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—Buscan a la señora D’Autremont... No saben que no está... Piden justicia... justicia contra usted, Bautista —comenta el viejo sacerdote.

—¡Lo que quieren es ahorcarme, matarme a pedradas! —gimotea Bautista, dominado por el pánico—. ¡Mire mi sangre, Padre Vivier, mire mi sangre! Ya se atrevieron a atacarme esos canallas... Mataron a dos de los vigilantes que trataron de defenderme... Los demás se han pasado a la canalla...

—¡Jesús! ¡Vienen también por este lado! —avisa Catalina.

—¡Me matarán...! ¡Sálveme! —suplica Bautista terriblemente aterrado.

—Por desgracia, creo que no está en mi facultad el hacerlo —apunta el Padre Vivier. Y ante los gritos que ya suenan más cerca, apremia—: ¡Pronto... a la iglesia! ¡Vamos...!

Una de las piedras, lanzada al azar, ha dado en la rodilla de Bautista, haciéndole caer, obligándole a detenerse, mientras el sacerdote, tras medir el peligro de una mirada, corre hacia la cercana iglesia llevando casi en brazos a la espantada Catalina...

—¡Muera Bautista...! ¡Muera el ama! —clama una estentórea y ronca voz—. ¡Allá va el ama...! ¡También a ella...! ¡Muera!

El Padre Vivier ha logrado hacer saltar el cerrojo de la pequeña puerta del templo, y manos trémulas la cierran tras él... Son algunas de las antiguas criadas de la casa D’Autremont, que se refugiaron allí, temerosas también de las posibles represalias de aquella muchedumbre enloquecida y ciega... Locas de espanto, afirman la puerta arrastrando los bancos, mientras el sacerdote lucha en vano por soltarse de las crispadas manos de Catalina, que, dominada por el espanto, suplica:

—¡No me deje, Padre! ¡Me toman por Sofía! ¡Van a matarme...!

—¡He de socorrer a Bautista! ¡A él sí le matarán sin remedio! ¡Déjenle paso!

—¡Ya están aquí, padre! ¡Que no abran! —recomienda Catalina, asustada por los feroces gritos de la levantisca muchedumbre—. ¡Nos matarán a todos... a todos!

La alta ventana de vidrios emplomados ha caído destrozada por un golpe certero... Dejando sobre un banco el cuerpo desmayado de Catalina, el Padre Vivier acude a la puerta frontal, descorre con esfuerzo los cerrojos del postigo, y lo entreabre lentamente...

La muchedumbre se aleja ya, va hacia la casa, tomada por asalto por algunos adelantados; como demonios, cruzan pisoteando los floridos jardines, agitando las teas incendiarias, destrozando cuanto tropieza a su paso, arrastrando como un trofeo el destrozado cuerpo, ya sin vida, de un hombre blanco...

Paralizado de angustia, el sacerdote sólo acierta a alzar la trémula diestra, mientras se agrandan sus ojos frente al horror del espectáculo, y es una oración lo que acude a sus labios:

—Señor... ten piedad de su alma.

—¿Da usted su permiso, señor gobernador?

—Por supuesto, Renato. Pase, pase y siéntese. No puedo negarle que sólo por tratarse de usted le he hecho pasar...

—Supongo que la hora es absolutamente intempestiva; pero, recordando la antigua amistad que ligó a usted con mi padre...

—Ya le he rogado que se siente. Ahora traerán café para los dos.

Conteniendo el disgusto, disimulando el mal humor bajo la perfecta cortesía a que se siente obligado, el gobernador de la Martinica ha hecho una seña discreta a su secretario para quedarse a solas, frente a Renato, y, a medida que sus ojos de hombre de mundo le van examinando de pies a cabeza, su ceño se frunce, su boca se pliega en un gesto de desagrado... Y es que, crecida la barba, salpicados de fango las botas y el traje, el aspecto de Renato D’Autremont es francamente lamentable. Cuando la puerta se ha cerrado, el gobernador comenta:

—Perdóneme si le interrumpí antes. Yo también, mientras le dejaba pasar, recordé la antigua amistad que me ligaba con su padre, pero estimo preferible no mencionar ese asunto delante de terceros, ya que como amigo, y no como gobernador, quiero hablarle, Renato.

—¿Usted a mí?





—Usted sólo desea ser escuchado, lo sé. Y hasta podría decirle por qué ha llegado hasta aquí, sin volver a su casa, tras pasar lamentablemente la noche en vela. La señora... digamos Molnar, ya que será difícil asignarle otro nombre a la que es esposa legal de Juan del Diablo...

