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—¿Quién cruzará primero? —preguntó Bilbo.

—Yo —dijo Thorin—, y tú vendrás conmigo, y Fili y Balin. No cabemos más en el bote. Luego, Kili, Oin, Gloin y Dori. Seguirán Ori y Nori, Bifur y Bofur, y por último Dwalin y Bombur.

—Soy siempre el último, y eso no me gusta —dijo Bombur—. Hoy le toca a otro.

—No tendrías que estar tan gordo. Tal como eres, tienes que cruzar último y con la carga más ligera. No empieces a quejarte de las órdenes, o lo pasarás mal.

—No hay remos. ¿Cómo impulsaremos el bote hasta la otra orilla? —preguntó Bilbo.

—Dadme otro trozo de cuerda y otro gancho —dijo Fili, y cuando se los trajeron, arrojó el gancho hacia la oscuridad, tan alto como pudo. Como no cayó, supusieron que se había enganchado en las ramas—. Ahora subid —dijo Fili—. Que uno de vosotros tire de la cuerda sujeta al árbol. Otro tendrá que sujetar el gancho que utilizamos al principio, y cuando estemos seguros en la otra orilla, puede engancharlo y traer el bote de vuelta.

De este modo pronto estuvieron todos a salvo en la orilla opuesta, al borde del arroyo encantado. Dwalin acababa de salir aprisa, con la cuerda enrollada en el brazo, y Bombur (refunfuñando todavía) se aprestaba a seguirlo cuando algo decididamente malo ocurrió. Sendero adelante hubo un ruido como de raudas pezuñas. De repente, de la lobreguez, salió un ciervo volador. Cargó sobre los enanos y los derribó, y en seguida se encogió para saltar. Pasó por encima del agua con un poderoso brinco, pero no llegó indemne a la otra orilla. Thorin había sido el único que aún se mantenía en pie y alerta. Tan pronto como llegaron a tierra había preparado el arco y había puesto una flecha, por si de pronto aparecía el guardián de la barca. Disparó rápido contra la bestia, que se derrumbó al llegar a la orilla opuesta. Las sombras la devoraron, pero durante unos segundos oyeron un sonido entrecortado de pezuñas que al fin se extinguió.

Antes que pudieran alabar este tiro certero, un horrible gemido de Bilbo hizo que todos olvidaran la carne de venado. —¡Bombur ha caído! ¡Bombur se ahoga! —gritó. No era más que la verdad. Bombur sólo tenía un pie en tierra cuando el ciervo se adelantó y saltó sobre él. Había tropezado, impulsando el bote hacia atrás y perdiendo el equilibrio, y las manos le resbalaron por las raíces limosas de la orilla, mientras el bote desaparecía girando lentamente.

Aún alcanzaron a ver el capuchón de Bombur sobre el agua, cuando llegaron corriendo a la orilla. Le echaron rápidamente una cuerda con un gancho. La mano de Bombur aferró la cuerda y los otros tiraron. Por supuesto, el enano estaba empapado de pies a cabeza, pero eso no era lo peor. Cuando lo depositaron en tierra seca ya estaba profundamente dormido, la mano tan apretada a la cuerda que no la pudieron soltar; y profundamente dormido quedó, a pesar de todo lo que le hicieron.

Aún estaban de pie y mirándolo, maldiciendo el desgraciado incidente y la torpeza de Bombur, lamentando la pérdida del bote, que les impedía volver y buscar el ciervo, cuando advirtieron un débil sonido: como de trompas y de perros que ladrasen lejos en el bosque. Todos se quedaron en silencio, y cuando se sentaron les pareció que oían el estrépito de una gran cacería al norte del sendero, aunque no vieron nada.





Estuvieron allí sentados durante largo rato, no atreviéndose a moverse. Bombur seguía durmiendo con una sonrisa en la cara redonda, como si todos aquellos problemas ya no le preocuparan. De repente, sendero adelante, aparecieron unos ciervos blancos, un cervato y unas ciervas, tan níveos como oscuro había sido el ciervo anterior. Refulgían en las sombras. Antes de que Thorin pudiera decir nada, tres de los enanos se habían puesto en pie de un brinco y habían disparado las flechas. Ninguna pareció dar en el blanco. Los ciervos se volvieron y desaparecieron entre los árboles tan en silencio como habían venido, y los enanos los persiguieron y les dispararon en vano otras flechas.

