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- ¡No soy ninguna irresponsable! Es una perrita muy cariñosa. No se me ocurriría dejar suelto un perro peligroso.

- Todos los perros son salvajes.

- ¡No, señora! -Basta, Lara. Estás hablando de una perra imaginaria-. Y además -añado cuando logro desasirme por fin-, estoy segura de que no está aquí, porque habría venido al oírme. Es muy obediente. De hecho, ganó un premio nacional. Así que será mejor que siga buscándola.

Y echo a caminar a toda prisa hacia la verja. Desde luego, Sadie no está aquí. Habría aparecido para contemplar el espectáculo.

- ¿De qué raza es? -me grita Sadie Williams-. ¿Qué clase de perro estamos buscando?

Ay, Dios.

- ¡Un pitbull! -grito por encima del hombro-. Pero es muy cariñosa, ya se lo he dicho.

Sin mirar atrás, cruzo la verja y vuelvo sobre mis pasos. De poco me ha servido mi brillante idea. Vaya pérdida de tiempo.

Me dejo caer en un banco y saco una barrita de chocolate. Ha sido una idiotez venir aquí. En cuanto me la coma, cojo un taxi y me vuelvo a Londres. No pensaré más en Sadie, y por supuesto no seguiré buscándola. Ya le he dedicado bastante tiempo. Quiero decir, ¿por qué habría de pensar en ella? Apuesto a que ella no piensa en mí.

Me termino el chocolate y me dispongo a marcar el número del radio taxi. Ya es hora de sacarme esta historia de la cabeza y de empezar una nueva vida libre de fantasmas.

Sin embargo.. .

Ay, Dios. Me vienen imágenes de la cara desolada de Sadie en el puente de Waterloo. Y oigo su voz lastimera: «Te importa un bledo lo que me pase.. . A nadie le importo.» Si me doy por vencida después de sólo tres días, tácitamente le daré la razón.

Me siento terriblemente frustrada: por ella, por mí misma, por toda la situación. Estrujo el envoltorio del chocolate y lo lanzo a la papelera. ¿Qué se supone que debo hacer? He buscado, buscado y buscado. Si hubiera venido cuando la llamé.. . Si me hubiera escuchado y no hubiera sido tan terca.. .

Un momento. Se me ocurre otra idea. Al fin y al cabo, tengo poderes, ¿no? Quizá debería usarlos. Invocarla para que venga del inframundo. O de Harrods. O de dondequiera que esté.

Vale. El último intento. Esta vez lo digo en serio.

Me levanto y me aproximo al pequeño estanque de la plaza. Estoy segura de que los estanques son puntos espirituales. Más que los bancos, en todo caso. En el centro hay un surtidor de piedra cubierto de musgo, y yo imagino a Sadie bailando alrededor, salpicando y dando grititos, hace muchísimos años, mientras un policía trata de arrastrarla fuera.

- Espíritus. -Extiendo los brazos con cautela. Una serie de ondas recorre la superficie del agua, aunque quizá sea el viento. No tengo ni idea de cómo se hace esto. Iré improvisando sobre la marcha-. Soy yo, Lara -salmodio con una voz sepulcral-. Amiga de los espíritus. Al menos, de un espíritu -me corrijo. No me gustaría que se me apareciera Enrique VIII-. Busco a.. . Sadie Lancaster -digo en tono trascendente.

Se hace un silencio, sólo turbado por el graznido de los patos. Quizá «buscar» no sea lo bastante enfático.

- Invoco a Sadie Lancaster -rectifico-. De las profundidades del mundo de los espíritus, la convoco con mi llamada. Yo, Lara Lington, la de los poderes sobrenaturales. Escuchad mi voz. Atended mi llamada. Espíritus, os lo suplico. -Me pongo a hacer aspavientos-. Si conocéis a Sadie, enviádmela. Enviádmela ahora.

Nada. Ni una voz, ni una visión, ni una sombra.

- ¡Muy bien! -Bajo los brazos-. ¡No vengas! No me importa. Tengo cosas mejores que hacer que quedarme aquí comunicándome con el inframundo. ¡Que te zurzan!

Me dejo caer en el banco y saco el móvil. Marco el número del radio taxi que me ha traído hasta aquí y pido que vengan a buscarme.

Ya está bien, qué caramba. Me largo.

