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—¡No! —dijo Thorin—. Hay en ti muchas virtudes que tú mismo ignoras, hijo del bondadoso Oeste. Algo de coraje y algo de sabiduría, mezclados con mesura. Si muchos de nosotros dieran más valor a la comida, la alegría y las canciones que al oro atesorado, éste sería un mundo más feliz. Pero triste o alegre, ahora he de abandonarlo. ¡Adiós!

Entonces Bilbo se volvió, y se fue solo; y se sentó fuera arropado con una manta, y aunque quizá no lo creáis, lloró hasta que se le enrojecieron los ojos y se le enronqueció la voz. Era un alma bondadosa, y pasó largo tiempo antes de que tuviese ganas de volver a bromear. «Ha sido un acto de misericordia», se dijo al fin, «que haya despertado cuando lo hice. Desearía que Thorin estuviese vivo, pero me alegro de que partiese en paz. Eres un tonto, Bilbo Bolsón, y lo trastornaste todo con ese asunto de la piedra; y al fin hubo una batalla a pesar de que tanto te esforzaste en conseguir paz y tranquilidad, aunque supongo que nadie podrá acusarte por eso».

Todo lo que sucedió después de que lo dejasen sin sentido, Bilbo lo supo más tarde; pero sintió entonces más pena que alegría, y ya estaba cansado de la aventura. El deseo de viajar de vuelta al hogar lo consumía. Eso, sin embargo, se retrasó un poco, de modo que entretanto os relataré algo de lo que ocurrió. Las tropas de trasgos habían despertado hacía tiempo la sospecha de las Águilas, a cuya atención no podía escapar nada que se moviera en las cimas. De modo que ellas también se reunieron en gran número alrededor del Águila de las Montañas Nubladas; y al fin, olfateando el combate, habían venido de prisa, bajando con la tormenta en el momento crítico. Fueron ellas quienes desalojaron de las laderas de la montaña a los trasgos que chillaban desconcertados, arrojándolos a los precipicios, o empujándolos hacia enemigos de abajo. No pasó mucho tiempo antes de que hubiesen liberado la Montaña Solitaria, y los elfos y hombres de ambos lados del valle pudieron por fin bajar a ayudar en el combate. Pero aun incluyendo a las Águilas, los trasgos los superaban en número. En aquella última hora el propio Beorn había aparecido; nadie sabía cómo o de dónde. Había llegado solo, en forma de oso; y con la cólera parecía ahora más grande de talla, casi un gigante.

El rugir de la voz de Beorn era como tambores y cañones; y se abría paso echando a los lados lobos y trasgos como si fueran pajas y plumas. Cayó sobre la retaguardia, y como un trueno irrumpió en el círculo. Los enanos se mantenían firmes en una colina baja y redonda. Entonces Beorn se agachó y recogió a Thorin, que había caído atravesado por las lanzas, y lo llevó fuera del combate.

Retornó en seguida, con una cólera redoblada, de modo que nada podía contenerlo y ninguna arma parecía hacerle mella. Dispersó a la guardia, arrojó al propio Bolgo al suelo, y lo aplastó. Entonces el desaliento cundió entre los trasgos, que se dispersaron en todas direcciones. Pero esta nueva esperanza alentó a los otros, que los persiguieron de cerca, y evitaron que la mayoría buscara cómo escapar. Empujaron a muchos hacia el Río Rápido, y así huyesen al sur o al oeste, fueron acosados en los pantanos próximos al Río del Bosque; y allí pereció la mayor parte de los últimos fugitivos, y quienes se acercaron a los dominios de los Elfos del Bosque fueron ultimados, o atraídos para que murieran en la oscuridad impenetrable del Bosque Negro. Las canciones relatan que en aquel día perecieron tres cuartas partes de los trasgos guerreros del Norte, y las montañas tuvieron paz durante muchos años.

La victoria era segura ya antes de la caída de la noche, pero la persecución continuaba aún cuando Bilbo regresó al campamento; y en el valle no quedaban muchos, excepto los heridos más graves.

—¿Dónde están las Águilas? —preguntó Bilbo a Gandalf aquel anochecer, mientras yacía abrigado con muchas mantas.

