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La cabeza y la barba de Gandalf se movían de aquí para allá cuando buscaba las piedras, y ellos lo seguían; pero cuando el día empezó a declinar no parecían haberse acercado mucho al término de la busca. La hora del té había pasado hacía tiempo y parecía que la de la cena pronto iría por el mismo camino. Había mariposas nocturnas que revoloteaban alrededor y la luz era ahora muy débil, pues aún no había salido la luna. El poney de Bilbo comenzó a tropezar en raíces y piedras. Llegaron tan de repente al borde mismo de un declive abrupto, que el caballo de Gandalf casi resbaló pendiente abajo.

—¡Aquí está, por fin! —anunció el mago, y los otros se agruparon en torno y miraron por encima del borde. Vieron un valle allá abajo.

Podían oír el murmullo del agua que se apresuraba en el fondo, sobre un lecho de piedras; en el aire había un aroma de árboles, y en la vertiente del otro lado brillaba una luz.

Bilbo nunca olvidó cómo rodaron y resbalaron en el crepúsculo, bajando por el sendero empinado y zigzagueante hasta entrar en el valle secreto de Rivendel. El aire era más cálido a medida que descendían, y el olor de los pinos amodorraba a Bilbo, quien de vez en cuando cabeceaba y casi se caía, o daba con la nariz en el pescuezo del poney. Todos parecían cada vez más animados mientras bajaban. Las hayas y los robles sustituyeron a los pinos, y el crepúsculo era como una atmósfera de serenidad y bienestar. El último verde casi había desaparecido de la hierba, cuando llegaron al fin a un claro despejado, no muy por encima de las riberas del arroyo.

«¡Hummm! ¡Huele a elfos!», pensó Bilbo, y levantó los ojos hacia las estrellas. Ardían brillantes y azules. Justo entonces una canción brotó de pronto, como una risa entre los árboles:

¡Oh! ¿Qué hacéis,

y adónde vais?

¡Hay que herrar esos poneys!

¡El río corre!

¡Oh! ¡Tra-la-la-lalle,

aquí abajo en el valle!

¡Oh! ¿Qué buscáis,

y adónde vais?

¡Los leños humean,

las tartas se doran!

¡Oh! ¡Tral-lel-lel-lelle,

el valle es alegre!

¡Ja! ¡Ja!

¡Oh! ¿Hacia dónde vais

meneando las barbas?

No, no, no sabemos

qué trae a Bolsón

y a Balin y Dwalin

abajo hacia el valle

en junio.

¡Ja! ¡Ja!

¡Oh! ¿Aquí os quedaréis,





o en seguida os iréis?

¡Se extravían los poneys!

¡La luz del día muere!

Sería malo irse;

mucho mejor quedarse,

y escuchar y atender

hasta el fin de la noche

nuestro canto.

¡Ja! ¡Ja!

De esta manera reían y cantaban entre los árboles, y vaya desatino, pensaréis vosotros, supongo. Pero no les importaría nada si se lo dijeseis; se reirían todavía más. Eran elfos, desde luego. Pronto Bilbo empezó a distinguirlos, a medida que aumentaba la oscuridad. Le gustaban los elfos, aunque rara vez tropezaba con ellos, pero al mismo tiempo lo asustaban un poco. Los enanos no se llevaban bien con aquellas criaturas. Aun enanos bastante simpáticos, como Thorin y sus amigos, pensaban que los elfos eran tontos (un pensamiento muy tonto, por cierto), o se enfadaban con ellos. Pues algunos elfos les tomaban el pelo y se reían de los enanos, y sobre todo de sus barbas.

—¡Bueno, bueno! —dijo una voz—. ¡Miren qué cosa! ¡Bilbo el hobbit en un poney, cielos! ¿No es delicioso?

—¡Maravilla de maravillas!

En seguida se pusieron a corear otra canción, tan ridícula como la que he copiado entera. Al fin uno, un joven alto, salió de los árboles y se inclinó ante Gandalf y Thorin.

—¡Bienvenidos al valle! —dijo.

