó una débil y agonizante estela de imágenes secundarias intermitentes.

El pelo se le erizó en la nuca y los brazos. Se acuclilló allí, mostrando los dientes, y prestó atención a la música. El pulso se desvanecía, regresaba, moría…

– ¿Qué te pasa? -Ella se incorporó, apartándose el pelo de los ojos.- Cariño…

– Tengo ganas… de droga… ¿Tienes?

Ella sacudió la cabeza, lo buscó con las manos, lo sujetó por los brazos.

– Linda, ¿quién te lo dijo? ¿Quién te dijo que yo vendría? ¿Quién?

– En la playa -dijo ella, y algo la obligó a desviar la mirada-. Un muchacho. Lo veo en la playa. Trece años, tal vez. Vive aquí.

– ¿Y qué fue lo que dijo?

– Dijo que vendrías. Que tú no me odiarías. Que aquí estaríamos bien; y me dijo dónde estaba el pozo de lluvia. Parece mexicano.

– Brasileño -dijo Case, mientras una nueva ola de símbolos corría pared abajo-. Creo que es de Río. -Se puso de pie y comenzó a forcejear con los tejanos.

– Case -dijo, ella y le tembló la voz-, Case, ¿adónde vas?

– Creo que voy a buscar a ese muchacho -dijo él, junto con una nueva marejada de música; era sólo un ritmo, sostenido y familiar, pero no conseguía reconocerlo.

– No vayas, Case.

– Me pareció ver algo, cuando llegué. Una ciudad a lo lejos, en la playa. Pero ayer ya no estaba. ¿La has visto alguna vez? -Se subió el cierre de la cremallera y rompió de un tirón el nudo imposible de los cordones de los zapatos. Al fin arrojó los zapatos a un rincón.

Ella movió la cabeza, asintiendo, la mirada baja. -Sí. A veces la veo.

– ¿Has ido alguna vez allí, Linda? -Case se puso la chaqueta.

– No -dijo ella-, pero lo he intentado. Al principio, cuando llegué; estaba aburrida. En todo caso pensé que sería una ciudad, y que a lo mejor podía conseguir algo de droga. -Hizo una mueca. – Ni siquiera me sentía mal, sólo tenía ganas. Así que puse comida en una lata y la diluí bastante, porque no tenía otra lata para el agua. Y caminé todo el día, y la podía ver, a veces, la ciudad, y no parecía estar demasiado lejos. Pero nunca llegaba a acercarme. Y luego empecé a acercarme, y vi lo que era. Varias veces, aquel día, me pareció que estaba en ruinas, o tal vez era que nadie vivía allí, y otras veces me pareció ver luces que destellaban de una máquina, de coches o de algo… -calló, arrastrando la voz.

– ¿Qué es?

– Esta cosa. -Hizo un ademán que abarcaba al entorno de la chimenea, las paredes oscuras, el amanecer que se insinuaba en la entrada.- Donde vivimos. Se hace cada vez más pequeña , Case, más pequeña, a medida que te acercas.

Deteniéndose una última vez, junto a la entrada: -¿Se lo has preguntado al muchacho?

– Sí. Dijo que yo no lo entendería, y que no me preocupara. Dijo que era, que era como… un evento. Y que era nuestro horizonte. Lo llamó horizonte de eventos .

Las palabras no tenían ningún significado para él. Salió del búnker y fue ciegamente -lo sabía, de algún modo en dirección contraria al mar. Ahora los jeroglíficos corrían por la arena, se le escabullían entre los pies, se alejaban de él mientras caminaba. -Eh -dijo-, se está viniendo abajo. Apuesto que tú también lo sabes. ¿Qué es? ¿El Kuang? ¿Un rompehielos chino comiéndote las entrañas? Tal vez el Dixie Flatline no es tan tonto, ¿eh?

Oyó que lo llamaban. Miró hacia atrás: ella lo seguía, sin tratar de darle alcance; la cremallera rota de sus pantalones militares aleteaba contra el bronceado del vientre: vello púbico enmarcado en tela desgarrada. Parecía una de esas chicas de las viejas revistas que el finlandés tenía en la Metro Holografix, viva, sólo que ella parecía cansada, y triste, y humana; patética en el traje desgarrado, tropezando con montones de algas de plata-sal.

Y entonces, sin saber cómo, estaban en el agua, los tres; y las encías del muchacho eran grandes, rosadas y brillantes en el rostro delgado y moreno. Llevaba pantalones cortos, incoloros y harapientos; las piernas eran demasiado flacas sobre el deslizante fondo gris azul de la marea.

– Yo te conozco -dijo Case, Linda junto a él.

– No -dijo el muchacho con una voz alta y musical-, no me conoces.

– Eres la otra IA. Tú eres Río. El hombre que quiere detener a Wintermute. ¿Cómo te llamas? Tu código Turing. ¿Cuál es?

El muchacho se sostuvo sobre las manos cabeza abajo en la orilla, riendo. Caminó sobre las manos y luego saltó fuera del agua. Los ojos eran los de Riviera, pero no había malicia en ellos. -Para invocar a un demonio necesitas saber qué nombre tiene. Los hombres soñaron con eso, una vez, pero ahora es una realidad, de otra manera. Tú lo sabes, Case. Tu oficio es aprender los nombres de programas, los largos nombres oficiales, los nombres que los propietarios tratan de esconder. Los nombres verdaderos…