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—¡Bien, que se quede! —dijo Bardo—. Un tonto como él merece morirse de hambre.

—Tienes algo de razón —dijo Bilbo—. Entiendo tu punto de vista. A la vez ya viene el invierno. Pronto habrá nieve, y otras cosas, y el abastecimiento será difícil, aun para los elfos, creo. Habrá también otras dificultades. ¿No habéis oído hablar de Dain y de los enanos de las Colinas de Hierro?

—Sí, hace mucho tiempo; pero ¿en qué nos atañe? —preguntó el rey.

—En mucho, me parece. Veo que no estáis enterados. Dain, no lo dudéis, está ahora a menos de dos días de marcha, y trae consigo por lo menos unos quinientos enanos, todos rudos, que en buena parte han participado en las encarnizadas batallas entre enanos y trasgos, de las que sin duda habréis oído hablar. Cuando lleguen, puede que haya dificultades serias.

—¿Por qué nos lo cuentas? ¿Estás traicionando a tus amigos, o nos amenazas? —preguntó Bardo seriamente.

—¡Mi querido Bardo! —chilló Bilbo—. ¡No te apresures! ¡Nunca me había encontrado antes con gente tan suspicaz! Trato simplemente de evitar problemas a todos los implicados. ¡Ahora os haré una oferta!

—¡Oigámosla! —exclamaron los otros.

—¡Podéis verla! —dijo Bilbo—. ¡Aquí está! —y puso ante ellos la Piedra del Arca, y retiró la envoltura.

El propio Rey Elfo, cuyos ojos estaban acostumbrados a las cosas bellas y maravillosas, se puso de pie, asombrado. Hasta el mismo Bardo se quedó mirándola maravillado y en silencio. Era como si hubiesen llenado un globo con la luz de la luna, y colgase ante ellos en una red centelleante de estrellas escarchadas.

—Ésta es la Piedra del Arca de Thrain —dijo Bilbo—, el Corazón de la Montaña; y también el corazón de Thorin. Tiene, según él, más valor que un río de oro. Yo os la entrego. Os ayudará en vuestra negociación. —Luego Bilbo, no sin un estremecimiento, no sin una mirada ansiosa, entregó la maravillosa piedra a Bardo, y éste la sostuvo en la mano, como deslumbrado.

—Pero ¿es tuya para que nos la des así? —preguntó al fin con un esfuerzo.

—¡Oh, bueno! —dijo el hobbit un poco incómodo—. No exactamente; pero desearía dejarla como garantía de mi proposición, ¿sabéis? Puede que sea un saqueador (al menos eso es lo que dicen: aunque nunca me he sentido tal cosa), pero soy honrado, espero, bastante honrado. De todos modos regreso ahora, y los enanos pueden hacer conmigo lo que quieran. Espero que os sirva.

El Rey Elfo miró a Bilbo con renovado asombro. —¡Bilbo Bolsón! —dijo—. Eres más digno de llevar la armadura de los príncipes elfos que muchos que parecían vestirla con más gallardía. Pero me pregunto si Thorin Escudo de Roble lo verá así. En general, conozco mejor que tú a los enanos. Te aconsejo que te quedes con nosotros, y aquí serás recibido con todos los honores y agasajado tres veces.

—Muchísimas gracias, no lo pongo en duda —dijo Bilbo con una reverencia—. Pero no puedo abandonar a mis amigos de este modo, me parece, después de lo que hemos pasado juntos. ¡Y además prometí despertar al viejo Bombur a medianoche! ¡Realmente tengo que marcharme, y rápido!

Nada de lo que dijeran iba a detenerlo, de modo que se le proporcionó una escolta, y cuando se pusieron en marcha, el rey y Bardo lo saludaron con respeto. Cuando atravesaron el campamento, un anciano envuelto en una capa oscura se levantó de la puerta de la tienda donde estaba sentado y se les acercó.

—¡Bien hecho, señor Bolsón! —dijo, dando a Bilbo una palmada en la espalda—. ¡Hay siempre en ti más de lo que uno espera! —Era Gandalf.

Por primera vez en muchos días Bilbo estaba de verdad encantado. Mas no había tiempo para todas las preguntas que deseaba hacer en seguida.

—¡Todo a su hora! —dijo Gandalf—. Las cosas están llegando a feliz término, a menos que me equivoque. Quedan todavía momentos difíciles por delante, ¡pero no te desanimes! Tú puedessalir airoso. Pronto habrá nuevas que ni siquiera los cuervos han oído. ¡Buenas noches!

