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—¿Adónde has ido a almorzar?
—No he almorzado. Ninguno de los dos. Hemos trabajado todo el día. Vamos, Giraud, ¿qué tiene que ver el almuerzo?
—Ari no está.
—¿Qué quieres decir con que no está? —El corazón empezó a latirle con mayor fuerza—. ¿Cómo que... llegó tarde a almorzar? ¿O que no está realmente?
—Tal vez tú lo sabes. Tal vez sabes todo lo que hay que saber al respecto. Tal vez la hiciste salir del edificio. Tal vez se fue con un amigo.
—Dios. No.
—¿Algo que preparasteis tú y Jordan?
—No. No y no. Dios mío, Giraud, pregúntaselo a los guardias de Planys, no hubo un sólo momento en que no estuviéramos bajo vigilancia. Ni un momento.
—Que recuerden, no.
Entonces, todo eso había llegado hasta Jordan. Justin miró a Giraud fijamente, le costaba respirar.
—Estamos registrando tu apartamento —dijo Giraud con calma—. Tus derechos carecen de importancia, hijo, no estamos con cinta ahora. Te diré lo que encontramos. Ari salió por la puerta de la cocina. Hallamos su ropa detrás de la estación de bombeo.
—Dios mío —suspiró Justin—. No. No sé nada.
—Hay una playa muy grande allí —continuó Giraud—. Fácil para aterrizar. ¿Es eso lo que pasó? ¿Conseguiste que la niña fuera a encontrarse con alguien, y tú no fuiste pero apareció otro?
—No. No. Nada de eso. Probablemente está haciendo una travesura, Giraud, es una escapada de crios, ¿nunca saliste de la Casa cuando eras niño?
—Buscamos en la orilla del río. Tenemos patrullas. Comprenderás que estamos cubriendo todas las rutas.
—¡Yo no haría daño a una criatura! No lo haría, Giraud.
Giraud lo miró fijamente, la cara roja, con una tensión terrible.
—Comprenderás que no voy a aceptar tu palabra.
—Lo comprendo, mierda, quiero que encontréis a la niña tanto como tú.
—Lo dudo.
—Te doy mi consentimiento, Giraud, te doy mi consentimiento, pero deja que Grant esté aquí, por Dios. Giraud se puso de pie.
—Giraud, ¿qué más te da? Que venga. ¿Es tanto lo que te pido? Por Dios, por Dios, Giraud, que esté conmigo.
Giraud se fue en silencio.
—Traed al otro —dijo en el vestíbulo.
Justin se reclinó contra el brazo de la silla, sudando frío, sin ver el suelo, recordando el apartamento de Ari, viéndolo en destellos intermitentes. Oyó que se abrían las puertas, oyó unos gritos a lo lejos, ecos de pasos que se acercaban. Grant, esperaba. Esperaba que fuera Grant y no el técnico con la droga.
IX
Se cruzaron con mayores en el camino y Ari siguió siendo azi, imitó exactamente lo que hacían Florian y Catlin, hizo una reverencia chiquita con la cabeza y siguió caminando.
No eran los únicos niños. Había jóvenes que también hacían la reverencia, solemnes y ansiosos. Y un grupo de chicos que eran casi bebés con un jefe mayor vestido de rojo, todos de azul, todos con la mano solemnemente puesta en la del otro.
—Esto es Azul —explicó Florian cuando pasaban junto a la línea de jovencitos—. Aquí la mayoría son niños. Yo estuve en ese edificio cuando tenía cinco años.
Caminaron entre los edificios, más y más lejos por el camino que atravesaba la ciudad.
Ya habían visto los Barracones Verdes, por fuera, porque ahí era difícil entrar sin contestar preguntas, decía Catlin; y habían visto el campo de entrenamiento; y la sección Industrial y caminaron y miraron por la puerta de la fábrica de hilo, y la de ropa, y el taller de metales, y el molino de harina.
El siguiente cartel en el camino era verde, y después blanco en verde. Era realmente fácil encontrar un sitio en la ciudad: ahora sabía cómo hacerlo. Sabía la secuencia de colores y que la ciudad estaba construida en secciones, y cómo se podía decir rojo a blanco a marrón a verde, y sólo había que recordar la secuencia. Eso significaba que había que ir a rojo desde el punto de partida y luego buscar un rojo con un cuadrado blanco y así hasta el final.
