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Así, dondequiera que Bardo fuese, los rumores sobre un enorme tesoro que nadie guardaba corrían como un fuego entre la gente. Los hombres hablaban de la recompensa que vendría a aliviar las desgracias presentes, de la riqueza que abundaría y sobraría, y de las cosas que podrían comprar en el Sur. Estos pensamientos los ayudaron a pasar la noche, amarga y triste. Para pocos se pudo encontrar refugio (el gobernador tuvo uno) y hubo poca comida (aun para el gobernador). Gentes que habían escapado ilesas de la destrucción de la ciudad enfermaron aquella noche por la humedad y el frío y la pena, y poco después murieron; y en los días siguientes hubo mucha enfermedad y gran hambre.
Mientras, Bardo tomó el mando y disponía lo que creía conveniente, aunque siempre en nombre del gobernador, y trabajó mucho conminando a las gentes de la ciudad, y ordenando los preparativos para protegerlas y alojarlas. Probablemente muchos habrían muerto en el invierno, que ya se precipitaba detrás del otoño, si no hubiesen contado con ayuda. Pero el socorro llegó muy pronto, pues Bardo envió en seguida unos rápidos mensajeros río arriba hacia el Bosque para pedir ayuda al Rey de los Elfos, y estos mensajeros encontraron un ejército ya en marcha, aunque sólo habían pasado tres días desde la caída de Smaug.
El Rey Elfo se había enterado de las buenas nuevas por sus propios mensajeros y por los pájaros que eran amigos de los elfos, y ya sabía mucho de lo que había ocurrido. Muy grande, en verdad, fue la conmoción entre las criaturas aladas que moraban en los límites de la Desolación del Dragón. Las bandadas que volaban en círculos oscurecían el aire, y los mensajeros veloces iban de aquí para allá cruzando el cielo. Sobre los límites del bosque hubo silbidos, gritos y piares. Lejos y más allá del Bosque Negro se extendieron las noticias: «¡Ha muerto Smaug!». Las hojas susurraron y unas orejas sorprendidas se enderezaron atentas. Aun antes de que el Rey Elfo empezara a cabalgar, las noticias habían llegado al Oeste, a los pinares de las Montañas Nubladas; Beorn las había oído en la casa del bosque; y los trasgos se reunieron en conciliábulos dentro de las cuevas.
—Eso será lo último que oigamos de Thorin Escudo de Roble, me temo —dijo el rey—. Habría sido mejor que hubiese quedado aquí como invitado mío. Sin embargo —añadió—, mal viento es el que a nadie lleva nuevas. —Porque tampoco él había olvidado la leyenda de la riqueza de Thror. Así fue que los mensajeros de Bardo lo encontraron en marcha, con muchos arqueros y lanceros; y los grajos se apiñaban en bandadas sobre él, pues pensaban que la guerra volvía a despertar, una guerra como no había habido otra en aquellos parajes desde hacía mucho tiempo.
Pero el rey, cuando recibió el pedido de Bardo, sintió piedad, pues era señor de gente amable y buena; de modo que dando media vuelta (hasta ahora había marchado directamente hacia la Montaña), se apresuró río abajo hacia el Lago Largo. No tenía botes o almadías suficientes para su ejército, y se vieron obligados a ir andando por el camino más lento; pero antes envió aguas abajo grandes reservas de provisiones. Los elfos todavía mantenían los pies ligeros, y a pesar de que no estaban acostumbrados a los pantanos y las tierras traidoras entre el Lago y el Bosque, avanzaron de prisa. Sólo cinco días después de la muerte del dragón, llegaron a orillas del lago y contemplaron las ruinas de la ciudad. Grande fue la bienvenida, como podía esperarse, y los hombres y el gobernador estaban dispuestos a convenir cualquier clase de pacto, como respuesta a la ayuda del Rey Elfo.
