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– Ca… tu socio. Colega. ¿Qué pasa, viejo?

– Buena pregunta.

– ¿Recuerdas haber estado aquí hace un segundo?

– No.

– ¿Sabes cómo funciona una matriz de personalidad ROM?

– Claro, hermano, es una estructura firmware.

– Entonces, si la conecto al banco que estoy usando, ¿puedo darle una memoria secuencias, de tiempo real?

– Supongo que sí -dijo la estructura.

– Está bien, Dix. Eres una estructura ROM. ¿Entiendes?

– Si tú lo dices… -dijo la estructura-. ¿Quién eres?

– Case.

– Miami -dijo la voz-, aprendiz, estudios rápidos.

– Bien. Y para empezar, Dix, tú y yo vamos a metemos en la retícula de Londres para pinchar un poco de información. ¿Te apuntas?

– ¿Quieres decir que puedo elegir, muchacho?

6

– LO QUE TÚ NECESITAS es un paraíso -recomendó el Flatline cuando Case le explicó la situación-. Verifica Copenhague, los alrededores de la sección universitaria. -La voz recitaba coordenadas a medida que Case tecleaba en la consola.

Encontraron su paraíso, un «paraíso de piratas», en el desordenado límite de una retícula académica de baja seguridad. A primera vista parecía el tipo de graffiti que los operadores novatos dejaban a veces en las conexiones de las redes, tenues glifos de luz coloreada que reverberaban contra los confusos contornos de una docena de escuelas de arte.

– Allí -dijo el Flatline-, la azul. ¿La distingues? Es un código de entrada para Bell Europa. Es nueva, además. Bell entrará pronto y leerá todo el maldito listado, cambiará todos los códigos. Los chicos robarán los nuevos mañana.

Case tecleó la entrada a la Bell Europa y pasó a un código telefónico normal. Ayudado por Flatline, conectó con la base de datos de Londres que, según Molly, era la de Armitage.

– Espera -dijo la voz-. Deja que lo haga yo. -El Flatline comenzó a entonar una serie de cifras que Case iba tecleando en la consola, tratando de reproducir las pausas con que la estructura indicaba la secuencia temporal. Tuvo que intentarlo tres veces.

– Gran cosa -dijo el Flatline-. No hay nada de hielo.

– Explora esa mierda -dijo Case al Hosaka-. Filtra la historia personal del propietario.

Los garabatos neuroelectrónicos del paraíso desaparecieron, desplazados por un rombo de luz blanca. -Lo que hay aquí sobre todo son grabaciones de vídeo de juicios militares de la posguerra -dijo la lejana voz del Hosaka-. La figura central es la del coronel Willis Corto.

– Muéstrala de una vez -dijo Case.

El rostro de un hombre llenó la pantalla. Los ojos eran los de Armitage.

Dos horas después, Case cayó junto a Molly sobre el colchón y dejó que la espuma se le amoldase al cuerpo.

– ¿Encontraste algo? -preguntó ella con voz pastosa por el sueño y las drogas.

– Te lo diré más tarde -dijo Case-, estoy molido. -Se sentía confundido y con dolor de cabeza. Permaneció allí, con los ojos cerrados, e intentó ordenar las diversas partes de una historia acerca de un hombre llamado Corto. El Hosaka había clasificado y resumido una magra compilación de datos, pero había muchas lagunas. Parte del material eran registros impresos que pasaban fugazmente por la pantalla, y Case había tenido que pedirle al ordenador que los leyese por él. Otros segmentos eran grabaciones en audio de Puño Estridente.

Willis Corto, coronel, había descendido como una sonda a través de un punto ciego de las defensas rusas que protegían Kirensk. Los módulos habían creado el agujero con bombas pulsátiles, y el equipo de Corto penetró en los micros de las Alas Nocturnas, tensas a la luz lunar y que se reflejaban como crestas de plata en las aguas de los ríos Angara y Podhame

– Vaya si te manipularon, jefe -dijo Case. Molly se movió junto a él.

Los micros no llevaban armas; se las habían quitado para compensar el peso de un operador de consola, un tablero prototipo y un programa viral llamado Topo IX; el primer virus verdadero de la historia de la cibernética. Corto y su equipo habían pasado tres años preparando el programa. Ya habían atravesado el hielo y estaban listos para inyectar el Topo IX cuando los empos dejaron de funcionar. Las armas pulsátiles rusas dejaron a los jinetes en oscuridad electrónica, destruyeron los sistemas de los Alas Nocturnas, y borraron los circuitos de vuelo.

Entonces, los láseres de infrarrojos detectaron los aviones de asalto, frágiles y transparentes al radar, y Corto y el fallecido operador de consola cayeron desde el cielo siberiano. Cayeron y cayeron…





Aquí aparecían lagunas en la historia, y Case estudió unos documentos sobre el vuelo de una nave rusa requisada que logró llegar a Finlandia. Cuando aterrizó al alba en un bosque de cipreses, fue destruida por un anticuado cañón de veinte milímetros, manejado por un equipo de reservistas que estaba de guardia. Para Corto, Puño Estridente había terminado en las afueras de Helsinki, rodeado de paramédicos finlandeses que lo sacaron del helicóptero serruchando sus retorcidas entrañas metálicas. La guerra terminó nueve días después, y Corto fue trasladado a una instalación militar en Utah, ciego, sin piernas y sin la mayor parte de la mandíbula. El funcionario del Congreso tardó once meses en encontrarlo. Escuchó el gorgoteo de unos tubos de desagüe. En Washington y en McLean, los juicios farsa ya habían comenzado. El Pentágono y la CIA estaban pasando por un proceso de balcanización, de desmantelamiento parcial, y una investigación del Congreso se había centrado en Puño Estridente. La cosa estaba madura para un Watergate, había dicho el funcionario a Corto.

