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Nada. Vacío gris.
Ni matriz, ni rejilla. Ni ciberespacio.
La consola había desaparecido. Los dedos…
Y en el límite extremo de la conciencia, una huidiza, fugaz impresión de algo que se abalanzaba sobre él, a través de leguas de espejo negro.
Quiso gritar.
Parecía que había una ciudad, más allá de la curva de la playa, pero estaba lejos.
Se acuclilló sobre la arena húmeda, abrazado a las rodillas, y tembló.
Permaneció así largo rato, aun después de haber dejado de temblar. La ciudad era baja y gris. Unos bancos de niebla que llegaban rodando sobre las olas la oscurecían por momentos. Le pareció una vez que en realidad no era una ciudad, sino un edificio aislado, tal vez una ruina: no podía saber a qué distancia estaba. La arena era del tono de la plata vieja cuando aún no se ha e
El cielo era de un plateado distinto. Chiba. Como el cielo de Chiba. ¿La bahía de Tokio? Se volvió y se quedó mirando el mar, añorando el logo holográfico de la Fuji Electric, el zumbido de un helicóptero, cualquier cosa.
Detrás de él, chilló una gaviota. Case se estremeció.
Se estaba levantando un viento. La arena le golpeó la cara. La apoyó en las rodillas y lloró; el ruido de sus propios sollozos le pareció tan distante y ajeno como el graznido de la gaviota hambrienta. Empapó los tejanos con orina tibia que goteó sobre la arena y rápidamente se enfrió en el viento de mar. Cuando dejó de llorar, le dolía la garganta.
– Wintermute -balbuceó a sus rodillas-, Wintermute…
Oscurecía, y cada vez que temblaba era por un frió que al fin lo obligó a levantarse.
Le dolían las rodillas y los codos. Le goteaba la nariz. Se la secó con el puño de la chaqueta y se revisó los bolsillos uno tras otro: vacíos. -Jesús… -Le castañeteaban los dientes.
La marea había dejado en la playa dibujos más delicados que los de cualquier jardinero de Tokio. Tras una docena de pasos en dirección a la ciudad, ahora visible, se volvió y miró de nuevo la oscuridad que se apelmazaba. Las huellas de sus pies se extendían hasta el sitio donde había llegado. Ninguna otra marca turbaba la arena e
Calculó que había recorrido al menos un kilómetro cuando vio la luz. Estaba hablando con Ratz y fue Ratz el primero en señalarlo: un resplandor rojo anaranjado, a la derecha, lejos de las olas. Sabía que Ratz no se encontraba allí, que el camarero era un invento de su propia imaginación, no de la cosa en la que estaba atrapado; pero eso no tenía importancia. Había invocado a aquel hombre buscando algún tipo de sosiego, pero Ratz tenía sus propias ideas acerca de Case y sus aprietos.
– ¡Realmente, mi artiste, me asombras! Hasta dónde llegarás para conseguir tu propia destrucción. ¡Y qué redundante! En Night City la tenías, ¡en la palma de la mano! La cocaína, para comerte los sentidos; la bebida, para mantenerlo todo bien fluido; Linda, para endulzar tu dolor, y la calle, para sostener el hacha en alto. Qué lejos has llegado, para hacerlo ahora, y qué utilería tan grotesca… Campos de juego suspendidos en el espacio, castillos herméticamente sellados, las depravaciones más raras de la vieja Europa, muertos sellados en cajas pequeñas, magia de China… -Ratz se echó a reír, avanzando a zancadas junto a él, con el manipulador rosado bailándole con soltura al costado. Pese a la oscuridad, Case podía ver el acero barroco que apretaba los e
Case se detuvo, tambaleante, se volvió hacia el ruido de las olas y el acoso de la arena aventada. -Sí -dijo-. Mierda. Supongo… -Caminó hacia el ruido.
– Artiste -oyó decir a Ratz-. La luz. La viste. Por aquí…
Se detuvo de nuevo, tembló, cayó de rodillas en un charco de helada agua de mar. -¿Ratz? ¿Luz? Ratz…
Pero ahora la oscuridad era total, y sólo se oía el ruido de las olas. Se puso de pie trabajosamente,y trató de regresar.
El tiempo pasaba. Siguió caminando.
Y entonces apareció, un resplandor, más nítido con cada paso. Un rectángulo. Una puerta.
– Allí hay fuego -dijo, con palabras desgarradas por el viento.
Era un búnker, de piedra o de hormigón, enterrado en aluviones de arena negra. La entrada, abierta en una pared de al menos un metro de ancho, era baja, angosta, sin puerta, y profunda.
– Eh -dijo Case con voz débil-. Eh… Acarició con los dedos la pared fría. Había fuego, allí, sombras inquietas a ambos lados de la entrada.
Agachó la cabeza y pasó adentro, en tres pasos.
Había una muchacha acurrucada junto a un montón de acero oxidado, una especie de hogar, donde ardía una madera recogida en la playa; el viento chupaba humo por una chimenea dentada. El fuego era la única luz, y su mirada encontró los ojos grandes y alarmados; reconoció la cinta de pelo, un pañuelo enrollado, estampado con un diseño que parecían circuitos ampliados.
Rechazó sus brazos, aquella noche, rechazó la comida que ella le ofreció, el sitio junto a ella en el nido de mantas y espuma. Por último se acurrucó junto a la puerta, y la miró dormir, escuchando cómo el viento castigaba las paredes de la estructura. Aproximadamente una vez cada hora ella se levantaba e iba hasta la improvisada estufa, añadiendo madera de la pila que estaba junto al hogar. Nada de esto era real, pero el frío era el frió.