La operadora me dice que el taxista me recogerá en diez minutos delante de la iglesia. Voy hacia allí, preguntándome si habrá una máquina de café en el vestíbulo. Pero está cerrada a cal y canto. Saco otra vez el móvil por si tengo algún mensaje, cuando algo me llama la atención. Un rótulo en una cerca: «Antigua Casa Parroquial.»

Supongo que aquí vivía en tiempos el párroco. Lo cual significa.. . que aquí vivía Stephen. Era el hijo de párroco, ¿no?

Miro más allá de la cerca con curiosidad. Es un viejo caserón gris con un sendero de grava y varios coches aparcados a un lado. Hay gente en la puerta, media docena de personas a punto de entrar. Los dueños deben de estar en casa.

El jardín se halla invadido de rododendros y árboles. Un sendero rodea la casa. Al fondo distingo un viejo cobertizo. Me gustaría saber si era allí donde Stephen pintaba. No me cuesta imaginarme a Sadie deslizándose por el sendero con los zapatos en la mano y los ojos brillantes al claro de luna.





El sitio rezuma una atmósfera especial, con ese viejo muro de piedra y la hierba crecida y la sombras del jardín. No parece que hayan introducido nada moderno. Aún conserva un aire intemporal. Me pregunto.. .

No. Para. Ya he arrojado la toalla, ¿no?

Pero tal vez.. .

No, no se habría metido ahí. Imposible. Es demasiado orgullosa. Ella misma dijo que nunca se comportaría como una pegajosa. Ni en un millón de años se dedicaría a merodear por la casa de un antiguo novio. Sobre todo, del antiguo novio que le rompió el corazón y que ni siquiera le escribió una carta. Es una idea absurda.

Pero mi mano ya está alzando el pestillo.

Éste es el último sitio donde busco. El último. En serio.

Me deslizo por el sendero mientras trato de inventarme una excusa. Nada de perros extraviados. ¿Qué tal si estoy haciendo un estudio sobre antiguas casas parroquiales, yo, una estudiante de arquitectura? Sí, eso. Mi tesina versa sobre «los edificios religiosos y las familias que los habitaban». En Birkbeck.

No, mejor Harvard.

Me acerco a la entrada y ya me dispongo a llamar al timbre cuando veo que la puerta está sólo ajustada. Entro con cautela y me encuentro en un vestíbulo con paredes revestidas de madera y parquet antiguo. Para mi sorpresa, tras una mesa cubierta de libros y folletos hay una mujer de pelo corto y pardusco, vestida con un grueso jersey escocés.

- Hola. -Sonríe como si mi presencia no la sorprendiera-. ¿Ha venido a hacer el tour?

¿El tour?

¡Todavía mejor! Podré deambular por la casa sin necesidad de excusas. No sabía que las casas parroquiales cobraran entrada hoy en día, aunque supongo que es lógico.

- Pues sí, por favor. ¿Cuánto es?

- Cinco libras.

¿Cinco libras? ¿Por ver una casa parroquial? Joder.

- Aquí tiene una guía. -Me da un folleto, pero ni siquiera lo miro. No es la casa lo que me interesa precisamente.

Me alejo de la mujer, entro en una sala llena de alfombras y sofás anticuados y echo un vistazo alrededor.

- ¿Sadie? -cuchicheo-. Sadie, ¿estás aquí?

- Aquí es donde Malory pasaba las veladas. -Doy un respingo. Vaya, la mujer me ha seguido.

- Ah, ya. -A saber quién demonios es Malory-. Precioso. Voy a ver esta parte.. . -Entro en el comedor adyacente, que parece el escenario para una película de época-. ¿Sadie?

- Éste era el comedor familiar.. .

Por el amor de Dios. Una debería tener derecho a hacer el tour sin que la sigan. Me acerco a la ventana y contemplo el jardín, por donde deambula la gente que he visto antes. Ni rastro de Sadie.

Ha sido una idea estúpida. Al fin y al cabo, ¿por qué habría de merodear por la casa del tipo que le rompió el corazón? Doy media vuelta para marcharme y tropiezo con la mujer, que estaba justo a mi espalda.

- Supongo que es usted una admiradora de su obra -dice con una sonrisa.

¿Obra? ¿De quién?

- Eh.. . sí. Claro. Una gran admiradora. Grandísima. -Echo una ojeada al folleto que tengo en la mano. «Bienvenido a la casa de Cecil Malory», reza el título, y debajo se ve un cuadro de unos acantilados.