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- ¿Sadie? -cuchicheo-. Sadie, ¿estás aquí?

No hay respuesta. Tendría que haber sabido que era una idea absurda. Será mejor que me vaya.

- ¡Allá vamos! -dice Gi

Apaga el televisor y las dos permanecemos inmóviles, esperando la música. Y entonces empieza a sonar. Una orquesta chirriante de los años veinte, interpretando una desenfadada melodía de jazz. No se oye demasiado y, al cabo de un momento, Gi

En la otra punta de la sala, un anciano sentado bajo una manta a cuadros escoceses, y con una bombona de oxígeno al lado, vuelve la cabeza. Poco a poco, todas las caras se van iluminando. Alguien empieza a tararear la melodía con voz temblorosa. Una mujer sigue el ritmo con la mano mientras su rostro se transfigura de placer.

- ¡Les encanta! -dice Gi

Se me hace un nudo en la garganta mientras los contemplo. Todos son Sadie por dentro, ¿no? Todos siguen viviendo en la veintena. El pelo blanco y las arrugas son sólo la superficie. El anciano de la bombona de oxígeno fue seguramente un galán de lo más elegante. Y esa mujer de ojos legañosos y mirada perdida tal vez fue una joven picara que no paraba de hacerles travesuras a sus amigos. Eran todos jóvenes: con sus amores, sus aventuras y sus fiestas, y con una vida interminable por delante.. .

Y entonces, mientras sigo mirando, ocurre algo muy raro. Es como si pudiera verlos tal como eran. Sus figuras jóvenes y vibrantes se desprenden de sus cuerpos, se sacuden la vejez y empiezan a bailar a un ritmo endiablado, alzando alegremente los talones, y tienen otra vez el pelo oscuro y los miembros ágiles. Se ríen, se cogen de las manos y echan la cabeza atrás, deleitándose con la música.. .

Parpadeo. La visión se ha desvanecido. Veo de nuevo la sala llena de ancianos inmóviles.

Le lanzo una mirada a Gi

El CD continúa sonando y sus ecos deben de llegar a todos los rincones de la residencia. Sadie no puede estar aquí. Ya habría venido a ver qué pasaba. Otra posibilidad tachada.

- ¡Ya sé lo que quería preguntarte! -dice Gi

El collar. En cierto modo, con Sadie desaparecida, ese asunto parece haber quedado muy lejos.

- No, no lo encontré. -Intento sonreír-. Una chica que está en París iba a enviármelo.. . Aún no he perdido la esperanza.

- ¡Pues crucemos los dedos!

- ¡Eso, ya los he cruzado! En fin, será mejor que me vaya. Sólo venía a saludar.

- Ha sido un placer volver a verte. Te acompaño.

Mientras cruzamos el vestíbulo, conservo en la retina la imagen de los ancianos, jóvenes y felices, bailando alegres. No puedo quitármela de la cabeza.

- Gi

- Sí -admite con tono prosaico-. Es uno de los peajes de este trabajo.

- ¿Y tú crees.. . ? -Toso, azorada-. ¿Crees en la otra vida? ¿Que hay espíritus que vuelven y todo eso?

Antes de que responda, mi móvil suena de un modo estridente. Gi

Lo saco y miro la pantalla: es mi padre.

Oh, Dios. ¿Por qué me llamará? Claro, se habrá enterado de que he dejado el trabajo. Estará de los nervios y querrá saber qué planes tengo. Y ni siquiera puedo pasar de la llamada con Gi

- Hola, papá -le digo deprisa-. Me pillas en medio de una conversación. ¿Puedo ponerte en espera un minuto?

Pulso una tecla y levanto otra vez la vista.

- Lo que me preguntas -dice Gi

- Eh.. . sí, supongo.

- ¿Hablando en serio? No, no creo. Me parece que está todo en nuestra mente. Son cosas que la gente quiere creer. Pero entiendo que sea un consuelo para quienes han perdido a sus seres queridos.

- Ya -asiento, asimilando sus palabras-. Bueno.. . adiós. Y gracias.

