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—Juan... Si tú me amaras...

Mónica se ha alzado del duro suelo junto al lecho de Juan, donde un instante cayera rendida por el sueño y el cansancio... Aun temblorosa, va hacia la ventana abierta de par en par... Una pequeña sombra oscura se mueve entre las piedras, y Mónica le reprocha:

—¿Qué haces ahí, Colibrí? ¿Por qué no duermes? ¿Qué te pasa?

—No me pasa nada... Estaba aquí por si usted me llamaba... No puedo dormir, porque tengo mucho calor... Hay que ver el calor que hace... Y el cielo está otra vez colorado, mi ama. ¿Se fija?

Colibrí se ha acercado a la ventana del lado exterior, hasta apoyarse también en el marco, donde las manos de Mónica se crispan. Con la mirada ingenua de sus grandes ojazos, contempla aquel cielo cargado de nubes rojizas, panzudas y espesas; aquel cielo tan bajo, que parece una inmensa lona tendida sobre el áspero paisaje; tan espeso, que a su través no se ven los picos de las montañas... Mónica no alza la cabeza. Sus ojos van por los caminos de la tierra, rebuscan con ansia entre la línea de soldados, y le da un vuelco el corazón al no divisar ya el cochecillo de Renato... Y con ansia, pregunta a Colibrí:

—Se fue ya el señor Renato, ¿verdad?

—Sí, mi ama. Se fue, y cambiaron dos veces la guardia... Y allá abajo, los pescadores están arreglando una lancha grande... —Y bajando la voz, explica en tono de misterio—: No quieren decírselo a nadie... Quieren salir de aquí por el mar, y cuando estén del otro lado, poner un barril de pólvora entre los arrecifes, debajo del campamento donde están los soldados, y prenderle fuego con una mecha muy larga, para que se mueran todos...

—¡Pero eso es un crimen, un verdadero asesinato que Juan nunca va a autorizar!

—Ellos no quieren que lo sepa el amo. Están furiosos porque lo han herido y porque otro de los cuatro que hirieron ayer, el hermano de Martín, se está muriendo ya...

—¡Conseguirán que nos maten a todos! ¡Eso es lo único que conseguirán!

—Eso le dijo Segundo a Martín, y éste contestó que no le importaba nada con tal de vengar a su hermano, porque lo que más tira en este mundo es la sangre... Y Segundo contestó que a él le importaba más el patrón que toda su familia junta... que el patrón era más que su hermano, y más que su padre... Y yo digo que es verdad, pues el patrón le salvó la vida a Segundo, y a mí también, mi ama... Pero, ¿está usted llorando?

—No, Colibrí, solamente pensaba...

—¿En qué pensaba, mi ama? En que está muy malo el patrón, ¿verdad?

—No, Colibrí, no creo que esté tan mal. Pienso en que nada hay más negro que ese odio monstruoso que a veces brota entre hermanos, ni peor rencor que el que puede levantar nuestra propia sangre...

Se ha vuelto temblorosa para mirar a Juan, y entre las sombras que envuelven la oscura cabaña cree ver unos ojos, unos labios encendidos, unas manos blancas, una forma imprecisa que parece llenarlo todo, apoderándose de Juan, obligándola a retroceder como si un pasado invencible se alzara separándola del esposo a quien ama, y corren en silencio sus lágrimas... aquellas amargas lágrimas de renunciamiento, que tantas veces ha derramado...

12

CATALINA DE MOLNAR se ha sentado una vez más en el lecho, escuchando sobrecogida aquel sordo acercarse de tamboras que durante toda la noche ha estado oyendo... La tenue luz de una lámpara, piadosamente colocada a los pies de la imagen que preside la alcoba, extiende por la estancia una luz tibia, temblorosa, cuyo pálido reflejo parece aumentar la congoja que llena el corazón de aquella madre... Ha ido hacia la ventana que da a la galería. Durante las horas interminables de aquella noche, inútilmente ha querido llamar a las doncellas, tirando de las borlas de seda que cuelgan cerca de la cama... Ahora, una especie de terror pueril le salta a la garganta haciendo apagarse su pena un instante, y llama en voz alta:

—¡Petra... Juana...! ¿Es que no hay nadie? ¡Dios mío! ¿Qué es esto? ¿Qué pasa? ¡Padre Vivier!

