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—Ahora él tiene que hacernos una pregunta, preciosso mío, sí, ssí, ssí. Una pregunta máss para acertar, sí, ssí —dijo Gollum.

Pero Bilbo no podía pensar en ningún acertijo con aquella cosa asquerosamente fría y húmeda al lado, sobándolo y empujándolo. Se rascaba, se pellizcaba; y seguía sin poder pensar.

—¡Pregúntenos! ¡Pregúntenos! —decía Gollum.

Bilbo se pellizcaba y se palmoteaba; aferró la espada con una mano y tanteó el bolsillo con la otra. Allí encontró el anillo que había recogido en el túnel, y que había olvidado.

—¿Qué tengo en el bolsillo? —dijo, en voz alta. Hablaba consigo mismo, pero Gollum creyó que era un acertijo y se sintió terriblemente desconcertado.

—¡No vale! ¡No vale! —siseó—. ¿No es cierto que no vale, preciosso mío, preguntarnos qué tiene en los asquerosos bolsillitos?

Bilbo, viendo lo que había pasado y no teniendo nada mejor que decir, repitió la pregunta en voz más alta: —¿Qué hay en mis bolsillos?

—Sss —siseó Gollum—. Tiene que darnos tres oportunidades, preciosso mío, tress oportunidadess.

—¡De acuerdo! ¡Adivina! —dijo Bilbo.

—¡Las manoss! —dijo Gollum.

—Falso —dijo Bilbo, quien por fortuna había retirado la mano otra vez—. ¡Prueba de nuevo!

—Sss —dijo Gollum más desconcertado que nunca.

Pensó en todas las cosas que él llevaba en los bolsillos: espinas de pescado, dientes de trasgos, conchas mojadas, un trozo de ala de murciélago, una piedra aguzada para afilarse los colmillos, y otras cosas repugnantes. Intentó pensar en lo que otra gente podía llevar en los bolsillos.

—¡Un cuchillo! —dijo al fin.

—¡Falso! —dijo Bilbo, que había perdido el suyo hacía tiempo—. ¡Última oportunidad!

Ahora Gollum se sentía mucho peor que cuando Bilbo le había planteado el acertijo del huevo. Siseó, farfulló y se balanceó adelante y atrás, golpeteando el suelo con los pies, y se meneó y retorció; sin embargo no se decidía, no quería echar a perder esa última oportunidad.

—¡Vamos! —dijo Bilbo—. ¡Estoy esperando!

Trató de parecer valiente y jovial, pero no estaba muy seguro de cómo terminaría el juego, ya Gollum acertase o no.

—¡Se acabó el tiempo! —dijo.

—¡Una cuerda o nada! —chilló Gollum, quien no respetaba del todo las reglas, respondiendo dos cosas a la vez.

—¡Las dos mal! —gritó Bilbo, mucho más aliviado; e incorporándose de un salto, se apoyó de espaldas en la pared más próxima y desenvainó la pequeña espada. Naturalmente, sabía que el torneo de las adivinanzas era sagrado y de una antigüedad inmensa, y que aun las criaturas malvadas temían hacer trampas mientras jugaban. Pero sentía también que no podía confiar en que aquella criatura viscosa mantuviera una promesa. Cualquier excusa le parecería apropiada para eludirla. Y al fin y al cabo la última pregunta no había sido un acertijo genuino de acuerdo con las leyes ancestrales.





Pero sin embargo Gollum no lo atacó en seguida. Miraba la espada que Bilbo tenía en la mano. Se quedó sentado, susurrando y estremeciéndose. Al fin, Bilbo no pudo esperar más.

—Y bien —dijo—, ¿qué hay de tu promesa? Me quiero ir; tienes que enseñarme el camino.

—¿Dijimos eso, preciosso? Mostrarle la salida al pequeño y asqueroso Bolsón, sí, sí. Pero ¿qué tiene él en los bolsillos? ¡Ni cuerda, preciosso, ni nada! ¡Oh, no! ¡Gollum!

—No te importa —dijo Bilbo—; una promesa es una promesa.

—Vaya, ¡qué prisa! ¡Impaciente, preciosso! —siseó Gollum—, pero tiene que esperar, sí. No podemos subir por los pasadizos tan de prisa; primero tenemos que recoger cosas, sí, cosas que nos ayuden.

—¡Bien, apresúrate! —dijo Bilbo, aliviado al pensar que Gollum se marchaba. Creía que sólo se estaba excusando, y que no pensaba volver. ¿De qué hablaba Gollum? ¿Qué cosa útil podía guardar en el lago oscuro? Pero se equivocaba. Gollum pensaba volver. Estaba enfadado ahora y hambriento. Y era una miserable y malvada criatura y ya tenía un plan.

