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LLOVIA EN BEYOGLU, y el Mercedes alquilado pasó frente a las ventanas enrejadas y oscuras de los precavidos joyeros griegos y armenios. La calle estaba prácticamente vacía, apenas unas escasas figuras envueltas en abrigos oscuros, volviéndose para mirar el automóvil.
– Antaño esto era el barrio próspero del Estambul otomano, donde vivían los europeos -ronroneó el Mercedes.
– Y ahora se ha venido abajo -dijo Case.
– El Hilton queda en la Cumhuriyet Cadessi -dijo Molly. Se arrellanó en la gamuza gris del tapizado.
– ¿Cómo es que Armitage vuela solo? -preguntó Case. Tenía dolor de cabeza.
– Porque lo irritas. También me irritas a mí.
Case quería contarle la historia de Corto pero decidió no hacerlo. En el avión se había puesto un dermo de sueño.
El camino desde el aeropuerto era absolutamente recto, como una nítida incisión que abría en dos la ciudad. Case había visto pasar las alocadas paredes de las chabolas de madera, los bloques de apartamentos, las arcologías, unos lúgubres proyectos de vivienda, más paredes de madera enchapada y metal corrugado.
El finlandés, en un traje shinjuku nuevo, negro sarariman, esperaba de mal humor en el vestíbulo del Hilton, como un náufrago en un sillón de pana en medio de un mar de alfombras de color.
– Jesús -dijo Molly-. Una rata vestida de ejecutivo.
Cruzaron el vestíbulo.
– ¿Cuánto te pagan por venir aquí, finlandés? -Molly dejó la maleta junto al sillón. – Apuesto a que no tanto como lo que te pagan por ponerte ese traje, ¿eh?
El finlandés retrajo el labio superior. -No lo suficiente, bombón. -Le dio una llave magnética con una etiqueta amarilla y redonda.- Ya estás registrada. El macho espera arriba. -Miró alrededor.- Esta ciudad es una auténtica mierda.
– Como te pongas agorafóbico te sacarán a patadas. Hazte a la idea de que estás en Brooklyn o algo. -Dio vueltas a la llave alrededor de un dedo.- ¿Estás aquí de valet o qué?
– Tengo que chequearle los implantes a un tipo -dijo el finlandés.
– ¿Qué pasa con mi consola? -preguntó Case.
El finlandés hizo una mueca. -Observa el protocolo. Pregúntale al jefe.
Los dedos de Molly se movieron bailando a la sombra de la chaqueta. El finlandés miró y asintió.
– Sí -dijo ella-. Sé quién es. -Señaló con la cabeza hacia los ascensores.- Vamos, vaquero. -Case la siguió cargando las dos maletas.
La habitación bien podría haber sido la misma de Chiba donde conociera a Armitage. Se acercó a la ventana, casi esperando ver la bahía de Tokio. Al otro lado de la calle había otro hotel. Era una mañana lluviosa. Algunos escribientes se habían refugiado en los portales, con los viejos grabadores envueltos en plástico transparente, prueba de que la palabra escrita aún tenía allí cierto prestigio. Era un país lento. Miró un sedán Citroën de color negro mate, una primitiva célula de conversión de hidrógeno, mientras regurgitaba a cinco oficiales turcos de aspecto hosco que vestían arrugados uniformes verdes. Entraron en el hotel de enfrente.
Volvió la vista hacia la cama, hacia Molly, y su palidez lo impresionó. Había dejado la escayola de microporos en la cama de la buhardilla junto al inductor transdérmico. Los lentes reflejaban parte del aparato de iluminación del cuarto.
Tomó el teléfono antes de que sonara por segunda vez. -Me alegra que ya estéis despiertos -dijo Armitage.
– Yo acabo de levantarme. La señora sigue dormida. Oiga, jefe, me parece que es hora de que charlemos un poco. Creo que trabajaría mejor si supiera algo más de lo que estoy haciendo.
Silencio en la línea, Case se mordió los labios.
– Sabes todo lo que necesitas saber. Tal vez más.
– ¿Le parece?
– Vístete, Case. Despiértala. Tendréis una visita dentro de quince minutos. Se llama Terzibashjian. -El teléfono baló suavemente. Armitage ya no estaba.
– Despiértate, nena -dijo Case-. Negocios.
– Hace una hora que estoy despierta. -Los espejos giraron.
– Está por llegar un tal Yersebastián.
– Tienes talento para los idiomas, Case. Apuesto a que eres de sangre armenia. Es el hombre que Armitage contrató para vigilar a Riviera. Ayúdame a levantarme.
Terzibashjian resultó ser un joven vestido con un traje gris y gafas esperadas de montura de oro. Llevaba una camisa blanca abierta al cuello; dejaba ver un colchón de pelo negro tan denso que al principio Case creyó que se trataba de una camiseta. Llegó con una bandeja negra del Hilton con tres pequeñas y aromáticas tazas de café y tres dulces orientales, pegajosos y de color pajizo.
– Debemos, como decís en vuestro idioma, tomarlo con mucha calma. -Parecía mirar a Molly con insistencia, pero terminó por quitarse las gafas plateadas. Los ojos eran de color castaño oscuro, lo mismo que el pelo de severo corte militar. Sonrió.- Mejor es así, ¿sí? Si no, nos quedamos en el túnel infinito, espejo contra espejo… Sobre todo tú -le dijo a ella-, ten cuidado. En Turquía se ve con malos ojos a las mujeres que lucen esas modificaciones.
Molly arrancó de un mordisco medio pastel.
