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CAPÍTULO VIII

Moscas y arañas

CAMINABAN EN FILA. La entrada del sendero era una suerte de arco que llevaba a un túnel lóbrego formado por dos árboles inclinados, demasiado viejos y ahogados por la hiedra y los líquenes colgantes para tener más que unas pocas hojas e

Cuando se acostumbraron a la oscuridad, pudieron ver un poco, a los lados, una trémula luz de color verde oscuro. En ocasiones, un rayo de sol que alcanzaba a deslizarse por una abertura entre las hojas de allá arriba, y escapar a los enmarañados arbustos y ramas entretejidas de abajo, caía tenue y brillante ante ellos. Pero esto ocurría raras veces, y cesó pronto.

Había ardillas negras en el bosque. Los ojos penetrantes e inquisitivos de Bilbo empezaron a vislumbrarlas fugazmente mientras cruzaban rápidas el sendero y se escabullían escondiéndose detrás de los árboles. Había también extraños ruidos, gruñidos, susurros, correteos en la maleza y entre las hojas que se amontonaban en algunos sitios del bosque; pero no conseguían ver qué causaba estos ruidos. Entre las cosas visibles lo más horrible eran las telarañas: espesas telarañas oscuras, con hilos extraordinariamente gruesos; tendidas casi siempre de árbol a árbol, o enmarañadas en las ramas más bajas, a los lados. No había ninguna que cruzara el sendero, y no pudieron adivinar si esto era por encantamiento o por alguna otra razón.

No transcurrió mucho tiempo antes que empezaran a odiar el bosque tanto como habían odiado los túneles de los trasgos, e incluso tenían menos esperanza de llegar a la salida. Pero no había otro remedio que seguir y seguir, aun después de sentir que no podrían dar un paso más si no veían el sol y el cielo, y de desear que el viento les soplara en la cara. El aire no se movía bajo el techo del bosque, eternamente quieto, sofocante y oscuro. Hasta los mismos enanos lo sentían así, ellos que estaban acostumbrados a excavar túneles y a pasar largas temporadas apartados de la luz del sol; pero el hobbit, a quien le gustaban los agujeros para hacer casas, y no para pasar los días de verano, sentía que se asfixiaba poco a poco.

Las noches eran lo peor: entonces se ponía oscuro como el carbón, no lo que vosotros llamáis negro carbón, sino realmente oscuro, tan negro que de verdad no se podía ver nada. Bilbo movía la mano delante de la nariz, intentando en vano distinguir algo. Bueno, quizá no es totalmente cierto decir que no veían nada: veían ojos.

Dormían todos muy juntos, y se turnaban en la vigilia; cuando le tocaba a Bilbo, veía destellos alrededor y, a veces, pares de ojos verdes, rojos o amarillos se clavaban en él desde muy cerca, y luego se desvanecían y desaparecían lentamente, y empezaban a brillar en otra parte. De vez en cuando destellaban en las ramas bajas que estaban justamente sobre él, y eso era lo más terrorífico. Pero los ojos que menos le agradaban eran unos que parecían pálidos y bulbosos. «Ojos de insecto», pensaba, «no ojos de animales, pero demasiado grandes».

Aunque no hacía aún mucho frío, trataron de encender unos fuegos pero desistieron pronto. Parecían atraer cientos y cientos de ojos alrededor; pero esas criaturas, fueran las que fuesen, tenían cuidado de no mostrar su cuerpo a la luz trémula de las brasas. Peor aún, atraían a miles y miles de falenas grises oscuras y negras, algunas casi tan grandes como vuestras manos, que revoloteaban y les zumbaban en los oídos. No fueron capaces de soportarlo, ni a los grandes murciélagos, negros como sombreros de copa; así que pronto dejaron de encender fuegos y dormitaban envueltos en una enorme y extraña oscuridad.