Necesitaría ojos, piernas y un extenso trabajo cosmético, dijo el funcionario, pero eso podía arreglarse. Cañerías nuevas, añadió el hombre, apretando el hombro de Corto a través de la sábana mojada de sudor.

Corto escuchó el suave e inexorable goteo. Dijo que prefería testimoniar tal como estaba.

No, explicó el funcionario, los juicios se estaban televisando. Era preciso que llegaran al elector. El funcionario tosió cortésmente.

Reparado y reequipado, Corto recitó un testimonio minucioso, emocionante, lúcido y en gran medida inventado por una camarilla del Congreso interesada en determinados sectores de la infraestructura del Pentágono. Gradualmente, Corto comprendió que su testimonio había salvado las carreras de tres oficiales que habían ocultado ciertos informes sobre la construcción de las instalaciones empo en Kirensk.

Terminado su papel en los juicios, ya nadie lo quería en Washington. En un restaurante de la calle M, frente a un plato de canelones de espárragos, el funcionario explicó el peligro terminal que implicaba hablar con la gente equivocada. Corto le estrujó la laringe con los rígidos dedos de la mano derecha. El funcionario del Congreso murió estrangulado, con el rostro hundido en los canelones, y Corto salió al fresco septiembre de Washington.

Trepidante, el Hosaka revisó informes policiales, registros de espionaje industrial, y archivos de noticias. Case observó a Corto mientras negociaba con posibles desertores de empresas en Lisboa y Marrakesh. La idea de la traición parecía obsesionarle, y aborrecía a los científicos y técnicos que él mismo sobornaba. Borracho, en Singapur, mató a golpes a un ingeniero ruso en un hotel e incendió la habitación.

Después apareció en Tailandia como capataz en una fábrica de heroína. Luego, como reclutador para un cartel californiano de juegos de azar, y como asesino a sueldo en las ruinas de Bo

Un día, dijo, en un segmento grabado que olía a interrogatorio químico, todo se había puesto gris.

Registros médicos traducidos del francés explicaban que un hombre sin identificación había sido llevado a una clínica de salud mental en París, y que se le había diagnosticado esquizofrenia. Se convirtió en catatónico y lo enviaron a una institución estatal en las afueras de Toulon. Fue parte de un programa experimental que intentaba revertir la esquizofrenia mediante modelos cibernéticos. Una selección aleatoria de pacientes fue provista de microordenadores, y, con la ayuda de estudiantes, se estimuló a los pacientes a que los programaran. El hombre se curó, el único caso con éxito de todo el experimento.

Hasta allí llegaba el registro.

Case se dio vuelta sobre el colchón, molestando a Molly, que lo maldijo en voz baja.

Sonó el teléfono. Lo trajo hasta la cama. -¿Sí?

– Nos vamos a Estambul -dijo Armitage-. Esta noche.

– ¿Qué quiere el bastardo? -preguntó Molly.

– Dice que esta noche nos vamos a Estambul.

– Qué maravilla.

Armitáge estaba leyendo números de vuelos y horas de salida.

Molly se incorporó y encendió la luz.

– ¿Y mi equipo? -preguntó Case-. Mi consola.

– El finlandés se encargará -dijo Armitage, y colgó.

Case observó a Molly mientras ella empacaba. Tenía sombras oscuras bajo los ojos, pero aun con a escayola parecía que estuviese bailando. Ni un movimiento superfluo. La ropa de Case era una pila desordenada junto a la otra maleta.

– ¿Te duele? -le preguntó.

– No me vendría mal otra noche en lo de Chin.

– ¿Tu dentista?

– Exactamente. Es muy discreto… Es dueño de la mitad del negocio, una clínica completa. Repara samurais. -Estaba cerrando la cremallera de la maleta. – ¿Has estado alguna vez en Estambul?

– Una vez, un par de días.

– Nunca cambia -dijo ella-. Mala ciudad.

– Fue así cuando fuimos a Chiba -dijo Molly, mirando por la ventanilla del tren un devastado paisaje industrial lunar; en el horizonte unos faros rojos advertían a los aviones que no se acercasen a una planta de fusión-. Estábamos en Los Ángeles. Él entró y dijo: Haz las maletas; tenemos pasajes para Macao. Cuando llegamos jugué al fantán en el Lisboa, y él fue a Zhongshan. Al día siguiente, yo estaba jugando al fantasma contigo en Night City. -Sacó un pañuelo de seda de la manga de la chaqueta negra y se limpió los implantes. El paisaje del norte del Ensanche despertaba en Case confusos recuerdos de infancia, hierba seca en las grietas de cemento de la autopista.

El tren comenzó a perder velocidad diez kilómetros antes de llegar al aeropuerto. Case contempló el amanecer sobre un paisaje de infancia, sobre la escoria y las oxidadas carcasas de las refinerías.