—Señor gobernador... —interrumpe Renato con un velado reproche en la voz..

—Déjeme terminar, se lo ruego. Ya sé que se ha negado a aceptar la facilidad que, por consideración a usted, le fue otorgada. Sé el incidente lamentable que siguió a esa negativa, y el extremo a que han llegado las cosas no admite, por mi parte, contemplaciones de ninguna clase. Tengo un oficial mal herido, varios soldados con lesiones más o menos graves... Sé que ha habido muertos entre esa gentuza, y que está herido el propio Juan del Diablo. Desafortunadamente, los rebeldes se apoderaron de algunas armas y, lo que es peor, de uno de los barriles de pólvora destinados a volar las rocas, para abrir una zanja que habrá de dejarlos totalmente aislados... Si ahora pretende usted abogar por ellos...

—Al contrario. Vengo a preguntarle por qué tardan tanto sus soldados en tomar el Peñón del Diablo...

—¡Ah, caramba! ¿Cree usted poderlo hacer más de prisa?

—Sin duda alguna, y eso es precisamente de lo que se trata. Vengo a pedirle que me permita proceder a mí. ¿Por qué no da la orden de atacar? ¿Por qué no les toman entre dos fuegos, ordenando el ataque por mar, con los dos guardacostas que hay disponibles en el puerto?

—¿Quiere usted que todas las naciones nos llamen salvajes? ¿Que se cubran los diarios de todas las capitales de Europa con cintillos condenando la masacre, el asesinato perpetrado por el gobernador de la Martinica, de un grupo de pescadores que reclaman sus derechos? ¿Quiere hacerlos héroes o mártires? ¿Hasta tal punto le enloquecen el despecho y los celos?

—¿Qué dice? —se indigna Renato—. Le prohíbo...

—Cálmese, Renato. Para mí es usted casi un muchacho. Estamos solos, y con razón, al entrar, invocó mi amistad que no sólo fue con don Francisco, sino también con doña Sofía, su pobre madre a quien está usted atormentando...

—¡Basta, basta! Ahora comprendo su actitud: mi madre se ha adelantado a visitarlo.

—Es cierto, Renato; pero las habladurías llegaron antes.

—¿Habladurías? ¿También las habladurías subieron las escaleras del Palacio? No pensé que usted...

—¡Por favor, calle! No se deje llevar así por la cólera —le interrumpe tranquilamente el gobernador—. Debería ofenderme, pero no lo hago. Comprendo su estado de ánimo y me limito a darle un buen consejo: Apártese de este asunto. Ya se rendirán y pagarán muy cara su rebeldía en los calabozos del Fuerte de San Honorato...

—¡Con dos manantiales de agua potable, y el mar para proveerse de alimentos, pueden tardar semanas, meses, hasta años en rendirse!

Impulsivamente, Renato se ha puesto de pie. Con absoluta descortesía vuelve la espalda al mandatario para acercarse a la ventana, a través de cuyos cristales mira, sin verla, la ciudad que despierta bajo las primeras luces del alba. La voz del gobernador llega hasta él, estremeciéndole:

—Su esposa ha muerto hace poco más de una semana...

—¡Pero yo no tuve que ver nada con su muerte, nada... nada! ¿No me cree usted? —se revuelve Renato furioso.

—Quiero creerlo, pero no hace usted nada por poner coto a la maledicencia. Y las versiones del accidente que hasta mí han llegado...

—¡Mienten, mienten! Nada hice contra ella. Al contrario...

—Usted la persiguió...

—Sólo con la esperanza de detener su caballo desbocado. Yo no quería su muerte, quería su vida. Creí que iba a darme un hijo... ¿Cómo podía querer matarla? Quiso jugar conmigo, manejarme como un fantoche en la farsa que había preparado... No contó con la Providencia, no contó con la justicia de Dios... Y cuando vio que yo iba a detenerla, cuando estaba a punto de alcanzarla, de un espolazo brutal hizo encabritarse al caballo, y se escaparon de mis manos las riendas que estaba a punto de tomar. Desesperado, clavé yo también las espuelas y me adelanté a campo traviesa cerrándole el paso de la colina. Ella viró en redondo y el alazán que montaba se alzó en dos patas. No sé si se rompieron las riendas o si no pudo manejarlo más. Como una flecha partió el animal hacia el desfiladero. Forzando el mío hasta reventarlo, la seguí y paré milagrosamente al borde del abismo, mientras el que llevaba a Aimée, impulsado por aquel golpe sin freno, dio el salto en el abismo y cayó al fondo, rebotando contra las piedras y los árboles...