—¡Deteneos! ¡Deteneos! —gritó Thorin, pero demasiado tarde; los excitados enanos habían desperdiciado las últimas flechas, y ahora los arcos que Beorn les había dado eran inútiles.

Esa noche fue una triste partida, y esa tristeza pesó aún más sobre ellos en los días siguientes. Habían cruzado el arroyo encantado, pero más allá el sendero parecía serpear igual que antes, y en el bosque no advirtieron cambio alguno. Si sólo hubiesen sabido un poco más de él, y hubiesen considerado el significado de la cacería y del ciervo blanco que se les había aparecido en el camino, habrían podido reconocer que iban al fin hacia el linde este, y que si hubiesen conservado el valor y las esperanzas, pronto habrían llegado a sitios donde la luz del sol brillaba de nuevo y los árboles eran más ralos.

Pero no lo sabían, y estaban cargados con el pesado cuerpo de Bombur, al que transportaban como mejor podían, turnándose de cuatro en cuatro en la fatigosa tarea, mientras que los demás se repartían los bultos. Si éstos no se hubieran aligerado mucho en las últimas jornadas, nunca lo habrían conseguido, pero el sonriente y soñador Bombur era un pobre sustituto de las mochilas cargadas de comida, pesasen lo que pesasen. Pocos días más y llegó el momento en que no les quedó prácticamente nada que comer o beber. Nada apetitoso parecía crecer en el bosque; sólo hongos y hierbas de hojas pálidas y olor desagradable.

Cuatro días después de atravesar el arroyo encantado, llegaron a un sitio del bosque poblado de hayas. En un primer momento les alegró el cambio, pues aquí no crecían malezas y las sombras no eran tan profundas. Había una luz verdosa a ambos lados del sendero, pero el resplandor sólo revelaba unas hileras interminables de troncos rectos y grises, como pilares de un vasto salón crepuscular. Había un soplo de aire y se oía un viento, pero el sonido era triste. Unas hojas secas cayeron recordándoles que fuera llegaba el otoño. Arrastraban los pies por entre las hojas muertas de otros otoños incontables, que en montones llegaban al sendero desde la alfombra granate del bosque.

Bombur dormía aún, y ellos estaban muy cansados. A veces oían una risa inquietante, y a veces también un canto a lo lejos. La risa era risa de voces armoniosas, no de trasgos, y el canto era hermoso, pero sonaba misterioso y extraño, y en vez de sentirse reconfortados, se dieron prisa por dejar aquellos parajes con las fuerzas que les restaban.

Dos días más tarde descubrieron que el sendero descendía, y antes de mucho tiempo salieron a un valle en el que crecían unos grandes robles.

—¿Es que nunca ha de terminar este bosque maldito? —dijo Thorin—. Alguien tiene que trepar a un árbol y ver si puede sacar la cabeza por el techo de hojas y echar un vistazo alrededor. Hay que escoger el árbol más alto que se incline sobre el sendero.

Por supuesto, «alguien» quería decir Bilbo. Lo eligieron porque para que el intento sirviera de algo, quien trepase necesitaría sacar la cabeza por entre las hojas más altas, y por tanto tenía que ser liviano para que las ramas delgadas pudieran sostenerlo. El pobre señor Bolsón nunca había tenido mucha práctica en trepar a los árboles, pero los otros lo alzaron hasta las ramas más bajas de un roble enorme que crecía justo al lado del sendero y allá tuvo que subir, lo mejor que pudo; se abrió camino por entre las pequeñas ramas enmarañadas, con más de un golpe en los ojos. Se manchó de verde y se ensució con la corteza vieja de las ramas más grandes; más de una vez resbaló y consiguió sostenerse en el último momento; por fin, tras un terrible esfuerzo en un sitio difícil, donde no parecía haber ninguna rama adecuada, llegó cerca de la cima. Todo el tiempo se estuvo preguntando si habría arañas en el árbol, y cómo iba a bajar (excepto cayendo).