La sombra que cruzaba cerca, se aproxima solícita. Es el sacerdote, huésped forzoso de la opulenta casa de Campo Real, y su pálido rostro adelgazado parece tan inquieto como el de Catalina de Molnar, al interrogar:

—Catalina, ¿qué tiene? ¿Qué le pasa? ¿Quiere algo?

—No; pero ese silencio primero... y luego... luego ese ruido, esa música... ¡Es indigno que los trabajadores estén de fiesta, que cuando apenas se han secado las flores que cubren la tumba de mi hija...!

—Esa música que usted oye, Catalina, no es de fiesta. Conozco bastante los sones nativos de estas gentes, y eso no suena a fiesta... al contrario...





En la penumbra de la galería, Catalina de Molnar se ha acercado al sacerdote, y juntos miran, con una especie de invencible espanto, el extraño cruzar de aquellas formas negras...

—Es un rito fúnebre, y al mismo tiempo... Escuche, Catalina, escuche bien: algunos hablan... A ver... Sí... Dicen una rara palabra en lenguas africanas, que significa lo mismo en varias de ellas... Es la única que entiendo de todas las que van pronunciando. Significa venganza. Esas gentes van pidiendo venganza... Y además, llevan algo, como una camilla con un cadáver...

—¿De quién? ¿De quién?

—No sé... no puedo adivinar, hija mía. Todo esto es tan extraño...

—Llame usted a alguien, Padre. Las doncellas no responden, pero la casa está llena de criados...

—No hay ninguno en la casa. Estamos totalmente solos, Catalina.

—¿Totalmente solos? ¿Qué dice usted, Padre? Sabía que Mónica se había ido, pero los demás...

—Renato se fue casi en seguida, y la señora D’Autremont no tardó también en seguir viaje, llevándose con ella a Yanina, y a sus criados de más confianza...

—¡Tengo miedo, Padre! Debemos volver a la capital... debemos irnos... debemos irnos...

—Ya lo he pensado, pero no hay a quién pedir un carruaje.

—¿Y Bautista?

—No sé. Le vi salir temprano capitaneando el grupo de trabajadores armados que él llama vigilantes. Mucho me temo que todo el mundo esté aquí contra él, y si la señora D’Autremont hubiera querido escucharme, hace tiempo habría puesto coto a sus abusos y a sus crueldades.

—¡Los D’Autremont... los D’Autremont...! —murmura Catalina con rencor doloroso—, ¡Por ellos ha muerto mi hija... por ellos está muerta mi Aimée! ¡Lléveme de aquí, Padre Vivier, no quiero pisar más esta tierra...! ¡Quiero irme lejos de esta casa, donde no les vea ni les oiga más!

—¡Calle, Catalina! ¿Oye usted? Gritan allá, junto a las barracas... Y vienen hacia acá con antorchas... Esos gritos parecen amenazas. ¡Vámonos de aquí... vamos! Llegaremos hasta la iglesia... Junto al altar podremos refugiarnos...

—¿Refugiarnos? ¿Cree usted que vienen contra nosotros?

—Sus gritos son de venganza. Algo les ha hecho estallar, rebelarse... Parece que persiguen a alguien que va a caballo... Pero, ¡vamos, vamos!

La ha hecho bajar las escaleras, cruzar con paso rápido los jardines laterales, pero el jinete perseguido se acerca ya a la casa, haciéndoles detenerse paralizados por la sorpresa. El caballo ha caído muy cerca de ellos, mientras salta el jinete librándose milagrosamente de quedar aplastado. Es Bautista, el mayordomo de los D’Autremont, que, rotas las ropas y el rostro ensangrentado, deshecha toda su soberbia por el espanto que le hace temblar, alza hacia la anciana dolorida y el viejo sacerdote, las manos implorantes:

—¡Defiéndame... ampáreme! ¡Van a matarme, Padre Vivier, van a matarme!

—¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que pasa? —pregunta el sacerdote.

—¡Me hirieron a pedradas y me persiguen como chacales! Hallaron muerta a Kuma en el camino... Quieren vengarse matándome a mí, matándolos a todos, prendiéndole fuego a la casa... ¡Son demonios... me matarán! ¡Ya vienen...! ¡Ampáreme...! ¡Hábleles, Padre!

—¡Bautista... Bautista...! ¡Muera... Muera...! —se oye una voz lejana—. ¡Justicia contra Bautista! ¡Al ama! ¡Al ama!