El siguiente era un edificio enorme, mayor que las fábricas, y habían llegado al final de la ciudad: lo que seguía eran campos con alambradas, campos que llegaban a los Acantilados del Norte y las torres de precipitados.
Así que se quedaron ahí, en el borde, y miraron a través de las alambradas, donde trabajaban los azi sacando las malas hierbas con los cerdos olfateadores.
—¿Hay escamados ahí afuera? —preguntó Ari—. ¿Habéis visto alguno?
—No —dijo Florian—. Pero hay. —Señaló el lugar donde los acantilados tocaban el río—. Vienen de ahí. Pusieron hormigón por eso. Profundo. Eso los detiene, al menos por ahora.
Así que ella miró a través de la alambrada hacia el río y miró hacia el otro lado, hacia el gran granero. Había animales grandes allí, en un corral, lejos,
—¿Qué es eso?
—Vacas. Las alimentan ahí. Venga. Le voy a mostrar algo mejor que eso.
—Florian —objetó Catlin—. Es peligroso.
—¿Qué es peligroso? —preguntó Ari.
Florian conocía una puerta lateral que daba al granero. Dentro estaba oscuro y la luz procedía de las puertas abiertas en medio y abajo, del otro lado. El aire era extraño, casi bueno y no del todo malo, un olor totalmente distinto que cualquier otra cosa que hubiera olido antes. El suelo estaba sucio y había latas de comida, como las llamó Florian, contra la pared. También había establos. En uno vieron una cabra.
Ari fue hasta la valla y la miró de cerca. Había visto cerdos y cabras en la Casa, pero nunca tan de cerca, porque tenía prohibido salir al patio. Era blanca y marrón. Tenía ojos extraños que la miraron, y ella la observó con una sensación rarísima porque aquel ser estaba pensando en ella, estaba vivo y pensaba en ella, y eso no podía hacerlo ni siquiera una IA.
—Vamos —urgió Catlin—. Nos van a descubrir.
Ella siguió a Catlin y Florian, se escondió debajo de una valla, como Florian, y lo siguió por una puerta y un lugar oscuro y luego otra puerta hasta salir de nuevo a la luz del día, que la cegó por el contraste.
Había un corral frente a ellos, y un gran animal que mezclaba cintas de memoria, cintas de la Tierra, cintas de cuentos de hacía mucho, mucho tiempo.
—Es un caballo —explicó Florian, y se levantó y trepó sobre el riel inferior de la valla.
Ella también lo imitó. Apoyó los codos contra el riel superior mientras Catlin se ponía junto a ella y la miraba con el corazón palpitante.
El caballo resoplaba y levantaba la cabeza y hacía volar la crin en el viento. Así se llamaba, crin. Tenía cascos, pero no como los de los cerdos y las cabras. Tenía una estrella blanca en la frente.
—Espere —dijo Florian y se bajó del riel y volvió adentro. Cuando regresó traía un balde y las orejas del caballo se alzaron y el animal se acercó a ellos y sacó la cabeza por encima de la valla para comer del balde.
Ari subió un poco más y sacó la mano y le acarició la piel. Despedía un olor intenso y parecía polvoriento y muy sólido. Sólido como Ollie. Sólido y cálido, como nada en la vida después de Ollie.
—¿Tiene una montura y una brida? —preguntó.
—¿Qué es eso? —se extrañó Florian.
—Para montarlo.
Florian parecía no entender y el caballo hacía ruido con la cabeza en el balde que él sostenía.
—¿Montarlo, sera?
—Acércalo al rincón.
Florian la obedeció y el caballo se acercó mucho al riel. Ella subió al último, sacó una pierna y empujó y aterrizó encima del caballo.
El caballo se movió con mucha brusquedad, ella se aferró a la crin para manejarlo. Era... era bonito. Muy fuerte y cálido.
Y de pronto, él dio como un saltito y agachó la cabeza y volvió a saltar, muy fuerte, y ella se soltó y viajó por el aire y voló como si no pesara nada, y el cielo y el riel dieron vueltas hasta que llegó al suelo.
¡Pumba!
Estaba boca abajo. Le dolía y no le dolía, como si hubiera una parte de ella que estuviera anestesiada, y sentía los huesos todos molidos.