Pronto se ultimaron los planes. Junto con las mujeres y los niños, los viejos y los lisiados, quedó el gobernador, y también algunos artesanos y unos elfos habilidosos; y esta gente trabajó talando árboles y recolectando la madera que bajaba desde el Bosque. Luego levantaron muchas cabañas a orillas del lago, contra el invierno inminente, y dirigidos también por el gobernador comenzaron a trazar una nueva ciudad, aún más hermosa y grande que antes, aunque no en el mismo sitio. Se mudaron al norte, a una costa elevada; pues siempre recelarían del agua donde estaba el dragón. Nunca volvería otra vez al lecho dorado; ahora yacía estirado, frío como la piedra, retorcido en el suelo de los bajíos. Allí, durante largos años, pudieron verse en los días tranquilos los huesos enormes entre los pilotes arruinados de la vieja ciudad. Pero pocos se atrevían a cruzar ese sitio maldito, y menos aún a zambullirse en el agua escalofriante o a recuperar las piedras preciosas que le caían de la carcasa putrefacta.
Pero todos los hombres de armas que aún podían tenerse en pie, y la mayor parte de la fuerza del Rey Elfo, se dispusieron a marchar al norte, a la Montaña. Y así fue que en el undécimo día después de la destrucción de la ciudad, la vanguardia de estos ejércitos cruzó las puertas de piedra en el extremo del lago y entró en las tierras desoladas.
CAPÍTULO XV
El encuentro de las nubes
VOLVAMOS AHORA CON BILBO y los enanos. Uno de ellos había vigilado toda la noche, pero cuando llegó la mañana, no había visto ni oído ninguna señal de peligro. Sin embargo, la congregación de los pájaros seguía creciendo. Las bandadas se acercaban volando desde el Sur, y los grajos que todavía vivían en los alrededores de la Montaña, revoloteaban y chillaban incesantemente allá arriba.
—Algo extraño está ocurriendo —dijo Thorin—. Ya ha pasado el tiempo de los revoloteos otoñales; y estos pájaros siempre moran en tierra; hay estorninos y bandadas de pinzones, y a lo lejos carroñeros, como si se estuviese librando una batalla.
De repente Bilbo apuntó con el dedo:
—¡Ahí está el viejo zorzal otra vez! —exclamó—. Parece haber escapado cuando Smaug aplastó la ladera, ¡aunque no creo que se hayan salvado también los caracoles!
Era en verdad el viejo zorzal, y mientras Bilbo señalaba, voló hacia ellos y se posó en una piedra próxima. Luego sacudió las alas y cantó; y torció la cabeza, como escuchando; y otra vez cantó, y otra vez escuchó.
—Creo que trata de decirnos algo —dijo Balin—, pero no puedo seguir esa garrulería, es muy rápida y difícil. ¿Puedes entenderla, Bolsón?
—No muy bien —dijo Bilbo, que no entendía ni jota—, pero parece muy excitado.
—¡Si al menos fuese un cuervo! —dijo Balin.
—¡Pensé que no te gustaban! Parecías recelar de ellos cuando vinimos por aquí la última vez.
—¡Aquéllos eran grajos! Criaturas desagradables de aspecto sospechoso, además de groseras. Tendrías que haber oído los horribles nombres con que nos iban llamando. Pero los cuervos son diferentes. Hubo una gran amistad entre ellos y la gente de Thror; a menudo nos traían noticias secretas y los recompensábamos con cosas brillantes que ellos escondían en sus moradas.
»Vivían muchos años, y tenían una memoria larga, y esta sabiduría pasaba de padres a hijos. Conocí a muchos de los cuervos de las rocas cuando era muchacho. Esta misma altura se llamó una vez Colina del Cuervo, pues una pareja sabia y famosa, el viejo Carc y su compañera, vivían aquí sobre el cuarto del guardia. Pero no creo que nadie de ese viejo linaje esté ahora en estos sitios.
Aún no había terminado de hablar, cuando el viejo zorzal dio un grito, y en seguida se fue volando.
—Quizá nosotros no lo entendamos, pero ese viejo pájaro nos entiende a nosotros, estoy seguro —dijo Balin—. Observemos y veamos qué pasa ahora.
Pronto hubo un batir de alas, y de vuelta apareció el zorzal; y con él vino otro pájaro muy viejo y decrépito. Era un cuervo enorme y centenario, casi ciego y de cabeza desplumada, que apenas podía volar. Se posó rígido en el suelo ante ellos, sacudió lentamente las alas, y saludó a Thorin bamboleando la cabeza.