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—¡Vaya! ¡Vaya! —dijo Bilbo—. Ya sé que todo esto es muy incómodo. ¿Recuerdas haber dicho que podría escoger mi propia catorceava parte? Quizá me lo tomé demasiado literalmente; me han dicho que los enanos son más corteses en palabras que en hechos. Hubo un tiempo, sin embargo, en el que parecías creer que yo había sido de alguna utilidad. ¡Y ahora me llamas descendiente de ratas! ¿Es ése el servicio que tú y tu familia me han prometido, Thorin? ¡Piensa que he dispuesto de mi parte como he querido, y olvídalo ya!

—Lo haré —dijo Thorin ceñudo—. Te dejaré marchar, ¡pero que nunca nos encontremos otra vez! —Luego se volvió y habló por encima del parapeto—. Me han traicionado —dijo—. Todos saben que no podría dejar de redimir la Piedra del Arca, el tesoro de mi palacio. Daré por ella una catorceava parte del tesoro en oro y plata, sin incluir las piedras preciosas; mas eso contará como la parte prometida a ese traidor, y con esa recompensa partirá, y vosotros la podréis dividir como queráis. Tendrá bien poco, no lo dudo. Tomadlo, si lo queréis vivo; nada de mi amistad irá con él.

»¡Ahora, baja con tus amigos! —dijo a Bilbo—, ¡o te arrojaré al abismo!

—¿Qué hay del oro y la plata? —preguntó Bilbo.

—Te seguirá más tarde, cuando esté disponible —dijo Thorin—. ¡Baja!

—¡Guardaremos la piedra hasta entonces! —le gritó Bardo.

—No estás haciendo un papel muy espléndido como Rey bajo la Montaña —dijo Gandalf—, pero las cosas aún pueden cambiar.

—Cierto que pueden cambiar —dijo Thorin. Y ya cavilaba, tan aturdido estaba por el tesoro, si no podría recobrar la Piedra del Arca con la ayuda de Dain, y retener la parte de la recompensa.

Y así fue Bilbo expulsado del parapeto, y con nada a cambio de sus apuros, excepto la armadura que Thorin ya le había dado. Más de uno de los enanos sintió vergüenza y lástima cuando vio partir a Bilbo.

—¡Adiós! —les gritó—. ¡Quizá nos encontremos otra vez como amigos!

—¡Fuera! —gritó Thorin—. Llevas contigo una malla tejida por mi pueblo y es demasiado buena para ti. No se la puede atravesar con flechas; pero si no te das prisa, te pincharé esos pies miserables. ¡De modo que apresúrate!

—No tan rápido —dijo Bardo—. Te damos tiempo hasta mañana. Regresaremos a la hora del mediodía y veremos si has traído la parte del tesoro que hemos de cambiar por la Piedra. Si en esto no nos engañas, entonces partiremos y el ejército elfo retornará al Bosque. Mientras tanto, ¡adiós!

Con eso, volvieron al campamento; mientras Thorin envió por Roäc correos a Dain, diciendo lo que había sucedido e instándole a que viniese con una rapidez cautelosa.





Pasó aquel día y la noche. A la mañana siguiente, el viento cambió al Oeste, y el aire estaba oscuro y tenebroso. Era aún temprano cuando se oyó un grito en el campamento. Llegaron mensajeros a informar que una hueste de enanos había aparecido en la estribación oriental de la Montaña y que ahora se apresuraba hacia Valle. Dain había venido. Había corrido toda la noche, y de este modo había llegado sobre ellos más pronto de lo que habían esperado. Todos los enanos de la tropa estaban ataviados con cotas de malla de acero que les llegaban a las rodillas; y unas calzas de metal fino y flexible, tejido con un procedimiento secreto que sólo la gente de Dain conocía, les cubrían las piernas. Los enanos son sumamente fuertes para su talla, pero la mayoría de éstos eran fuertes aun entre los enanos. En las batallas empuñaban pesados azadones que se manejaban con las dos manos; además, todos tenían al costado una espada ancha y corta, y un escudo redondo les colgaba en la espalda. Llevaban la barba partida y trenzada, sujeta al cinturón. Las viseras eran de hierro, lo mismo que el calzado; y las caras eran todas sombrías.

