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La gran puerta había rechinado y en seguida se cerró de golpe. Beorn había salido. Los enanos estaban aún sentados en el suelo, alrededor del fuego, con las piernas cruzadas. De pronto se pusieron a cantar. Algunos de los versos eran como éstos, aunque hubo muchos y el canto siguió durante largo rato:

El viento soplaba en el brezal agostado,

pero no se movía una hoja en el bosque;

criaturas oscuras reptaban en silencio,

y allí estaban las sombras día y noche.

El viento bajaba de las montañas frías,

y como una marea rugía y rodaba,

la rama crujía, el bosque gemía

y allí se amontonaba la hojarasca.

El viento resoplaba viniendo del oeste,

y todo movimiento terminó en la floresta,

pero ásperas y roncas cruzando los pantanos,

las voces sibilantes al fin se liberaron.

Las hierbas sisearon con las flores dobladas,

los juncos golpetearon. Los viento avanzaban

sobre un estanque trémulo bajo cielos helados,

rasgando y dispersando las nubes rápidas.

Pasando por encima del cubil del Dragón,

dejó atrás la Montaña solitaria y desnuda;

había allí unas piedras oscuras y compactas,

y en el aire flotaba la bruma.

El mundo abandonó, y se elevó volando

sobre una noche amplia de mareas.





La luna navegó sobre los vientos

y avivó el resplandor de las estrellas.

Bilbo cabeceó de nuevo. De pronto, Gandalf se puso de pie.

—Es hora de dormir —dijo—, para nosotros, aunque no creo que para Beorn. En esta sala podemos descansar seguros, pero os aconsejo que no olvidéis lo que Beorn dijo antes de irse: no os paseéis por fuera hasta que el sol esté alto, pues sería peligroso.

Bilbo descubrió que habían puesto unas camas a un lado de la sala, sobre una especie de plataforma entre los pilares y la pared exterior. Para él había un pequeño edredón de paja y unas mantas de lana. Se metió entre las mantas muy complacido, como si fuese un día de verano. El fuego ardía bajo cuando por fin se durmió. Sin embargo, despertó por la noche: el fuego era ahora sólo unas pocas ascuas; los enanos y Gandalf respiraban tranquilos, y parecía que dormían; la luna alta proyectaba en el suelo una luz blanquecina, que entraba por el agujero del tejado. Se oyó un gruñido fuera, y el ruido de un animal que se restregaba contra la puerta. Bilbo se preguntaba qué sería, y si podría ser Beorn en forma encantada, y si entraría como un oso para matarlos. Se hundió bajo las mantas y escondió la cabeza, y de nuevo se quedó dormido, a pesar de todos sus miedos.

Era ya avanzada la mañana cuando despertó. Uno de los enanos se había caído encima de él en las sombras, y había rodado desde la plataforma al suelo con un fuerte topetazo. Era Bofur, quien se quejaba cuando Bilbo abrió los ojos.

—Levántate, gandul —le dijo Bofur—, o no habrá ningún desayuno para ti.

Bilbo se puso de pie de un salto. —¡Desayuno! —gritó—. ¿Dónde está el desayuno?

—La mayor parte dentro de nosotros —respondieron los otros enanos que se paseaban por la sala—, y el resto en la veranda. Hemos estado buscando a Beorn desde que amaneció, pero no hay señales de él por ninguna parte, aunque encontramos el desayuno servido tan pronto como salimos.

—¿Dónde está Gandalf? —preguntó Bilbo partiendo a toda prisa en busca de algo que comer.

—Bien —le dijeron—, fuera quizá, por algún lado. —Pero Bilbo no vio rastro del mago en todo el día hasta entrada la tarde. Poco antes de la puesta del sol, Gandalf entró en la sala, donde el hobbit y los enanos, bien atendidos por los magníficos animales de Beorn, se encontraban cenando, como habían estado haciendo a lo largo del día. De Beorn no habían visto ni sabido nada desde la noche anterior, y empezaban a inquietarse.

