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Quiero decir: no puedes desconectar así como así tus sentimientos, simplemente porque la otra persona lo haya hecho, ¿no? No puedes decir: «¡Ah, vale! O sea, que el plan es que no nos veamos nunca más, que no volvamos a hacer el amor ni nos comuniquemos de ninguna manera. ¡Qué idea más guay, Josh! ¿Cómo no se me había ocurrido antes?»

Y lo que pasa entonces es que tú pones por escrito tus sentimientos, sencillamente porque quieres compartirlos y, al cabo de medio minuto, tu ex novio ha cambiado de número y ha ido a contárselo a tus padres. ¡Menudo chivato!

- Lara, ya sé que estabas dolida en lo más hondo y que lo has pasado muy mal. -Papá se aclara la garganta-. Pero han pasado casi dos meses. Tienes que mirar hacia delante, cariño. Conocer a otros jóvenes, salir y divertirte…

Ay, Dios, no estoy preparada para otra de sus charlas sobre la cantidad de hombres que caerán rendidos a los pies de una belleza como yo. O sea, para empezar no hay hombres de verdad, eso lo sabe todo el mundo. Y una chica de metro cincuenta y pico con la nariz chata y paliducha tampoco es lo que se dice una belleza irresistible.

Vale, sí, ya sé que doy el pego a veces. Tengo la cara en forma de corazón, unos ojos verdes bien separados y algunas pecas alrededor de la nariz. Y para acabar de rematarlo, unos labios llenos y sensuales que no tiene nadie más en la familia. Pero, en fin, no soy una supermodelo.

- ¿Eso fue lo que hiciste cuando mamá y tú rompisteis aquella vez en Polzeath? ¿Salir y conocer a otra gente?

No he podido resistir la tentación, aunque esa historia ya esté muy trillada. Papá suspira y le lanza una mirada a mamá.

- No deberíamos habérselo contado nunca -murmura ella, restregándose la frente-. Ni siquiera mencionárselo.

- Porque si lo hubierais hecho -continúo, implacable-, no os habríais reconciliado, ¿cierto? Papá jamás te habría dicho que él era el arco de tu violín y no os habríais casado.

Esa frase del arco y el violín se ha convertido en un clásico del folclore familiar. He oído la historia un millón de veces. Papá llegó a casa de mamá todo sudado, porque había ido en bicicleta; ella había estado llorando, pero simuló que era un resfriado. La abuela les preparó un té con mantecados. (No sé por qué los mantecados son tan importantes, pero siempre salen en el relato.)

- Lara, cariño -suspira mamá-. Eso fue muy distinto. Llevábamos juntos tres años, estábamos prometidos…

- ¡Claro! Ya sé que era distinto. Lo único que digo es que la gente a veces se reconcilia. A veces pasa.

Se hace un silencio.

- Siempre has sido una romántica, Lara… -empieza papá.

- ¡No soy una romántica! -exclamo como si fuera el peor insulto del mundo. Miro fijamente la alfombra y restriego el pelo con las puntas de los pies, pero los veo de reojo, cada uno diciéndole al otro con los labios que intervenga y diga algo. Mamá niega con la cabeza y lo apunta con un dedo, como diciendo: «¡Habla tú!»

- Cuando rompes con alguien -empieza él otra vez-, es fácil mirar atrás y creer que la vida sería perfecta si volvieras con esa persona. Pero…

Ahora va a decirme que la vida es como una escalera mecánica. He de cortarlo. Rápido.

- Escucha, papá. -No sé cómo, pero consigo adoptar mi tono más sereno-. No has entendido nada. Lo que pretendo no es volver con Josh. -Procuro decirlo como si eso fuera ridículo-. Lo que yo quería era un final. Quiero decir: él cortó sin previo aviso, sin hablar, sin discutir. Nunca me respondió. Es como… un trato que no llegas a cerrar. Como leer una novela de Agatha Christie y quedarse sin saber quién era el asesino. -Bingo. Ahora lo entenderán de una vez.

- Bueno -dice él-, entiendo tu frustración…

- Era lo único que quería -replico del modo más convincente-. Entender qué pensaba Josh. Hablar las cosas. Comunicarnos como dos seres civilizados.





«Y volver con él -añade mi mente, como una flecha silenciosa y certera-. Porque sé que sigue queriéndome. Aunque nadie más me crea.»

