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– Un código Turing no es tu nombre.

– Neuromante -dijo el muchacho, entornando los ojos grises y alargados de cara al sol naciente-. El camino a la tierra de los muertos. Donde tú estás, amigo mío. Marie-France, mi señora, ella preparó este camino, pero el señor la estranguló antes de que yo pudiera leer el libro de días de la señora. Neuro, de nervios, los senderos plateados. Ilusionista. Nigromante. Yo invoco a los muertos. Pero no, amigo mío. -Y el muchacho ejecutó unos breves pasos de danza, los pies morenos marcando huellas en la arena.- Yo soy los muertos, y la tierra de los muertos. -Se echó a reír. Una gaviota chilló.- Quédate. Si tu mujer es un fantasma, ella no lo sabe. Tampoco tú lo sabrás.

– Te estás resquebrajando. El hielo se está rompiendo.

– No -dijo el muchacho, de pronto triste, encorvando los hombros frágiles. Se frotó un pie en la arena.- Es mucho más sencillo. Pero eres tú quien decide. -Los ojos grises miraron a Case con gravedad. Una nueva oleada de símbolos cruzó el campo visual de Case, línea a línea. Detrás, el muchacho se retorcía, como visto a través del calor reverberante del asfalto en verano. Ahora el sonido de la música había aumentado, y Case casi podía distinguir las palabras.

– Case, cariño -dijo Linda, y le tocó un hombro.

– No -dijo él. Se quitó la chaqueta y se la dio-. No sé -dijo-, quizás estés aquí. En todo caso, hace frío.

Dio media vuelta y se alejó caminando, y al dar el séptimo paso cerró los ojos observando cómo la música se definía a sí misma en el centro de todo. Volvió la cabeza, una vez, aunque sin abrir los ojos.

No era necesario.

Estaban en la orilla del mar, Linda Lee y el muchacho delgado que decía llamarse Neuromante. Linda sostenía la chaqueta de cuero de él, colgada de la mano, sobre la cresta de las olas.

Case siguió caminando, siguiendo la música.

El sonido dub sionita de Maelcum.

Había un lugar gris, una impresión de finas pantallas que se movían, muaré, grados de semitonos generados por un sencillo programa de gráficos. Un plano prolongado de una toma vía satélite; gaviotas inmovilizadas en vuelo sobre aguas oscuras. Había voces. Había una llanura de espejo negro, que se inclinaba, y él era mercurio, una gota de mercurio que se deslizaba hacia abajo, chocando en los rincones de un laberinto invisible, fragmentándose, juntándose, resbalando de nuevo…

– Case, hombre.

La música.

– Has regresado, hombre.

Le quitaron la música de los oídos.

– ¿Cuánto tiempo? -se oyó preguntar, y supo que tenía la boca reseca.

– Cinco minutos, quizás. Demasiado tiempo. Yo quería desconectarse. Mute dijo que no. La pantalla empezó a hacer cosas raras, y entonces Mute dijo que te pusiera los audífonos.

Abrió los ojos. Las facciones de Maelcum estaban cubiertas por cintas de jeroglíficos translúcidos.

– Y tu medicina -dijo Maelcum-. Dos dermos.

Estaba tendido boca arriba en el suelo de la biblioteca, debajo del monitor. El sionita lo ayudó a incorporarse, pero el movimiento lo arrojó al torrente salvaje de la betafenetilamina; los dermos azules le quemaban en la muñeca izquierda.

– Sobredosis -alcanzó a decir.

– Vamos, hombre. -Las manos poderosas bajo las axilas de Case lo levantaron como si fuera un niño. – Yo y yo tenemos que marcharnos.

22

EL VEHÍCULO DE SERVICIO estaba llorando. La betafenetilamina le había dado una voz. No dejaba de llorar. Ni en la concurrida galería, ni en los largos corredores, ni cuando pasó por la entrada de cristal negro de la cripta de los T-A, las bóvedas donde el frío se había colado poco a poco en los sueños del viejo Ashpool.

Para Case el pasaje fue una aceleración extendida, el movimiento del vehículo indistinguible del ímpetu demencial de la sobredosis. Cuando algo bajo el asiento emitió una lluvia de chispas blancas y al fin el vehículo murió, el llanto cesó también.

El aparato se detuvo a tres metros de donde empezaba la cueva de los piratas de 3Jane.

– ¿Muy lejos, hombre? -Cuando Maelcum lo ayudó a salir del chisporroteante vehículo, un extinguidor integral estalló en el compartimiento del motor, y de las rejillas y tomas de servicio salieron unos chorros de polvo amarillo. El Braun cayó de detrás del asiento y renqueó por la arena falsa, arrastrando el miembro inutilizado.- Tienes que caminar, hombre. -Maelcum alzó la consola y la estructura, echándose las cuerdas al hombro.

Los trodos saltaban colgados del cuello de Case mientras seguía al sionita. Las holografías de Riviera los esperaban, las escenas de tortura y los niños caníbales. Molly había destruido el tríptico. Maelcum no les hizo caso.

– Tranquilo -dijo Case, obligándose a acelerar el paso y alcanzar a Maelcum-. Esto hay que hacerlo bien.

Maelcum se detuvo en seco, se volvió, mirándolo intensamente, con la Remington en la mano. -¿Bien, hombre? ¿Qué es bien?

– Molly está ahí dentro, pero fuera de combate. Riviera puede proyectar hologramas. Tal vez tenga la pistola de Molly. -Maelcum asintió con la cabeza. – Y hay un ninja, un guardaespaldas de la familia.

Maelcum frunció aún más el ceño. -Escucha, hombre de Babilonia -dijo-. Yo, guerrero. Pero esta guerra, no es mía, no es de Sión. Babilonia contra Babilonia, destruyéndose mutuamente, ¿entiendes? Pero Jah dice que yo y yo saquemos de aquí a Navaja Andante.