Las trompetas llamaron a hombres y elfos a las armas. Pronto vieron a los enanos, que subían por el valle a buen paso. Se detuvieron entre el río y la estribación del este, pero unos pocos se adelantaron, cruzaron el río y se acercaron luego al campamento; allí depusieron las armas y alzaron las manos en señal de paz. Bardo salió a encontrarlos y fue Bilbo con él.

—Nos envía Dain hijo de Nain —dijeron cuando se les preguntó—. Corremos junto a nuestros parientes de la Montaña, pues hemos sabido que el reino de antaño se ha renovado. Pero ¿quiénes sois vosotros que acampáis en el llano como enemigos ante murallas defendidas? —Esto, naturalmente, en el lenguaje de entonces, cortés y bastante pasado de moda, significaba simplemente: «Aquí no tenéis nada que hacer. Vamos a seguir, o sea marchaos o pelearemos con vosotros». Se proponían seguir adelante, entre la Montaña y el recodo del agua, pues allí el terreno estrecho no parecía muy protegido.

Por supuesto, Bardo se negó a permitir que los enanos fueran directamente a la Montaña. Estaba decidido a esperar a que trajesen fuera la plata y el oro, para ser cambiados por la Piedra del Arca, pues no creía que esto pudiera ocurrir una vez que aquella numerosa y hosca compañía hubiera llegado a la fortaleza. Habían traído consigo gran cantidad de suministros, pues los enanos son capaces de soportar cargas muy pesadas, y casi toda la gente de Dain, a pesar de que habían marchado a paso vivo, llevaba a hombros unos fardos enormes, que se sumaban al peso de los azadones y los escudos. Hubieran podido resistir un sitio durante semanas; en ese tiempo quizá vinieran más enanos, pues Thorin tenía muchos parientes. Quizá fueran capaces también de abrir de nuevo alguna otra puerta, y guardarla, de modo que los sitiadores tendrían que rodear la montaña, y no eran tantos en verdad.

Éstos eran precisamente los planes de los enanos (pues los cuervos mensajeros habían estado muy ocupados yendo de Thorin a Dain); pero por el momento el paso estaba obstruido, así que luego de unas duras palabras, los enanos mensajeros se retiraron murmurando, cabizbajos. Bardo había enviado en seguida unos mensajeros a la Puerta, pero no había allí oro ni pago alguno.

Tan pronto como estuvieron a tiro, les cayeron flechas, y se apresuraron a regresar. Por ese entonces, todo el campamento estaba en pie, como preparándose para una batalla, pues los enanos de Dain avanzaban por la orilla del este.

—¡Tontos! —rió Bardo—. ¡Acercarse así bajo el brazo de la Montaña! No entienden de guerra a campo abierto, aunque sepan guerrear en las minas. Muchos de nuestros arqueros y lanceros aguardan ahora escondidos entre las rocas del flanco derecho. Las mallas de los enanos pueden ser buenas, pero se las pondrá a prueba muy pronto. ¡Caigamos sobre ellos desde los flancos antes de que descansen!

Pero el Rey Elfo dijo: —Mucho esperaré antes de pelear por un botín de oro. Los enanos no pueden pasar, si no se lo permitimos, o hacer algo que no lleguemos a advertir. Esperaremos a ver si la reconciliación es posible. Nuestra ventaja en número bastará, si al fin hemos de librar un desgraciado combate.

Pero estas circunstancias no tenían en cuenta a los enanos. Saber que la Piedra del Arca estaba en manos de los sitiadores, les inflamaba el corazón; sospecharon además que Bardo y sus amigos titubeaban, y decidieron atacar cuanto antes.

De pronto, sin aviso, los enanos se desplegaron en silencio. Los arcos chasquearon y las flechas silbaron. La batalla iba a comenzar.

¡Pero todavía más pronto, una sombra creció con terrible rapidez! Una nube negra cubrió el cielo. El trueno invernal rodó en un viento huracanado, rugió y retumbó en la Montaña y relampagueó en la cima. Y por debajo del trueno se pudo ver otra oscuridad, que se adelantaba en un torbellino, pero esta oscuridad no llegó con el viento; llegó desde el Norte, como una inmensa nube de pájaros, tan densa que no había luz entre las alas.