—Algunas están de cacería —dijo el mago—, pero la mayoría ha partido de vuelta a los aguileros. No quisieron quedarse aquí, y se fueron con las primeras luces del alba. Dain ha coronado al jefe con oro, y le ha jurado amistad para siempre.

—Lo lamento. Quiero decir, me hubiera gustado verlas otra vez —dijo Bilbo adormilado—, quizá las vea en el camino a casa. ¿Supongo que iré pronto?

—Tan pronto como quieras —dijo el mago.

En verdad pasaron algunos días antes de que Bilbo partiera realmente. Enterraron a Thorin muy hondo bajo la Montaña, y Bardo le puso la Piedra del Arca sobre el pecho.





—¡Que yazga aquí hasta que la Montaña se desmorone! —dijo—. ¡Que traiga fortuna a todos los enanos que en adelante vivan aquí!

Sobre la tumba de Thorin, el Rey Elfo puso luego a Orcrist, la espada élfica que le habían arrebatado al enano cuando lo apresaron. Se dice en las canciones que brilla en la oscuridad, cada vez que se aproxima un enemigo, y la fortaleza de los enanos no puede ser tomada por sorpresa. Allí Dain hijo de Nain vivió desde entonces, y se convirtió en Rey bajo la Montaña; y con el tiempo muchos otros enanos vinieron a reunirse alrededor del trono, en los antiguos salones. De los doce compañeros de Thorin, quedaban diez. Fili y Kili habían caído defendiéndolo con el cuerpo y los escudos, pues era el hermano mayor de la madre de ellos. Los otros permanecieron con Dain, que administró el tesoro con justicia.

No hubo, desde luego, ninguna discusión sobre la división del tesoro en tantas partes como había sido planeado, para Balin y Dwalin, y Dori y Nori y Ori, y Oin y Gloin, y Bifur y Bofur y Bombur, o para Bilbo. Con todo, una catorceava parte de toda la plata y oro, labrada y sin labrar, se entregó a Bardo pues Dain comentó: —Haremos honor al acuerdo del muerto, y él custodia ahora la Piedra del Arca.

Aun una catorceava parte era una riqueza excesiva, más grande que la de muchos reyes mortales. De aquel tesoro, Bardo envió gran cantidad de oro al gobernador de la Ciudad del Lago; y recompensó con generosidad a seguidores y amigos. Al Rey de los Elfos le dio las esmeraldas de Girion, las joyas que él más amaba, y que Dain le había devuelto.

A Bilbo le dijo: —Este tesoro es tanto tuyo como mío, aunque antiguos acuerdos no puedan mantenerse, ya que tantos intervinieron en ganarlo y en defenderlo. Pero aun cuando dijiste que renunciarías a toda pretensión, desearía que las palabras de Thorin, de las cuales se arrepintió, no resultasen ciertas: que te daríamos poco. Te recompensaré más que a nadie.

—Muy bondadoso de tu parte —dijo Bilbo—. Pero realmente es un alivio para mí. Cómo demonios podría llevar ese tesoro a casa sin que hubiera peleas y crímenes todo a lo largo del camino, no lo sé. Y no sé qué haría con ese tesoro una vez en casa. En tus manos estará mejor.

Por último accedió a tomar sólo dos pequeños cofres, uno lleno de plata y el otro lleno de oro, que un poney fuerte podría cargar. —Un poco más y no sabría qué hacer con él —dijo.

Por fin llegó el momento de despedirse. —¡Adiós, Balin! —exclamó—. ¡Y adiós, Dwalin; y adiós, Dori, Nori, Ori, Oin, Gloin, Bifur, Bofur y Bombur! ¡Que vuestras barbas nunca crezcan ralas! —Y volviéndose hacia la Montaña añadió: ¡Adiós, Thorin Escudo de Roble! ¡Y Fili y Kili! ¡Que nunca se pierda vuestra memoria!

Entonces los enanos se inclinaron ante la Puerta, pero las palabras se les trabaron en la garganta. —¡Adiós y buena suerte, dondequiera que vayas! —dijo Balin—. Si alguna vez vuelves a visitarnos, cuando nuestros salones estén de nuevo embellecidos, entonces ¡el festín será realmente espléndido!

—¡Si alguna vez pasáis por mi camino —dijo Bilbo—, no dudéis en llamar! El té es a las cuatro; ¡pero cualquiera de vosotros será bienvenido, a cualquier hora!