—¡Gracias! —dijo Thorin con alguna brusquedad, pero Gandalf había bajado ya del caballo y charlaba alegre entre los elfos.

—Te has desviado un poco del camino —dijo el elfo—. Es decir, si quieres ir por el único sendero que cruza el río hacia la casa de más allá. Nosotros te guiaremos, pero sería mejor que fueseis a pie hasta pasar el puente. ¿Te quedarás un rato y cantarás con nosotros, o te marcharás en seguida? Allá se está preparando la cena —dijo—. Puedo oler el fuego de leña de la cocina.

Cansado como estaba, a Bilbo le hubiese gustado quedarse un rato. El canto de los elfos no es para perdérselo, en junio bajo las estrellas, si te interesan esas cosas. También le hubiese gustado tener unas pocas palabras aparte con estas gentes, que parecían saber cómo se llamaba y todo acerca de él, aunque nunca los hubiese visto. Pensaba que la opinión de los elfos sobre la aventura podría ser interesante. Los elfos saben mucho y es asombroso cómo están enterados de lo que ocurre entre las gentes de la tierra, pues las noticias corren entre ellos tan rápidas como el agua de un río, o tal vez más.

Los enanos estaban todos de acuerdo en cenar cuanto antes y no quedarse mucho tiempo. Siguieron adelante, guiando a los poneys, hasta que llegaron a una buena senda, y así por fin al borde del mismo río. Corría rápido y ruidoso, como un arroyo de la montaña en un atardecer de verano, cuando el sol ha estado iluminando todo el día la nieve de las cumbres. Sólo había un puente estrecho de piedra, sin parapeto, tan estrecho que apenas si cabía un poney, y tuvieron que cruzarlo despacio y con cuidado, en fila, llevando cada uno un poney por las riendas. Los elfos habían traído faroles brillantes a la orilla y cantaron una animada canción mientras el grupo iba pasando.

—¡No mojes tu barba con la espuma, padre! —le gritaron a Thorin, que de tan encorvado iba casi a gatas—. Ya es bastante larga sin necesidad de que la mojes.

—¡Cuidado con Bilbo, que no se vaya a comer todos los bizcochos! —dijeron—. ¡Todavía está demasiado gordo para colarse por el agujero de la cerradura!

—¡Silencio, silencio, Buena Gente! ¡Y buenas noches! —dijo Gandalf, que había llegado último—. Los valles tienen oídos, y algunos elfos tienen lenguas demasiado sueltas. ¡Buenas noches!

Y así llegaron por fin a la Última Morada, y encontraron las puertas abiertas de par en par.

Ahora bien, parece extraño, pero las cosas que es bueno tener y los días buenos para disfrutar se cuentan muy pronto y no se les presta demasiada atención; en cambio, las cosas incómodas, estremecedoras, y aun horribles, pueden hacer un buen relato, y además lleva tiempo contarlas. Se quedaron muchos días en aquella casa agradable, catorce al menos, y les costó irse. Bilbo se hubiese quedado allí con gusto para siempre, incluso suponiendo que un deseo hubiera podido transportarlo sin problemas directamente de vuelta al agujero-hobbit. No obstante, algo hay que contar sobre esta estancia.

El dueño de casa era amigo de los elfos, una de esas gentes cuyos padres aparecen en cuentos extraños, anteriores al principio de la historia misma, las guerras de los trasgos malvados y los elfos, y los primeros hombres del Norte. En los días de nuestro relato, había aún algunas gentes que descendían de los elfos y los héroes del Norte; y Elrond, el dueño de la casa, era el jefe de todos ellos.

Era tan noble y de facciones tan hermosas como un señor de los elfos, fuerte como un guerrero, sabio como un mago, venerable como un rey de los enanos, y benévolo como el estío. Aparece en muchos relatos, pero la parte que desempeña en la historia de la aventura de Bilbo es pequeña, aunque importante, como veréis, si alguna vez llegamos a acabarla. La casa era perfecta tanto para comer o dormir como para trabajar, o contar historias, o cantar, o simplemente sentarse y pensar mejor, o una agradable mezcla de todo esto. La perversidad no tenía cabida en aquel valle.