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– Todo bien -dijo el Flatline.

– De acuerdo -dijo Case, y activó el simestim.

– …así. Lo siento -estaba diciendo 3Jane mientras vendaba la cabeza de Molly-. Nuestra unidad dice que no hubo conmoción; tu ojo no ha sufrido daños permanentes. No lo conocías muy bien antes de venir por aquí, ¿verdad?

– No lo conocía en absoluto -dijo Molly secamente. Estaba tumbada boca arriba sobre una cama alta o una mesa acolchada. Case no podía sentir la pierna herida. El efecto sinestésico de la inyección original parecía haberse desvanecido. La bola negra ya no estaba, pero unas cintas suaves que no alcanzaba a ver le inmovilizaban las manos.

– Te quiere matar.

– Se entiende -dijo Molly, mirando hacia el techo tosco, más allá de una luz muy brillante.

– Yo no quiero que lo haga -dijo 3Jane, y Molly volvió la cabeza dolorosamente para mirar los ojos oscuros.

– No juegues conmigo -dijo.

– Pero puede que yo sí quiera hacerlo -dijo 3Jane, y se inclinó para besarle la frente, apartándole el pelo con una mano tibia. Había manchas de sangre en su pálido djellabá.

– ¿Dónde ha ido? -preguntó Molly.

– Tal vez otra inyección -dijo 3Jane, irguiéndose-. Estaba impaciente por que llegaras. Creo que podría ser divertido cuidarte hasta que sanes, Molly. -Sonrió, limpiándose distraídamente en la bota la mano ensangrentada. Habrá que escayolarte la pierna, pero podremos hacerlo.

– ¿Y Peter?

– Peter. -3Jane sacudió levemente la cabeza. Un mechón de pelo oscuro le cayó sobre la frente. – Peter se ha puesto bastante aburrido. Me parece que en general las drogas son aburridas. -Rió entre dientes. -Al menos en los demás. Mi padre fue un consumidor empedernido, como te habrás dado cuenta.

Molly se puso tensa.

– No te alarmes. -3Jane se acarició la piel de la cintura, por encima de los pantalones de cuero.- Se suicidó porque yo manipulé los márgenes de seguridad de su congelación. Nunca llegué a encontrarme con él, ¿sabes? Fui decantada después de que lo pusieran a dormir por última vez. Pero sí que lo conocía. Los núcleos lo saben todo. Vi cómo mató a mi madre. Te lo mostraré cuando estés mejor. La estrangula en la cama.

– ¿Por qué la mató? -El ojo no vendado enfocó el rostro de la muchacha.

– Él no podía aceptar el rumbo por el que ella quería llevar a la familia. Fue ella quien encargó la construcción de las inteligencias artificiales. Era toda una visionaria. Nos imaginó en una simbiosis con las IA, que se encargarían de las decisiones empresariales. De nuestras decisiones conscientes, mejor dicho. Tessier-Ashpool sería inmortal, una colmena, cada uno de nosotros una pieza de una entidad mayor. Fascinante. Te pasaré las cintas; casi mil horas. Pero en realidad nunca llegaré a entenderla, y cuando murió todo se perdió con ella. Nos desorientamos, comenzamos a cavar en nosotros mismos. Ahora apenas aparecemos. Yo soy la excepción.

– Dijiste que trataste de matar a tu padre. ¿Manipulaste sus programas criogénicos?

3Jane asintió.

– Tuve ayuda. De un fantasma. Eso era lo que pensaba cuando era muy joven, que en los núcleos de la empresa había fantasmas. Voces. Una de ellas, la del que tú llamas Wintermute, que es el código Turing de nuestra IA en Berna, aunque la que te está manipulando es una especie de subprograma.

– ¿La que me está manipulando? ¿Hay más?

– Una más. Pero ésa no me habla desde hace años. Se dio por vencida, supongo. Sospecho que en ambas culminaron ciertas capacidades que mi madre había hecho diseñar en el software original; pero cuando le parecía necesario era una mujer extremadamente discreta. Toma. Bebe. -Puso un tubo de plástico flexible entre los labios de Molly.- Agua. Sólo un poco.

– Jane, cariño -preguntó Riviera animadamente, fuera del campo de visión de Molly-, ¿te estás divirtiendo?

– Déjanos en paz, Peter.

– Jugando a los doctores… -De pronto Molly se encontró mirando su propia cara, la imagen suspendida a diez centímetros de su nariz. No había ninguna venda. El implante izquierdo estaba hecho añicos, un largo fragmento de plástico plateado, hundido profundamente en una cavidad ocular que parecía un invertido estanque de sangre.

– Hideo -dijo 3Jane, acariciando el estómago de Molly-, hazle daño a Peter si no nos deja tranquilas. Vete a nadar, Peter.

La proyección desapareció.

07:58:40, en la oscuridad del ojo vendado.

– Dijo que tú conoces el código. Peter lo dijo. Wintermute necesita el código. -De pronto Case tuvo conciencia de la llave de Chubb, sujeta a una cinta de nailon, contra la curva interior del pecho izquierdo de Molly.

– Sí -dijo 3Jane, retirando la mano-. Así es. Lo aprendí cuando era niña. Creo que lo aprendí en un sueño… O en momento de las mil horas de los diarios de mi madre. Pero creo que Peter tiene razón cuando me aconseja que no lo diga. Habría problemas con Turing, si entiendo bien todo esto, y los fantasmas son muy caprichosos.

Case desconectó.

– Es un bichito raro, ¿eh? -El finlandés sonrió a Case desde el anticuado Sony.





