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La clientela de Smith incluía a un multimillonario de Tokio cuya pasión por los robots mecánicos rayaba en el fetichismo. Smith se encogió de hombros, mostrando a Jimmy la palma de las manos en un gesto tan viejo como su profesión. Podía intentarlo, dijo, pero dudaba que pudiese sacar mucho a cambio.

Cuando Jimmy se marchó, habiendo dejado la cabeza, Smith la examinó detenidamente y descubrió ciertas marcas. Terminó por averiguar que era el resultado de una insólita colaboración entre dos artesanos de Zurich, un experto en esmaltes de París, un joyero holandés y un diseñador de chips de California. Averiguó también que había sido encargada por Tessier-Ashpool S.A.

Smith comenzó a tantear al coleccionista de Tokio, intuyendo que estaba en la pista de algo notable.

Y luego recibió una visita, una visita no anunciada, de alguien que atravesó el complicado laberinto de seguridad de Smith como si no existiese. Un hombre pequeño, japonés, de extremada cortesía, que tenía todos los rasgos de un asesino ninja cultivado in vitro. Smith permaneció sentado, mirando fijamente los tranquilos y marrones ojos de la muerte al otro lado de una pulida mesa de palo de rosa de Vietnam. Con suavidad, casi excusándose, el asesino clónico explicó que era su deber encontrar y recuperar cierta obra de arte, un mecanismo de gran hermosura, que habían robado de la casa de su amo. Había llegado a averiguar, dijo el ninja, que tal vez Smith supiera algo de este objeto.

Smith dijo al hombre que no tenía deseos de morir y trajo la cabeza. ¿Y cuánto, preguntó el visitante, esperaba usted obtener por la venta de este objeto? Smith mencionó una cifra muy inferior al precio que hubiese deseado pedir. El ninja extrajo un chip de crédito y transfirió a Smith esa suma sacándola de una cuenta numerada suiza. ¿Y quién, preguntó el hombre, le trajo esta pieza?

Smith se lo dijo. Pocos días después, Smith se enteraba de la muerte de Jimmy.

– Fue entonces cuando yo aparecí -continuó el finlandés-. Smith sabía que yo negociaba con la gente de Memory Lane, y es allí donde uno va en busca de información discreta, que no pueda ser rastreada. Contraté a un vaquero. Yo era el intermediario, así que me quedé con un porcentaje. Smith era un tío ciudadoso. Acababa de pasar por una extraña experiencia de negocios y había salido ganando, pero había algo que no cuadraba. ¿Quién había sacado el dinero de la cuenta suiza? ¿Yakuza? No podía ser. Ellos tienen un código muy rígido para cubrir este tipo de situaciones, y además matan siempre al beneficiario. ¿Sería un asunto fantasma? A Smith no le parecía. Los negocios fantasmas tienen una vibración especial; llega un momento en que no pueden pasar inadvertidos. Bueno, hice que mi vaquero fisgonease en los cementerios de noticias hasta que encontrarnos a la Tessier-Ashpool en litigio. El caso no era lo que importaba, pero descubrimos quiénes eran los abogados. Luego rastreó el hielo de los abogados y obtuvimos la dirección de la familia. Vaya información…

Case alzó las cejas.

– Freeside -dijo el finlandés-. El huso. Resulta que son dueños de prácticamente todo. Lo interesante fue lo que supimos cuando el vaquero buscó información en los cementerios de noticias y preparó un resumen. Organización familiar. Estructura empresarial. Se supone que una sociedad anónima tiene acciones en venta, pero desde hace más de cien años no se ha vendido una sola acción de Tessier-Ashpool en el mercado libre. En ninguna bolsa, que yo sepa. Estamos hablando de una familia de órbita alta de primera generación, muy excéntrica, muy discreta, que se maneja como una sociedad corporativa. Mucho dinero, muy recelosa de la prensa. Mucho clonaje. La ley orbital es mucho más tolerante con la ingeniería genética, ya lo sabéis. Y es difícil llegar a saber cuál generación o combinación de generaciones está en el poder en un momento determinado.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Molly.

– Tienen su propio equipo criogénico. Incluso bajo la ley orbital uno está legalmente muerto mientras dure la congelación. Parece que se turnan, aunque hace unos treinta años que no se sabe nada del fundador. En cuanto a su esposa, murió en un accidente de laboratorio…

– Bueno, ¿y qué pasó con tu traficante?

– Nada. -El finlandés frunció el ceño.- Abandonó. Echamos un vistazo a la increíble maraña de apoderados que tienen los de T-A, y eso fue todo. Jimmy tuvo que haber entrado en Straylight; robó la cabeza, y la Tessier-Ashpool envió al ninja tras él. Smith decidió olvidarlo todo. Quizás fue listo. -Miró a Molly.- La Villa Straylight. La punta del huso. Estrictamente privada.

– ¿Crees que son los dueños del ninja, finlandés? -preguntó Molly.

– Así lo creía Smith.

– Claro -dijo ella-. ¿Y qué le habrá pasado al ninjita?

– Tal vez lo guardaron en hielo. Descongelar antes de usarlo.

– Bien -dijo Case-, sabemos que Armitage recibe la mercancía de una IA llamada Wintermute. ¿Qué ganamos con eso?

– Nada, todavía -dijo Molly-. Pero ahora tienes un trabajito. -Sacó del bolsillo una hoja de papel doblada y se la dio. Case la desplegó. Coordenadas de reticulado y códigos de entrada.

– ¿De quién se trata?

– De Armitage. Una base de datos. Se la compré a los Modernos. Un negocio aparte. ¿Dónde está?

