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Algún día los azi dejarán de existir. Habrán cumplido su propósito, que consiste en aumentar, multiplicar y llenar los huecos de los registros humanos a medida que se dispersa el depósito genético original hasta una densidad de población matemáticamente determinada, y la dispersión debe suceder por el futuro como raza, por la salud genética.

No me importa repetirlo: los azi son alternativas genéticas. Son el vector del cambio y la adaptación en el mayor desafío a que se haya enfrentado la especie humana. Sus peculiaridades obedecen a que el tiempo en el que puede lograrse esto es muy limitado. Reseune no se ha opuesto a la creación de otros laboratorios simplemente porque sus intereses son primordialmente científicos y porque la tarea de mantener el ímpetu de la expansión requiere una vasta producción de instalaciones educativas. Pero Reseune nunca ha abandonado su papel en la creación y la selección de nuevos grupos genéticos: ningún otro laboratorio tiene derecho a originar material genético.

Ya que es tan amable, déjeme añadir otros dos puntos muy importantes. El primero es que Reseune insiste en la integración total de todos los grupos genéticos azi con la población civil en cualquier área de la Unión que haya llegado a obtener un grado de clase uno. El principal propósito de esta estrategia no es el trabajo, sino abrir un área colonial, llevarla a la productividad y generar descendientes que entrarán en el depósito genético de los ciudadanos en cantidades suficientes para garantizar la variedad genética. Los únicos azi que deberían producirse para otro propósito son los que se generan como medida preventiva para defensa u otras emergencias de interés nacional, los que están sirviendo a ciertos trabajos secretos y los que se generan para investigación en instalaciones con el permiso correspondiente.

En segundo lugar debo decir que Reseune se opondrá a cualquier interés que trate de institucionalizar los azi como necesidad económica. Nunca deben perpetuarse los laboratorios de nacimientos como operaciones puramente financieras. Ése no fue su propósito. No debe serlo.

P: ¿Está diciendo que tiene intereses en común con los abolicionistas?

R: Claro que sí. Desde siempre.

I

Florian corrió por la acera que transcurría ante el Cuartel 3, recordó sus buenos modales cuando se encontró con un grupo de adultos que venían en dirección contraria, se detuvo, de pie a un lado, jadeando, e hizo una pequeña reverencia que los adultos le devolvieron con el más insignificante gesto de la cabeza. Porque eran mayores. Porque Florian tenía seis años y porque era natural que un chico quisiera correr, pero también era normal que los adultos estuvieran pensando en cosas muy serias todo el tiempo.

Y esa vez, Florian llevaba algo en la cabeza también. Estaba fresco de su estudio en cinta. Tenía una Obligación, una Obligación real, de cada mañana. Era lo más importante que le hubiera pasado en la vida, adoraba todo lo que tenía que ver con ella y estaba tan excitado que había rogado a la supervisora con insistencia que lo dejara ir allí y no al salón Rec, donde se suponía que debía ir después de cada cinta.

—¿Qué? —había dicho la supervisora, con una sonrisa y un pequeño guiño en el ojo que Florian interpretó como un gesto de benevolencia—. ¿Nada de Rec? El trabajo y el Rec son importantes; las dos cosas, Florian.

—Ya he tenido Rec antes —había dicho él—. Por favor.

Entonces ella le había dado el vale y el vale para Rec, para más tarde, había dicho, siempre que se lo mostrara primero al supervisor de trabajo. Y luego le abrió los brazos. Abraza a la supervisora, a la querida supervisora y no corras en el pasillo, camina, camina tranquilo hasta la puerta, camina por la acera hasta que llegues a la ladera y luego, corre, corre tan rápido como puedas.

Y podía correr muy rápido, porque no era sólo inteligente como Alfa, sino que también era un buen corredor.