Asombrado pero contento, Bilbo se dio prisa. Lo llevaron hasta un vado seguro y lo dejaron seco en la orilla opuesta; luego se despidió de los elfos y subió con cuidado de regreso hacia el parapeto. Empezó a sentir un tremendo cansancio, pero era bastante antes de medianoche cuando trepó otra vez por la cuerda; aún estaba donde la había dejado. La desató y la ocultó, y luego se sentó en el parapeto preguntándose ansiosamente qué ocurriría ahora.

A medianoche despertó a Bombur; y después se encogió en un rincón, sin escuchar las gracias del viejo enano (que apenas merecía, pensó). Pronto se quedó dormido, olvidando toda preocupación hasta la mañana. En realidad se pasó la noche soñando con huevos y tocino.





CAPÍTULO XVII

Las nubes estallan

AL DÍA SIGUIENTE las trompetas sonaron temprano en el campamento. Pronto se vio a un mensajero que corría por la senda estrecha. Se detuvo a cierta distancia, y les hizo señas, preguntando si Thorin escucharía a otra embajada, ya que había nuevas noticias y las cosas habían cambiado.

—¡Eso será por Dain! —dijo Thorin cuando oyó el mensaje—. Habrán oído que ya viene. Pensé que esto les cambiaría el ánimo. ¡Ordénales que vengan en número reducido y sin armas y yo escucharé! —gritó al mensajero.

Alrededor de mediodía, los estandartes del Bosque y el Lago se adelantaron de nuevo. Una compañía de veinte se aproximaba. Cuando llegaron al sendero, dejaron a un lado espadas y lanzas y se acercaron a la Puerta. Admirados, los enanos vieron que entre ellos estaban tanto Bardo como el Rey Elfo, y delante un hombre viejo, envuelto en una capa y con un capuchón en la cabeza, portando un pesado cofre de madera remachado de hierro.

—¡Salud, Thorin! —dijo Bardo—. ¿Aún no has cambiado de idea?

—No cambian mis ideas con la salida y puesta de unos pocos soles —respondió Thorin—. ¿Has venido a hacerme preguntas ociosas? ¡Aún no se ha retirado el ejército elfo, como he ordenado! Hasta entonces, de nada servirá que vengas a negociar conmigo.

—¿No hay nada, entonces, por lo que cederías parte de tu oro?

—Nada que tú y tus amigos podáis ofrecerme.

—¿Qué hay de la Piedra del Arca de Thrain? —dijo Bardo, y en ese momento el hombre viejo abrió el cofre y mostró en alto la joya. La luz brotó de la mano del viejo, brillante y blanca en la mañana.

Thorin se quedó entonces mudo de asombro y confusión. Nadie dijo nada por largo rato.

Luego Thorin habló, con una voz ronca de cólera. —Esa piedra fue de mi padre y es mía. ¿Por qué habría de comprar lo que me pertenece? —Sin embargo, el asombro lo venció al fin y añadió:— Pero ¿cómo habéis obtenido la reliquia de mi casa, si es necesario hacer esa pregunta a unos ladrones?

—No somos ladrones —respondió Bardo—. Lo tuyo te lo devolveremos a cambio de lo nuestro.

—¿Cómo la conseguisteis? —gritó Thorin cada vez más furioso.

—¡Yo se la di! —chilló Bilbo, que espiaba desde el parapeto, ahora con un horrible pavor.

—¡Tú! ¡Tú! —gritó Thorin volviéndose hacia él y aferrándolo con las dos manos—. ¡Tú, hobbit miserable! ¡Tú, pequeñajo... saqueador! —gritó, faltándole las palabras, y meneó al pobre Bilbo como si fuese un conejo—. ¡Por la barba de Durin! Me gustaría que Gandalf estuviese aquí. ¡Maldito sea por haberte escogido! ¡Que la barba se le marchite! En cuanto a ti, ¡te estrellaré contra las rocas! —gritó y levantó a Bilbo.

—¡Quieto! ¡Tu deseo se ha cumplido! —dijo una voz. El hombre viejo del cofre echó a un lado la capa y el capuchón—. ¡He aquí a Gandalf! Y parece que a tiempo. Si no te gusta mi saqueador, por favor no le hagas daño. Déjalo en el suelo y escucha primero lo que tiene que decir.

—¡Parecéis todos confabulados! —dijo Thorin dejando caer a Bilbo en la cima del parapeto—. Nunca más tendré tratos con brujos o amigos de brujos. ¿Qué tienes que decir, descendiente de ratas?