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Desearía tener tiempo para contaros sólo unas pocas de las historias o una o dos de las canciones que se oyeron entonces en aquella casa. Todos los viajeros, incluyendo los poneys, se sintieron refrescados y fortalecidos luego de pasar allí unos pocos días. Les compusieron los vestidos, tanto como las magulladuras, el humor y las esperanzas. Les llenaron las alforjas con comida y provisiones de poco peso, pero fortificantes, buenas para cruzar los desfiladeros. Les aconsejaron bien y corrigieron los planes de la expedición. Así llegó el solsticio de verano y se dispusieron a partir otra vez con los primeros rayos del sol estival.

Elrond lo sabía todo sobre runas de cualquier tipo. Aquel día observó las espadas que habían tomado en la guarida de los trolls y comentó: —Esto no es obra de los trolls. Son espadas antiguas, muy antiguas, de los Altos Elfos del Oeste, mis parientes. Están hechas en Gondolin para las guerras de los trasgos. Tienen que haber sido parte del tesoro escondido de un dragón, o de un botín de los trasgos, pues los dragones y los trasgos destruyeron esa ciudad hace muchos siglos. En ésta, Thorin, las runas dicen Orcrist, la Hendedora de Trasgos en la ancestral lengua de Gondolin; fue una hoja muy famosa. Ésta, Gandalf, fue Glamdring, Martillo de Enemigos, que una vez llevó el rey de Gondolin. ¡Guardadlas bien!

—¿De dónde las habrán sacado los trolls, me pregunto? —murmuró Thorin mirando su espada con renovado interés.

—No sabría decirlo —dijo Elrond—, pero puede suponerse que vuestros trolls habrán saqueado otros botines, o habrán descubierto los restos de viejos robos en alguna cueva de las montañas. He oído que hay quizá todavía tesoros ignotos en las cavernas desiertas de las Minas de Moria, desde la guerra de los enanos y los trasgos.

Thorin meditó estas palabras. —Llevaré esta espada con honor —dijo—. ¡Ojalá pronto hienda trasgos otra vez!

—¡Un deseo que quizá se cumpla muy pronto en los montes! —dijo Elrond—. ¡Pero mostradme ahora vuestro mapa!

Lo tomó y lo miró largo rato, y meneó la cabeza; pues si no aprobaba del todo a los enanos y el amor que le tenían al oro, odiaba a los dragones y la cruel perversidad de estas bestias, y se afligió al recordar la ruina de la ciudad de Valle y aquellas campanas alegres, y las riberas incendiadas del centelleante Río Rápido. La luna resplandecía en un amplio cuarto creciente de plata. Elrond alzó el mapa y la luz blanca lo atravesó. —¿Qué es esto? —dijo—. Hay letras lunares aquí, junto a las runas que dicen «cinco pies de altura y tres pasan con holgura».

—¿Qué son las letras lunares? —preguntó el hobbit muy excitado. Le encantaban los mapas, como ya os he dicho antes; y también le gustaban las runas y las letras, y las escrituras ingeniosas, aunque él escribía con letras delgadas y como patas de araña.

—Las letras lunares son letras rúnicas, pero que no se pueden ver —dijo Elrond—, no al menos directamente. Sólo se las ve cuando la luna brilla por detrás, y en los ejemplos más ingeniosos la fase de la luna y la estación tienen que ser las mismas que en el día en que fueron escritas. Los enanos las inventaron y las escribían con plumas de plata, como tus amigos te pueden contar. Éstas tienen que haber sido escritas en una noche del solsticio de verano con luna creciente, hace ya largo tiempo.

—¿Qué es lo que dicen? —preguntaron Gandalf y Thorin a la vez, un poco fastidiados quizá de que Elrond las hubiese descubierto primero, aunque es cierto que hasta entonces no habían tenido la oportunidad, y no volverían a tenerla quién sabe por cuánto tiempo.

—Estad cerca de la piedra gris cuando llame el zorzal —leyó Elrond— y el sol poniente brillará sobre el ojo de la cerradura con las últimas luces del Día de Durin.

—¡Durin, Durin! —exclamó Thorin—. Era el padre de los padres de la más antigua raza de Enanos, los Barbiluengos, y mi primer antepasado: yo soy el heredero de Durin.