– Es mi show, Jack -dijo con la boca llena. Masticó, tragó y se relamió-. He oído hablar de ti. Soplón de los militares, ¿verdad? -Metió perezosamente la mano en la chaqueta y sacó la pistola de dardos. Case no sabía que la tuviera.
– Con calma, por favor -dijo Terzibashjian, el dedal de porcelana blanca congelado a escasos centímetros de sus labios.
Molly extendió el arma. -Quizá te toquen los explosivos, muchos de ellos, o quizás te toque un cáncer. Un dardo especial, cara de culo. Pasarán meses antes de que lo sientas.
– Por favor. A esto vosotros lo llamáis apretarme las tuercas.
– Yo lo llamo una mala mañana. Ahora cuéntanos acerca de tu hombre y sal de aquí. -Volvió a guardar la pistola.
– Está viviendo en Fener, en el 14 de la Küchük Gülhane Djaddesi. Tengo su ruta de túnel; todas las noches hasta el bazar. Actúa más recientemente en el Yenishehir Palas Oteli, un sitio moderno y de estilo turistik, pero se las ha arreglado para que la policía muestre un cierto interés por el espectáculo. La administración del Yenishehir se ha puesto nerviosa. -Sonrió. Olía a alguna colonia metálica.
– Quiero saber acerca de los implantes -dijo ella, masajeándose el muslo-. Quiero saber exactamente qué es capaz de hacer.
Terzibashjian asintió con la cabeza. -Lo peor es, como se dice en vuestro idioma, lo subliminal. -Pronunció con cuidado cada una de las cuatro sílabas.
– A nuestra izquierda -dijo el Mercedes cuando se internaba en un laberinto de calles lluviosas- está el Kapali Carsi, el Gran Bazar.
Sentado junto a Case, el finlandés emitió un gruñido de aprobación, pero estaba mirando en la dirección equivocada. El lado derecho de la calle estaba bordeado de depósitos de chatarra. Case vio una locomotora desechada encima de unos pedazos de mármol veteado y manchado de herrumbre. Había también estatuas de mármol descabezadas, apiladas como leños.
– ¿Tienes nostalgia? -preguntó Case.
– Esto es una mierda -dijo el finlandés. Su corbata de seda negra empezaba a parecerse a una gastada cinta de máquina de escribir. Tenía manchas de salsa de kebab y huevo frito en las solapas del traje nuevo.
– Eh, Yerse -dijo Case al armenio, que estaba sentado detrás de ellos-. ¿Dónde fue que este tipo se hizo instalar el chisme?
– En Chiba City. No tiene pulmón izquierdo. El otro se lo han reforzado, ¿se dice así? Cualquiera puede comprar esos implantes, pero éste es más ingenioso. -El Mercedes hizo una maniobra abrupta al esquivar un carro de ruedas neumáticas cargado de cuero.- Lo he seguido en la calle y en un solo día he visto una docena de bicicletas caer cerca de él. Encuentras al ciclista en el hospital, siempre es la misma historia. Un escorpión en la palanca del freno…
– «Lo que ves es lo que obtienes», claro -dijo el finlandés-. He visto el esquema del silicio del tipo. Muy ostentoso. Como él se lo imagina, ¿entiendes? Supongo que podría reducirlo a una pulsación y quemar una retina fácilmente.
– ¿Se lo habéis contado a vuestra amiga? -Terzibashjian se inclinó hacia adelante entre las butacas de ultragamuza.- En Turquía las mujeres siguen siendo mujeres…
El finlandés bufó. -Ella te pondría las bolas de corbata si la mirases bizqueando.
– No entiendo esa expresión.
– No importa -dijo Case-. Significa cierra el pico.
El armenio volvió a acomodarse, dejando un metálico relente de colonia. Se puso a susurrar algo a un trans/receptor Sanyo en una extraña ensalada de griego, francés, turco y fragmentos aislados de inglés. El trans/receptor respondió en francés. El Mercedes dobló con suavidad en una esquina. -El bazar de las especias, a veces llamado el bazar egipcio -dijo el automóvil-, fue edificado sobre el emplazamiento de un bazar anterior construido por el sultán Hatice en 1660. Es el mercado principal de la ciudad para todo lo que sea especias, software, perfumes, drogas…
– Drogas -dijo Case, mirando el ir y venir de los limpiaparabrisas sobre el Lexan a prueba de balas-. ¿Qué fue lo que dijiste antes, Yersi, de que Riviera estaba enganchado?
– Sí, una mezcla de cocaína y meperidina. -El armenio volvió a su conversación con el Sanyo.
– Demerol, lo llamaban antes -dijo el finlandés-. Un maestro del pico. Con bonitos elementos te estás mezclando, Case.
– No importa -dijo Case subiéndose el cuello de la chaqueta-. Ya le conseguiremos un páncreas nuevo o algo al pobre diablo.
El humor del finlandés mejoró sensiblemente en cuanto entraron en el bazar, como si la densidad de la muchedumbre y la sensación de encierro lo reconfortaran. Caminaron junto al armenio a lo largo de un pasaje ancho, bajo láminas plásticas manchadas de hollín y una reja de hierro pintada de verde de la edad del vapor. Mil anuncios colgaban en el aire, retorciéndose y destellando.
– Jesús -dijo el finlandés, y apretó el brazo de Case-. Mira eso. -Señaló. – Es un caballo, hermano. ¿Has visto alguna vez un caballo?
Case miró el animal embalsamado y sacudió la cabeza.
Estaba expuesto sobre una especie de pedestal, cerca de la entrada de una tienda donde se vendían aves y monos. Décadas de manoseo habían e