Todo esto duró lo que al hobbit le parecieron siglos y siglos; siempre tenía hambre, pues cuidaban sobremanera las provisiones. Aun así, a medida que los días seguían a los días y el bosque parecía siempre el mismo, empezaron a sentirse preocupados. La comida no duraría siempre: de hecho, empezaba a escasear. Intentaron cazar alguna ardilla, y desperdiciaron muchas flechas antes de derribar una en el sendero. Cuando la asaron, tenía un gusto horrible, y no cazaron más.

Estaban sedientos también; ninguno llevaba mucha agua, y en todo el trayecto no habían visto manantiales ni arroyos. Así estaban cuando un día descubrieron que una corriente de agua interrumpía el sendero. Rápida y alborotada, pero no demasiado ancha, fluía cruzando el camino; y era negra, o así parecía en la oscuridad. Fue bueno que Beorn les hubiese prevenido contra ella, o hubieran bebido y llenado alguno de los odres vacíos en la orilla, sin preocuparse por el color. Así que sólo pensaron en cómo atravesarla sin mojarse. Allí había habido un puente de madera, pero se había podrido con el tiempo y había caído al agua dejando sólo los postes quebrados cerca de la orilla.

Bilbo, arrodillándose en la ribera, miró adelante con atención y gritó: —¡Hay un bote en la otra orilla! ¿Por qué no pudo haber estado aquí?

—¿A qué distancia crees que está? —preguntó Thorin, pues por entonces ya sabían que entre todos ellos Bilbo tenía la vista más penetrante.





—No muy lejos. No me parece que mucho más de doce yardas.

—¡Doce yardas! Yo hubiera pensado que eran treinta por lo menos, pero mis ojos ya no ven tan bien como hace cien años. Aun así, doce yardas es tanto como una milla. No podemos saltar por encima del río y no nos atrevemos a vadearlo o nadar.

—¿Alguno de vosotros puede lanzar una cuerda?

—¿Y de qué serviría? Seguro que el bote está atado, aun contando con que pudiéramos engancharlo, cosa que dudo.

—No creo que esté atado —dijo Bilbo—. Aunque, naturalmente, con esta luz no puedo estar seguro; pero me parece como si sólo estuviese varado en la orilla, que es bastante baja ahí donde el sendero se mete en el río.

—Dori es el más fuerte, pero Fili es el más joven y tiene mejor vista —dijo Thorin—. Ven acá, Fili, y mira si puedes ver el bote de que habla el señor Bolsón.

Fili creyó verlo; así que luego de mirar un largo rato para tener una idea de la dirección, los otros le trajeron una cuerda. Llevaban muchas con ellos, y en el extremo de la más larga ataron uno de los ganchos de hierro que usaban para sujetar las mochilas a las correas de los hombros. Fili lo tomó, lo balanceó un momento, y lo arrojó por encima de la corriente.

Cayó salpicando en el agua.

—¡No lo bastante lejos! —dijo Bilbo, que observaba la otra orilla—. Un par de pies más y hubieras alcanzado el bote. Inténtalo otra vez. No creo que el encantamiento sea tan poderoso para hacerte daño si tocas un trozo de cuerda mojada.

Recogieron el gancho y Fili lo alzó en el aire, aunque dudando aún. Esta vez tiró con más fuerza.

—¡Calma! —dijo Bilbo—. Lo has metido entre los árboles del otro lado. Retíralo lentamente. —Fili retiró la cuerda poco a poco, y un momento después Bilbo dijo:— ¡Cuidado!, ahora estás sobre el bote; esperemos que el hierro se enganche.

Y se enganchó. La cuerda se puso tensa y Fili tiró en vano. Kili fue en su ayuda, y después Oin y Gloin. Tiraron, y de pronto cayeron todos de espaldas. Bilbo, que estaba atento, alcanzó a tomar la cuerda y con un trozo de palo retuvo el pequeño bote negro que se acercaba arrastrado por la corriente. —¡Socorro! —gritó, y Balin aferró el bote antes de que se deslizase aguas abajo.

—Estaba atado, después de todo —dijo, mirando la amarra rota que aún colgaba del bote—. Fue un buen tirón, muchachos; y suerte que nuestra cuerda era la más resistente.