Se cierra la puerta y recorro la mitad del sendero antes de acordarme de papá. Cojo el teléfono.





- ¡Hola, papá! ¡Perdona por la espera!

- No, cariño. No me gusta molestarte en el trabajo.

¿En el trabajo? Entonces no sabe nada.

- ¡Claro! -digo, cruzando los dedos-. Desde luego. -Suelto una risita-. Aunque ahora mismo no estoy en el despacho.. .

- Quizá sea el momento apropiado entonces. -Titubea-. Ya sé que te sonará raro, pero he de hablar contigo de algo bastante importante. ¿Podemos vernos?

Capítulo 22

Esto es muy raro. No entiendo qué pasa.

Hemos quedado en encontrarnos en el Lingtons Café de Oxford Street, porque resulta céntrico y los dos lo conocemos. Y también porque, siempre que quedamos, papá propone Lingtons. Se mantiene fiel al tío Bill y, además, tiene la tarjeta Oro VIP de Lingtons, con la que puedes tomar café y comida gratis a cualquier hora y en cualquier local de la cadena. (Yo no; yo sólo tengo la tarjeta Amigos y Familia, con un cincuenta por ciento de descuento. Y no me quejo, que conste.)

Al llegar a la fachada de color blanco y chocolate me siento bastante atemorizada. Quizá papá tenga que darme una mala noticia. Como que mamá está enferma. O él.

E incluso si no es así, ¿qué voy a decirle de mi ruptura con Natalie? ¿Cómo reaccionará cuando comprenda que la loca de su hija ha invertido un montón de dinero en una empresa para retirarse a las primeras de cambio? Sólo de pensar en la expresión de disgusto que se le va a quedar (una vez más) me estremezco de pies a cabeza. Va a ser un golpe un tremendo. No puedo contárselo. Todavía no, no hasta que tenga un plan de acción.

Abro la puerta y aspiro el aroma a café, canela y cruasanes recién hechos. Las lujosas sillas de terciopelo marrón y las mesas relucientes son las mismas que hay en todos los locales de la cadena. El tío Bill sonríe feliz desde un póster descomunal colgado detrás de la barra. Hay un expositor con tazas, jarras de café y molinillos, todos con los colores distintivos blanco y chocolate. (Al parecer, nadie más tiene permitido usar ese matiz de marrón. Es propiedad de tío Bill.)

- ¡Lara! -Papá me saluda desde la cabecera de la cola-. ¡Justo a tiempo! ¿Qué quieres?

Parece contento. Quizá no esté enfermo.

- Hola -digo, dándole un abrazo-. Tomaré un lingtonccino y un sándwich de atún y queso.

En Lingtons no puedes pedir un capuchino. Tiene que ser un lingtonccino.

Papá hace el pedido y saca su tarjeta Oro VIP.

- ¿Qué es esto? -dice el tipo de la caja, con suspicacia-. Nunca he visto una igual.

- Pruebe a pasarla -dice papá con educación.

- Vaya. -El tipo contempla la pantalla con asombro y levanta la vista-. Es gratis.

- Siempre me siento un poco culpable al usar la tarjeta -me confiesa papá mientras recogemos la bandeja y buscamos una mesa-. Estoy privando al pobre Bill de sus legítimos beneficios.

¿Al pobre Bill? Me conmueve. Papá es demasiado bueno. Piensa en todo el mundo menos en sí mismo.

- Me parece que puede permitírselo. -Echo un vistazo irónico a la cara del tío Bill impresa en mi taza.

- Seguramente. -Sonríe y se fija en mis tejanos-. Vas vestida de un modo muy informal. ¿Es la nueva política del despacho?

Joder. No había pensado en eso.

- Es que.. . vengo de un seminario -improviso-. Y pidieron ropa informal. Era un juego de roles, ese tipo de cosas, ya sabes.

- ¡Fantástico! -dice, con un tono tan animoso que me arden las mejillas de remordimiento. Él abre la bolsita de azúcar, la vacía en el café y lo remueve-. Lara, quiero hacerte una pregunta.