Case se encogió de hombros. Vio a Maelcum que volvía por el pasillo con la Remington en la mano. El sionita sonreía, moviendo la cabeza al compás de algún ritmo que Case no podía escuchar. Un par de finos cables amarillos iban desde las orejas hasta un bolsillo lateral de la chaqueta sin mangas.

– El sonido dub de allá, hombre -dijo Maelcum.

– Estás loco de remate -le dijo Case.

– Suena bien, hombre. El dub de los justos.

– Eh, vosotros -dijo el finlandés-. A moverse. Aquí llega vuestro transporte. No será un truco tan bueno como el de la imagen que engañó al portero, pero puedo llevaros hasta las habitaciones de 3Jane.

Case estaba desenchufando el adaptador cuando el vehículo de servicio apareció girando, vacío, bajo el poco elegante arco de hormigón que señalaba el otro extremo del pasillo. Tal vez fuera el que había llevado a los africanos, pero los hombres ya no estaban allí. Justo detrás del asiento bajo y acolchado, con los pequeños manipuladores prendidos en el tapiz, el diodo rojo del pequeño Braun guiñaba a intervalos regulares.

– El bus nos espera -dijo Case a Maelcum.

20

HABÍA VUELTO A PERDER la rabia. La echaba de menos.

El pequeño vehículo estaba atestado: Maelcum, la Remington sobre las rodillas, y Case, la consola y la estructura contra el pecho. El carrito se desplazaba a velocidades para las que no había sido diseñado; cargado a tope, amenazaba con volcar en las esquinas. Maelcum se inclinaba en el mismo sentido de las curvas. No era un problema cuando el aparato doblaba a la izquierda, pues Case iba sentado en la derecha, pero al doblar hacia la derecha, el sionita tenía que inclinarse por encima de Case y su equipo, y lo aplastaba contra el asiento.

No tenía idea de dónde estaban. Todo le parecía familiar, pero no estaba seguro de haberlo visto antes.

En un serpenteante vestíbulo forrado de escaparates de madera se exhibían colecciones que jamás había visto: cráneos de grandes aves, monedas, máscaras de plata trabajada. Los seis neumáticos del vehículo de servicio rodaban silenciosos sobre las capas de alfombras. Sólo se oía el gemido del motor eléctrico y un débil y ocasional estallido de música sionita en los auriculares de Maelcum, cuando éste se arrojaba sobre Case para contrarrestar un giro a la derecha demasiado cerrado. La consola y la estructura presionaban constantemente contra la cadera de Case el shuriken que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Tienes hora? -preguntó a Maelcum.

El sionita sacudió sus mechones. -El tiempo es tiempo. -Cristo -dijo Case, y cerró los ojos.

El Braun trotaba sobre el ondulante suelo de alfombras. Tocó con una garra acolchada una desmesurada puerta rectangular de golpeada madera oscura. Tras ellos, el vehículo zumbó un instante y despidió chispas azules por la rejilla de un panel. Las chispas alcanzaron la alfombra que estaba debajo y Case sintió un olor a lana chamuscada.

– ¿Es por aquí, hombre? -Maelcum miró la puerta de soslayo y soltó el seguro del rifle.

– Eh -dijo Case, más para sí que para Maelcum-, ¿te crees que lo sé? -El cuerpo esférico del Braun dio media vuelta y el diodo empezó a titilar.

– Quiere que abras la puerta -dijo Maelcum, asintiendo con la cabeza.

Case dio un paso adelante y tanteó el ornamentado pomo de bronce. Montada en la puerta, a la altura de los Ojos, había una placa de bronce, tan antigua que las letras grabadas en ella eran un código ilegible y enmarañado: el nombre de un funcionario o de una función, desaparecidos hacía tiempo, lustrados hasta el olvido. Se preguntó vagamente si la Tessier-Ashpool había escogido cada parte de Straylight por separado, o si las habían comprado en un único lote a algún vasto equivalente europeo de la Metro-Holografix. Los goznes de la puerta crujieron plañideramente. Maelcum pasó primero, con la Remington apoyada en la cadera y apuntando hacia adelante.

– Libros -dijo Maelcum.

La biblioteca, las blancas estanterías de acero con sus etiquetas.

– Yo sé dónde estamos -dijo Case. Volvió la vista hacia el vehículo de servicio. Un rizo de humo se elevaba desde la alfombra-. Vamos -dijo-. Coche… ¡Coche! -El vehículo permaneció inmóvil. El Braun le pellizcaba los tejanos y le mordisqueaba los tobillos. Case resistió una fuerte tentación de patearlo.- ¿Sí?

El microliviano cruzó la puerta con un ruido mecánico. Case lo siguió.

El monitor que había en la biblioteca era otro Sony, tan antiguo como el primero. El Braun se detuvo debajo y ejecutó una suerte de baile.

– ¿Wintermute?

Los rasgos familiares llenaron la pantalla. El finlandés sonrió.

– Es hora de entrar, Case -dijo el finlandés con los ojos fruncidos por el humo del cigarrillo-. Vamos, conecta.

El Braun se arrojó contra el tobillo de Case y comenzó a subir pierna arriba, mordiéndole la carne con los manipuladores a través de la delgada tela negra. -¡Mierda! -Lo apartó de un manotazo arrojándolo contra la pared. Dos de las extremidades del Braun empezaron a pistonear repetida y fútilmente, bombeando aire.- ¿Qué le pasa al maldito aparato?

– Se quemó -dijo el finlandés-. Olvídalo. No hay problema. Conecta ya.

Había cuatro zócalos bajo la pantalla, pero sólo uno aceptaba el adaptador Hitachi.

Conectó.