—Pero ¿cuándo es el Día de Durin? —preguntó Elrond.





—El primer día del Año Nuevo de los enanos —dijo Thorin—. Como todos sabéis sin ninguna duda, el primer día de la última luna del otoño, en los umbrales del invierno. Todavía llamamos Día de Durin a aquel en que el sol y la última luna de otoño están juntos en el cielo. Pero me temo que esto no ayudará, pues nadie sabe hoy cuándo este tiempo se presentará otra vez.

—Eso está por verse —dijo Gandalf—. ¿Hay algo más escrito?

—Nada que se revele con esta luna —dijo Elrond, y le devolvió el mapa a Thorin; y luego bajaron al agua para ver a los elfos que bailaban y cantaban en la noche del solsticio.

La mañana siguiente, la mañana del solsticio, fue tan hermosa y fresca como hubiera podido soñarse: un cielo azul sin nubes, y el sol que brillaba en el agua. Partieron entonces entre cantos de despedida y buen viaje, con los corazones dispuestos a nuevas aventuras, y sabiendo por dónde tenían que ir para cruzar las Montañas Nubladas hacia la tierra de más allá.

CAPÍTULO IV

Sobre la colina y bajo la colina

HABÍA MUCHAS SENDAS que subían internándose en aquellas montañas, y sobre ellas muchos desfiladeros. Casi todas estas sendas eran engañosas y decepcionantes, o no llevaban a ningún sitio, o acababan mal; y casi todos estos desfiladeros estaban infestados de criaturas malvadas y peligros horrorosos. Los enanos y el hobbit, ayudados por el sabio consejo de Elrond y los conocimientos y la memoria de Gandalf, tomaron el camino que llegaba al desfiladero apropiado.

Muchos días después de haber remontado el valle y de dejar millas atrás la Última Morada, todavía seguían subiendo y subiendo. Era una senda escabrosa y peligrosa, un camino tortuoso, desierto y largo. Al fin pudieron volverse a mirar las tierras que habían dejado, allá abajo en la distancia. Lejos, muy lejos en el poniente, donde las cosas eran azules y tenues, Bilbo sabía que estaba su propio país, con casas seguras y cómodas, y el pequeño agujero-hobbit. Se estremeció. Empezaba a sentirse un frío cortante allí arriba, y el viento silbaba entre las rocas. También, a veces, unos cantos rodados bajaban a saltos por las laderas de la montaña —los había soltado el sol de mediodía sobre la nieve— y pasaban entre ellos (lo que era afortunado) o sobre sus cabezas (lo que era alarmante). Las noches se sucedían incómodas y muy frías, y no se atrevían a cantar ni a hablar demasiado alto, pues los ecos eran extraños y parecía que al silencio le molestaba que lo quebrasen, excepto con el ruido del agua, el quejido del viento y el crujido de la piedra.

«El verano está llegando allá abajo», pensó Bilbo. «Y ya empiezan la siega del heno y las meriendas. A este paso estarán recolectando y recogiendo moras aun antes de que empecemos a bajar del otro lado.» Y los demás tenían también pensamientos lúgubres de este tipo, aunque cuando se habían despedido de Elrond alentados por la mañana de verano, habían hablado alegremente del cruce de las montañas y de cabalgar al galope por las tierras que se extendían más allá. Habían pensado llegar a la puerta secreta de la Montaña Solitaria tal vez en esa misma primera luna de otoño. —Y quizá sea el Día de Durin —habían dicho. Sólo Gandalf había meneado en silencio la cabeza. Ningún enano había atravesado ese paso desde hacía muchos años, pero Gandalf sí, y conocía el mal y el peligro que habían crecido y aumentado en las tierras salvajes desde que los dragones habían expulsado de allí a los hombres, y desde que los trasgos habían ocupado la región en secreto después de la batalla de las Minas de Moria. Aun los buenos planes de magos sabios como Gandalf, y de buenos amigos como Elrond, se olvidan a veces, cuando uno está lejos en peligrosas aventuras al borde del Yermo; y Gandalf era un mago bastante sabio como para tenerlo en cuenta.