Pero no tiene sentido decírselo a mis padres. Nunca lo comprenderían. ¿Cómo podrían entenderlo? Ellos no se hacen una idea de cómo éramos Josh y yo como pareja, de cómo encajábamos a la perfección. No comprenden hasta qué punto es evidente que él tomó una decisión precipitada, que emprendió la típica huida masculina basada en algún motivo imaginario, y que si yo consiguiera hablar con él podría arreglar las cosas y acabaríamos otra vez juntos.

En ocasiones tengo la sensación de que les llevo kilómetros de ventaja. Así debió de sentirse Einstein cuando sus amigos no dejaban de repetirle: «El universo es recto, Albert, haznos caso», mientras él decía para sus adentros: «Yo sé que es curvo y un día os lo demostraré.»

Otra vez están hablando con los labios. Debo tranquilizarlos.

- No debéis preocuparos -les digo-. Porque yo ya he pasado a otra cosa. Bueno, vale, no he pasado del todo -me corrijo al ver su expresión escéptica-, pero sí he aceptado que Josh no quiere hablar. He asumido que eso no va a suceder. He aprendido mucho sobre mí misma y… ahora estoy en un buen momento. De veras.

Me pego una sonrisa postiza en la cara. Me da la sensación de estar cantando el mantra de un disparatado culto religioso. Debería llevar túnica y tocar la pandereta. «Hare hare… ya he pasado a otra cosa… Hare hare… estoy en un buen momento…»

Ambos se miran. No sé si me creen, pero al menos he encontrado un modo de que dejemos de una vez esta conversación peliaguda.

- ¡Así me gusta! -dice papá, aliviado-. Muy bien, Lara; sabía que lo lograrías. Y ahora puedes centrarte en la empresa que has montado con Natalie. Que obviamente va de maravilla…

Mi sonrisa se vuelve aún más beatífica.

- Por supuesto. -«Hare hare… mi negocio va de perlas… Hare hare… no es ningún desastre aunque lo parezca…»

- Me alegra tanto que lo hayas superado… -Mamá se acerca y me besa en la cabeza-. Y ahora será mejor que nos pongamos en marcha. Busca unos zapatos negros, anda.

Me pongo de pie dando un suspiro y me arrastro hasta mi habitación. Hace un día precioso y soleado y yo he de pasármelo en una espantosa ceremonia familiar provocada por la muerte de una desconocida de ciento cinco años. A veces la vida es un asco.

Cuando nos detenemos en el lúgubre aparcamiento del tanatorio de Potters Bar, me fijo en un corrillo agolpado junto a una puerta lateral. Distingo el destello de una cámara de televisión y veo un micrófono sobrevolando las cabezas.

- ¿Qué pasa? -Me asomo por la ventanilla-. ¿Tendrá que ver con el tío Bill?

- Seguramente -asiente papá.

- Creo que están haciendo un documental sobre él -interviene mamá-. Por su libro. Me lo comentó Trudy.

Esto es lo que pasa cuando hay una celebridad en la familia. Te acostumbras a estar rodeada de cámaras. Y también a que, cuando te presentas, la gente te pregunte: «¿Lington? No tendrás alguna relación con Lingtons Café, ¿no? ¡Ja, ja!» Se quedan de una pieza cuando respondes que sí.

Mi tío Bill es el Bill Lington que creó de la nada Lingtons Café a los veintiséis años, una cadena de cafés que se ha convertido en un imperio internacional. Su rostro aparece impreso en todas las tazas, lo cual lo ha vuelto más famoso que los Beatles. Lo reconocerías en el acto si lo vieras. Y ahora está todavía más en el candelero porque su autobiografía, Dos pequeñas monedas, salió el mes pasado y se ha convertido en un best seller. Puede que Pierce Brosnan interprete su papel en la película.

Desde luego, la he leído de cabo a rabo. Es la historia de cuando estaba sin blanca y se gastó sus últimos peniques en una taza de café: tenía un sabor tan asqueroso que se le ocurrió montar una cafetería. Abrió una, luego fundó una cadena y ahora es prácticamente el amo del mundo. Lo han apodado «el Alquimista» y, según aseguraba un artículo el año pasado, toda la gente del mundo de los negocios querría conocer el secreto de su éxito.