—¿Dónde está nuestro anfitrión, y dónde has pasado el día? —gritaron todos.

—¡Una pregunta por vez, y no hasta después de haber comido! No he probado bocado desde el desayuno.

Al fin Gandalf apartó el plato y la jarra (se había comido dos hogazas de pan enteras, con abundancia de mantequilla, miel y crema cuajada, y había bebido por lo menos un cuarto de galón de hidromiel) y sacó la pipa.

—Primero responderé a la segunda pregunta —dijo—; pero ¡caramba! ¡Éste es un sitio estupendo para echar anillos de humo!

Y durante un buen rato no pudieron sacarle nada más, ocupado como estaba en lanzar anillos de humo, que desaparecían entre los pilares de la sala, cambiando las formas y los colores, y haciéndolos salir por el agujero del tejado. Desde fuera estos anillos tenían que parecer muy extraños, deslizándose en el aire uno tras otro, verdes, azules, rojos, plateados, amarillos, blancos, grandes, pequeños, los pequeños metiéndose entre los grandes y formando así figuras en forma de ocho, y perdiéndose en la distancia como bandadas de pájaros.

—Estuve siguiendo huellas de oso —dijo por fin—. Una reunión regular de osos tiene que haberse celebrado ahí fuera durante la noche. Pronto me di cuenta de que las huellas no podían ser todas de Beorn; había demasiadas, y de diferentes tamaños. Me atrevería a decir que eran osos pequeños, osos grandes, osos normales y enormes osos gigantes, todos danzando fuera, desde el anochecer hasta casi el amanecer. Vinieron de todas direcciones, excepto del lado oeste, más allá del río, de las Montañas. Hacia allí sólo iba un rastro de pisadas..., ninguna venía, todas se alejaban desde aquí. Las seguí hasta la Carroca. Luego desaparecieron en el río, que era demasiado profundo y caudaloso para intentar cruzarlo. Es bastante fácil, como recordaréis, ir desde esta orilla hasta la Carroca por el vado, pero al otro lado hay un precipicio donde el agua desciende en remolinos. Tuve que andar millas antes de encontrar un lugar donde el río fuese bastante ancho y poco profundo como para poder vadearlo y nadar, y después millas atrás, otra vez buscando las huellas. Para cuando llegué, era ya demasiado tarde para seguirlas. Iban directamente hacia los pinares al este de las Montañas Nubladas, donde anteanoche tuvimos un grato encuentro con los wargos. Y ahora creo que he respondido además a vuestra primera pregunta —concluyó Gandalf, y se sentó largo rato en silencio.

Bilbo pensó que sabía lo que el mago quería decir. —¿Qué haremos —gritó— si atrae hasta aquí a todos los wargos y trasgos? ¡Nos atraparán a todos y nos matarán! Creí que habías dicho que no era amigo de ellos.

—Sí, lo dije. ¡Y no seas estúpido! Sería mejor que te fueses a la cama. Se te ha embotado el juicio.

El hobbit se quedó bastante aplastado, y como no parecía haber otra cosa que hacer, se fue realmente a la cama; mientras los enanos seguían cantando se durmió otra vez, devanándose todavía la cabecita a propósito de Beorn, hasta que soñó con cientos de osos negros que danzaban en círculos lentos y graves, fuera en el patio a la luz de la luna. Entonces despertó, cuando todo el mundo estaba dormido, y oyó los mismos rasguños, gangueos, pisadas y gruñidos de antes.

A la mañana siguiente, el propio Beorn los despertó a todos. —Así que todavía seguís aquí —dijo. Alzó al hobbit y se rió—. Por lo que veo aún no te han devorado los wargos y los trasgos o los malvados osos —y apretó el dedo contra el chaleco del señor Bolsón sin ninguna cortesía—. El conejito se está poniendo otra vez de lo más relleno y saludable con la ayuda de pan y miel. —Rió entre dientes—. ¡Ven y toma algo más!