Case parpadeó, asombrado.

– Es una guerrera -dijo Maelcum, como si eso lo explicara todo-. Ahora dime, hombre, a quién no tengo que matar.

– 3Jane -contestó Case, después de una pausa-. Una chica que está ahí. Tiene puesta una especie de bata blanca, con capucha. La necesitamos.

Cuando llegaron a la puerta, Maelcum entró inmediatamente y Case no pudo hacer otra cosa que seguirlo.

La comarca de 3Jane estaba desierta, la piscina vacía. Maelcum le dio a Case la consola y la estructura y caminó hasta el borde de la piscina. Más allá de los muebles blancos había oscuridad, sombras del bajo y recortado laberinto de las paredes en parte demolidas.

El agua lamía pacientemente los bordes de la piscina. -Están aquí -dijo Case-. Tienen que estar.

Maelcum asintió.

La primera flecha le atravesó el brazo. La Remington rugió, un metro de destello azul en la luz de la piscina. La segunda flecha dio en el arma y la arrojó dando vueltas sobre las baldosas blancas. Maelcum cayó sentado y manoteó el objeto negro que le salía del brazo. Tiró de él.

Hideo salió de entre las sombras con una tercera flecha ya dispuesta en un delgado arco de bambú. Hizo una reverencia.

Maelcum lo miró fijamente, con la mano aún sobre la flecha de acero.

– La arteria está intacta -dijo el ninja. Case recordó al hombre que había matado al amante de Molly. Hideo era un ejemplar parecido. No tenía edad; irradiaba una sensación de sosiego, de calma absoluta. Llevaba puestos unos pantalones de trabajo limpios y gastados y unos zapatos blandos y oscuros, abiertos en los dedos, que se le ajustaban como guantes a los pies. El arco de bambú era una pieza de museo, pero el carcaj de aleación negra que le asomaba tras el hombro derecho olía a las mejores tiendas de armas de Chiba. El pecho desnudo del ninja era lampiño y bronceado.

– Me cortaste el pulgar, hombre, con la segunda -dijo Maelcum.

– La fuerza de Coriolis -dijo el ninja, haciendo otra reverencia-. Muy difícil, un proyectil moviéndose a baja velocidad en la gravedad rotatoria. No era mi intención.

– ¿Dónde está 3Jane? -Case se acercó a Maelcum. Vio que la punta de la flecha en el arco del ninja era como una hoja de doble filo.- ¿Dónde está Molly?

– Hola, Case. -Riviera apareció caminando detrás de Hideo, con la pistola de Molly en la mano.- No sé por qué, pero hubiera pensado que sería Armitage el que vendría. ¿Ahora contratamos gente de los rastafaris?

– Armitage está muerto.

– Armitage nunca existió, más exactamente, pero la noticia no me sorprende.

– Wintermute lo mató. Está en órbita ahora, alrededor del huso.

Riviera asintió, los largos ojos grises mirando a Case, a Maelcum y otra vez a Case. -Creo que termina aquí, para vosotros.

– ¿Dónde está Molly?

El ninja aflojó lentamente la cuerda fina y trenzada y bajó el arco. Atravesó las baldosas hasta donde yacía la Remington y la levantó. -Esto carece de sutileza -dijo entre dientes. Tenía una voz fresca y agradable. Cada uno de sus movimientos era parte de una danza, una danza que nunca terminaba, aun cuando él estuviese quieto, descansando. Pero a pesar de todo el poder que esto sugería, había además humildad en él, una abierta sencillez.

– También termina aquí para ella -dijo Riviera.

– Tal vez 3Jane no lo piense así, Peter -dijo Case, titubeando. Los dermos todavía le alborotaban dentro del sistema, la vieja fiebre empezaba a subir, la locura de Night City. Recordó momentos de gracia, en el límite de las cosas, cuando había descubierto que a veces podía hablar más rápido de lo que podía pensar.

Los ojos grises se empequeñecieron. -¿Por qué, Case? ¿Por qué lo piensas?

Case sonrió. Riviera no sabía nada acerca del equipo de simestim. No lo había advertido en la prisa por encontrar las drogas que llevaba Molly. ¿Pero cómo era posible que Hideo no se hubiese dado cuenta? Y Case estaba seguro de que el ninja nunca hubiera dejado que 3Jane cuidase de Molly sin antes revisarla en busca de trucos o armas ocultas. No, resolvió, el ninja lo sabía. De modo que 3Jane también lo sabría.

– Dime, Case -dijo Riviera, alzando el cañón perforado de la pistola de dardos.

Algo crujió, detrás de él, y volvió a crujir. 3Jane empujó a Molly, en una ornamentada silla de ruedas victoriana, hacia la luz. Molly estaba envuelta en una manta de rayas negras y rojas; el estrecho respaldo de caña de la silla antigua era mucho más alto que ella. Parecía empequeñecida, acabada. Un parche microporoso blanco y brillante le cubría la lente dañada; la otra destellaba vacuamente cuando la cabeza se le sacudía con el movimiento de la silla.

– Una cara conocida -dijo 3Jane-. Te vi la noche del espectáculo de Peter. ¿Y él quién es?

– Maelcum -dijo Case.

– Hideo, retira la flecha y venda la herida del señor Maelcum.

Case miraba fijamente a Molly, le miraba la cara lánguida.

El ninja caminó hasta donde estaba Maelcum, deteniéndose para dejar el arco y el rifle lejos de ellos, y sacó algo del bolsillo. Una pinza de cortar pernos. -Hay que cortar la flecha -dijo-. Está demasiado cerca de la arteria. -Maelcum asintió. Tenía el rostro gris y cubierto de sudor.