Afuera, por el atajo entre los Cuarteles 4 y 5, un zigzag a través del camino, y por el sendero que llevaba al edificio AG. Se detuvo finalmente porque le dolía el costado y esperó que tal como estaban las cosas, con todos los mayores mezclados con niños, lo pusieran en un barracón un poco más cerca del AG al mes siguiente: los Cuarteles 194 sí que quedaban lejos.

Los mayores con trabajo tenían prioridad en los barracones más cercanos. Eso era lo que le había dicho un mayor, que era Kappa y le dijo que siempre estaba en el mismo grupo de cuarteles.

Florian retuvo el aliento cuando llegó a AG-100. Había estado allí antes. Había visto los corrales. Le gustaba el olor. Era... era la forma en que olía el AG, eso era todo, un olor que no se parecía a nada.

Era un tipo de lugar Ad. Todo blanco con una puerta cerrada, claro. Y tenía que ir a Ad. Lo sabía porque lo mostraba la cinta. Abrió el picaporte y entró en una oficina atestada de gente, donde había un mostrador al que se suponía que debía acercarse.

Últimamente podía apoyarse en un mostrador. Apenas. No era tan alto como otros niños de seis años. Era más alto que muchos, claro. Esperó hasta que una trabajadora se dio la vuelta para atenderlo.



—Soy Florian AF-9979 —dijo él y levantó el vale rojo—. Estoy asignado aquí.

Ella le hizo una reverencia y cogió el vale. Florian esperó, se humedeció los labios secos y no jugueteó con las manos mientras ella lo ponía en la máquina.

—Todo correcto —le dijo—. ¿Sabes cómo seguir los colores?

—Sí —respondió sin dudar ni un momento.

Y no le hizo preguntas porque ella era una trabajadora que hacía su trabajo y seguramente le diría todo lo que quería saber. Si uno no conseguía todo lo que quería cuando ella terminaba de hablar, entonces preguntaba. De esa forma, nadie cometía errores. Lo cual sería una falta. Él lo sabía.

Ella se sentó frente a un tablero, escribió algo, y la máquina sacó una ficha. Ella la extrajo y le adosó una pinza.

Él la miró, excitado porque sabía que eso era una tarjeta llave y que seguramente era suya porque ella estaba trabajando en su asunto en este momento.

Ella se la dio y se inclinó sobre el mostrador para enseñarle las cosas; él se puso de puntillas y se estiró para poder ver al mismo tiempo que ella.

—Aquí está tu nombre; aquí, tus colores. Esto es una tarjeta llave. La sujetas a tu bolsillo. Cada vez que te cambies de ropa, la pones en tu bolsillo. Es muy importante. Si la pierdes, ven a esta oficina inmediatamente.

—Sí —dijo él. Todo era como había dicho la cinta.

—¿Alguna pregunta?

—No. Gracias.

—Gracias a ti, Florian.

Reverencia. Caminar, de vuelta hacia la puerta y la acera, y mirar en el rincón del edificio donde empezaban los códigos de color, pero de todos modos podía leer las palabras de la tarjeta y del edificio.

Caminar. No correr. Esto era una obligación, y él era importante ahora. El color azul era el suyo y blanco adentro y verde dentro del blanco, así que siguió la dirección azul hasta que estuvo dentro del azul y luego dentro la zona blanca del azul. Las esquinas se lo indicaban. Cada vez más excitante. Eran los corrales. Finalmente encontró el verde en un cartel en una intersección de los senderos de grava y siguió ese camino hasta que vio el edificio verde, que también decía AG-899. Bien.

Por un lado parecía un granero. Florian le preguntó a un azi por el supervisor y el azi señaló a un hombretón calvo que hablaba con alguien junto al gran umbral. Florian fue hasta allí y se quedó de pie y quieto hasta que el supervisor quedó libre.

—Florian —dijo el supervisor cuando vio la tarjeta—. Bien. —Levantó la vista y lo miró de arriba abajo. Y llamó a un azi llamado Andy para que lo llevara y le mostrara el trabajo.