– En Londres -dijo Case.





– Métete. -Se echó a reír.- Gánate el pan, para variar.

Case estaba esperando un trans-EMBA local en el concurrido andén. Hacía horas que Molly había regresado a la buhardilla; llevaba la estructura del Flatline en el bolso verde, y desde entonces Case había estado bebiendo sin interrupción.

Trastornaba pensar en el Flatline como una estructura: una cassette de circuitos ROM que reproducía las habilidades, obsesiones y reflejos de un muerto… El trans-EMBA llegó con un estruendo sobre la negra cinta de inducción, y un polvo de hollín se filtró por las grietas del techo del túnel. Arrastrando los pasos, Case fue hasta la puerta más cercana, y ya a bordo del tren, observó a los demás pasajeros. Dos miembros de la Iglesia de la Ciencia Cristiana, de aspecto predatorio, se acercaban a un trío de jóvenes técnicas administrativas que llevaban en las muñecas unas idealizadas vaginas holográficas; un color rosado húmedo que brillaba bajo la cruda iluminación. Las técnicas se mordían nerviosas los labios y observaban a los de la Ciencia Cristiana con ojos metálicos y entornados. Parecían animales altos y exóticos de la sabana, meciéndose gráciles e inconscientes, siguiendo el vaivén del tren, los tacones altos como cascos lustrosos sobre el metal gris del suelo del vagón. Antes de que pudiesen salir en estampida, alejándose de los misioneros, el tren llegó a la estación de Case.

Case bajó y vio un cigarro holográfico blanco suspendido junto a la pared de la estación; debajo la palabra FREESIDE pulsaba en retorcidas letras mayúsculas que querían parecer caracteres japoneses. Caminó entre la multitud y se detuvo bajo el holograma, estudiándolo. ¿POR QUÉ ESPERAR?, latía el aviso. Un huso blanco y romo, con rebordes e incrustaciones: reticulados radiadores, muelles, cúpulas. Había visto el anuncio, y otros semejantes, miles de veces. Nunca le había llamado la atención. La consola podía ponerlo en contacto con los bancos Freeside tan fácilmente como cuando entraba en Atlanta. Viajar era una cuestión carnal. Pero esta vez advirtió el pequeño signo, del tamaño de una moneda, en la esquina inferior izquierda de la trama luminosa del aviso: T-A.

Regresó a la buhardilla, recordando a Flatline. Cuando tenía diecinueve años, había pasado parte del verano en el Gentleman Loser, bebiendo sin prisas la cerveza más cara y observando a los vaqueros. Nunca había tocado una consola, pero sabía lo que quería. Había entonces otros veinte esperanzados rondando el Loser, aquel verano, cada uno decidido a trabajar como asistente de un vaquero. No había otra forma de aprender.

Todos habían oído hablar de Pauley, el jinete de los suburbios de Atlanta, que había sobrevivido a la muerte cerebral detrás del hielo negro. El rumor -débil, callejero, y el único que se oía- decía sólo que Pauley había logrado lo imposible. -Fue algo grande -le dijo a Case otro aspirante a cambio de una cerveza-, pero ¿quién sabe qué? Me dicen que quizás fue una red de nóminas brasileña. De todas formas, el tío estaba muerto, muerte cerebral completa. -Case miró en el otro extremo del bar a un fornido hombre en mangas de camisa; tenía algo de plomizo en el color de la piel.

– Muchacho -le diría el Flatline, meses después, en Miami-, yo soy como uno de esos jodidos lagartijones, ¿sabes? Esos que tenían dos malditos cerebros, uno en la cabeza y otro en la cola para mover las patas de atrás. Podías pegarles, darles justo en la cabeza negra, pero el viejo cerebro trasero seguía funcionando.

La elite de vaqueros del Loser evitaba a Pauley a causa de alguna extraña ansiedad grupal, casi una superstición. McCoy Pauley, el lázaro del ciberespacio…

Y al final fue el corazón lo que acabó con él. El corazón ruso, un excedente militar que le habían implantado en un campo de prisioneros durante la guerra. Se había negado a cambiárselo, diciendo que necesitaba ese latido particular para conservar el sentido del tiempo.

Case jugueteó con la hojita de papel que le había dado Molly, y subió escaleras arriba.

Molly roncaba sobre el colchón de espuma. Un escayolado transparente le subía desde la rodilla hasta pocos centímetros de la entrepierna; bajo el rígido plástico microporoso la piel estaba manchada de hematomas, un sombreado negro que se diluía en un repugnante amarillo. Ocho dermos de diferente tamaño y color le corrían en una nítida línea por la muñeca izquierda. Al lado había una unidad transdérmica Akai de finos cables rojos conectados a trodos de entrada bajo la escayola.

Encendió el tensor que estaba junto al Hosaka. El nítido círculo de luz cayó directamente sobre la estructura del Flatline. Metió algo de hielo, conectó la estructura, y se sentó a trabajar.

Tuvo la clara sensación de que alguien leía por encima de su hombro.

Tosió. -¿Dix? ¿McCoy? ¿Eres tú, viejo? -Sentía un nudo en la garganta.

– Oye, hermano -dijo una voz sin dirección.

– Es Case, viejo. ¿Recuerdas? -Miami, aprendiz, estudios rápidos.

– ¿Qué es lo último que recuerdas antes de que te hablara, Dix?

– Nada.

– Espera. -Desconectó la estructura. La presencia había desaparecido. La conectó de nuevo.- ¿Dix? ¿Quién soy?

– Me tienes confundido. ¿Quién diablos eres?