No muy lejos estaba su isla, de la que Bilbo nada sabía; y allí, en un escondrijo, guardaba algunas sobras miserables y una cosa muy hermosa, muy maravillosa. Tenía un anillo, un anillo de oro, un anillo precioso.

—¡Mi regalo de cumpleaños! —murmuraba, como había hecho a menudo en los oscuros días interminables—. Eso es lo que ahora queremoss, sí, ¡lo queremoss!

Lo quería porque era un anillo de poder, y si os lo poníais en el dedo, erais invisibles. Sólo a plena luz del sol podrían veros, y sólo por la sombra, temblorosa y tenue.

—¡Mi regalo de cumpleaños! ¡Llegó a mí el día de mi cumpleaños, preciosso mío! —Así monologaba Gollum. Pero nadie sabe cómo Gollum había conseguido aquel regalo, hacía siglos, en los viejos días, cuando tales anillos abundaban en el mundo. Quizá ni el propio Amo que los gobernaba a todos podía decirlo. Al principio Gollum solía llevarlo puesto hasta que le cansó, y desde entonces lo guardó en una bolsa pegada al cuerpo, hasta que le lastimó la piel, y desde entonces lo tuvo escondido en una roca de la isla, y siempre volvía a mirarlo. Y aún a veces se lo ponía, cuando no aguantaba estar lejos de él ni un momento más, o cuando estaba muy, muy hambriento, y harto de pescado. Entonces se arrastraba por pasadizos oscuros, en busca de trasgos extraviados. Se aventuraba incluso en sitios donde había antorchas encendidas que lo hacían parpadear y le irritaban los ojos. Estaba seguro, oh, sí, muy seguro. Nadie lo veía, nadie notaba que estaba allí hasta que les apretaba la garganta con las manos. Lo había llevado puesto, hacía sólo unas pocas horas y había capturado un pequeño trasgo. ¡Cómo había chillado! Aún le quedaban uno o dos huesos por roer, pero deseaba algo más tierno.

—Muy seguro, sí —se decía—. No nos verá, ¿verdad, preciosso mío? No, y la asquerosa espadita será inútil, ¡sí, bastante inútil!

Eso es lo que escondía en su pequeña mollera malvada mientras se apartaba bruscamente de Bilbo y chapoteaba hacia el bote, perdiéndose en la oscuridad. Bilbo creyó que nunca lo volvería a oír; aun así, esperó un rato, pues no tenía idea de cómo encontrar solo el camino de salida. De pronto, oyó un chillido. Un escalofrío le bajó por la espalda. Gollum maldecía y se lamentaba en las tinieblas, no muy lejos. Estaba en su isla, revolviendo aquí y allá, buscando y rebuscando en vano.

—¿Dónde está? ¿Dónde está? —sollozaba—. Sse ha perdido, preciosso mío, ¡perdido, perdido! ¡Maldíganos y aplástenos, mi preciosso, se ha perdido!

—¿Qué pasa? —preguntó Bilbo—. ¿Qué has perdido?

—No tiene que preguntarnos, no es asunto ssuyo, ¡no, gollum! —chilló Gollum—, perdido, perdido, gollum, gollum, gollum.

—Bueno, yo también me he perdido y quiero saber dónde estoy. Gané la pugna y tú hiciste una promesa. Así que ¡adelante! ¡Ven y condúceme fuera, y luego, sigue buscando! —Aunque Gollum parecía inconsolable, Bilbo no lo compadecía demasiado, tenía la impresión de que una cosa que Gollum quería tanto no podía ser nada bueno—. ¡Vamos! —gritó.

—¡No, aún no, preciosso! —le respondió Gollum—. Tenemos que buscarlo pues se ha perdido, ¡gollum!

—Pero no acertaste mi última pregunta e hiciste una promesa —dijo Bilbo.

—¡Nunca lo imaginé! —dijo Gollum. De repente un agudo siseo brotó de la oscuridad—. ¿Qué tiene en los bolsilloss? Que nos lo diga. Primero tiene que decirlo.

Hasta donde Bilbo sabía, no había ninguna razón particular para no decírselo. Más rápida que la suya, la mente de Gollum había cazado en el aire un presentimiento; pues durante siglos había estado preocupada por esa única cosa, temiendo siempre que se la quitaran. Pero la demora impacientaba a Bilbo. Al fin y al cabo, había ganado el juego, con bastante limpieza, y corriendo un riesgo terrible. —Las preguntas eran para acertarlas, no para decirlas —dijo.