Ella no era real, acurrucada allí, de costado, junto a la hoguera. Le miró la boca, los labios ligeramente separados. Era la muchacha que él recordaba del viaje por la bahía, y eso le parecía cruel.
– Maldito hijo de puta -susurró al viento-. No te pierdes una, ¿verdad? No quedas darme a la junkie, ¿eh? Yo sé lo que es esto… -Intentó hablar con una voz que no fuera desesperada.- Lo sé, ¿sabes? Eres la otra. 3jane se lo dijo a Molly. Zarza ardiente. No era Wintermute, eras tú. Quiso advertírmelo con el Braun. Ahora me has anulado, me trajiste hasta aquí. A ningún sitio. Con un fantasma. Tal como la recuerdo de antes…
Ella se movió dormida, dijo algo, cubriéndose el hombro y la mejilla con un retazo de manta..
– No eres nada -dijo a la muchacha que dormía-. Estás muerta y de todos modos lo fuiste todo para mí. ¿Lo oyes, amigo? Yo se lo que estás haciendo. Estoy anulado. Esto ha tomado unos veinte segundos, ¿verdad? Estoy caído en aquella biblioteca y mi cerebro está muerto. Y muy pronto estará verdaderamente muerto, si tienes una pizca de sentido común. No quieres que el truco de Wintermute salga bien, eso es todo; basta con que me dejes aquí colgado. Dixie activará el Kuang, pero ya está muerto y puedes adivinar los movimientos que hará, claro. Esta patraña de Linda ¿eh? ha sido todo cosa tuya, ¿verdad? Fuiste tú el que movió las estrellas en Freeside, ¿verdad? Fuiste tú quien puso la cara de ella a la muñeca muerta, en la habitación de Ashpool. Eso Molly nunca lo vio. Sólo le editaste la señal de simestim. Porque crees que puedes herirme. Porque crees que me importa. Bueno, vete a la mierda, como sea que te llames. Ganaste. Tú ganas. Pero ya nada de eso me importa, ¿entiendes? ¿Crees que me importa? Entonces, ¿por qué me lo tuviste que hacer así? -Estaba temblando de nuevo, la voz chillona.
– Cariño -dijo ella, levantándose de los harapos-. Ven aquí y duerme. Yo me quedaré despierta, si quieres. Tienes que dormir, ¿sí? -El sueño exageraba el acento suave.- Sólo dormir, ¿de acuerdo?
Cuando despertó, ella no estaba. El fuego se había apagado, pero en el bunker no hacía frío; la luz del sol entraba inclinada por la puerta y arrojaba un torcido rectángulo dorado sobre una gruesa caja de fibra que tenía un lado roto. Era un contenedor de carguero; los recordaba de los muelles de Chiba. Pudo ver, a través de la brecha en la caja, media docena de paquetes amarillos y brillantes. A la luz del sol parecían enormes bloques de mantequilla. El estómago se le apretó de hambre. Rodando fuera del nido, fue hasta la caja y sacó un paquete, parpadeando mientras leía las inscripciones en una docena de idiomas. La inglesa estaba en último lugar: EMERG. RATION, HI-PRO BEEF, TWE AG-8. Un listado del contenido de nutrientes. Sacó un segundo paquete al azar. EGGS. -Ya que estás inventando toda esta mierda -dijo-, podrías incluir comida de verdad, ¿no? -Con un paquete en cada mano, atravesó las habitaciones de la estructura. Dos estaban vacías, excepto por la arena, y en la cuarta había otras tres cajas de raciones.- Claro -dijo tocando la cinta sellada-. Voy a pasar mucho tiempo aquí. Claro…
Exploró la habitación de la chimenea y encontró una caja de plástico con lo que era quizás agua de lluvia. Junto al nido de mantas, contra la pared, había un aparato encendedor rojo, un cuchillo marinero de mango verde y agrietado, y el pañuelo de Molly. Todavía estaba anudado y tieso por el sudor y la suciedad. Abrió los paquetes con el cuchillo y dejó caer el contenido en una lata oxidada que encontró junto a la estufa. Vertió agua de la caja, batió la masa con los dedos, y comió. Tenía un lejano gusto a carne. Cuando terminó de comer, arrojó la lata al hogar y salió.
Últimas horas de la tarde, por la intensidad del sol, por el ángulo de la luz. Se quitó las empapadas zapatillas de nailon; lo sorprendió el calor de la arena. De día, la playa era de color gris plateado. El cielo estaba límpido, azul. Dobló la esquina del bunker y caminó hacia la orilla dejando caer la chaqueta en la arena. -No sé de quién son los recuerdos que estás usando esta vez -dijo cuando llegó al borde. Se quitó los tejanos y los arrojó, seguidos por la camiseta y la ropa interior.
– ¿Qué estás haciendo, Case?
Se volvió y la vio, diez metros más allá; la espuma blanca se le escurría entre los tobillos.
– Anoche me oriné -dijo él.
– Bueno, no te vas a poner esa ropa. Agua salada. Te escocerá. Te llevaré a un estanque que hay allá en las rocas. -Señaló vagamente hacia atrás. -Es agua fresca. -Los desteñidos pantalones militares franceses estaban cortados por encima de las rodillas; la piel era lisa y bronceada. Una brisa le revolvió el pelo.
– Escucha -dijo Case, recogiendo la ropa y acercándose a ella-. Quiero hacerte una pregunta. No preguntaré qué haces aquí. Pero, ¿qué imaginas que estoy haciendo yo aquí? -Se detuvo. Los tejanos negros y mojados le golpearon el muslo.