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Gradus está ahora mucho más cerca de nosotros en el espacio y en el tiempo de lo que estaba en los cantos anteriores. Tiene el pelo negro, cortado en cepillo. Podemos llenar el triste óvalo de su cara con la mayoría de sus elementos como cejas espesas y una verruga en el mentón. Tiene una tez encendida pero malsana. Podemos ver casi en foco la estructura de sus órganos de visión un tanto mesméricos. Vemos su melancólica nariz con el puente ganchudo y la extremidad hendida. Vemos el azul mineral de su mandíbula y el rugoso pointilléde su bigote afeitado.

Conocemos ya algunos de sus gestos, conocemos la actitud de chimpancé de su ancho cuerpo y sus cortas patas traseras. Hemos oído hablar bastante de su traje arrugado. Podemos por fin describir su corbata, regalo de Pascua de un carnicero coqueto, su cuñado en Onhava: imitación seda, color marrón chocolate, con rayas rojas, el extremo metido en la camisa entre el segundo y el tercer botón, moda zem-blana de los años 30, para sustituir el chaleco paterno si se ha de creer a los eruditos. Repulsivos pelos negros cubren el dorso de sus honestas y rudas manos, las manos escrupulosamente limpias de un artesano ultrasindicado, con una notable deformación de los dos pulgares, típica de los fabricantes de arandelas de candelero. Vemos con bastante brusquedad su carne húmeda. Podemos incluso distinguir (mientras, de frente, pero con seguridad, como fantasmas pasamos a través de él, a través de la centelleante hélice de su máquina voladora, a través de los delegados que nos saludan con la mano y nos sonríen), su interior magenta y color mora y la ola extraña y no tan buena que ondula en sus entrañas.

Podemos ahora ir más lejos y describir a un médico o a cualquiera que esté dispuesto a escucharnos, la condición de su alma de primate. Podía leer, escribir y montar, estaba dotado de una módica conciencia de sí mismo (con la que no sabía qué hacer), cierta conciencia de la duración y una buena memoria para las caras, los nombres, las fechas y cosas por el estilo. Espiritualmente no existía. Moralmente era un maniquí persiguiendo a otro maniquí. El hecho de que su arma fuera real y su presa un ser humano altamente desarrollado, este hecho pertenecía a nuestro mundo de acontecimientos; en el suyo, no tenía ningún sentido. Les concedo que la idea de destruir al "rey" le daba cierto grado de placer y por lo tanto deberíamos añadir a la lista de sus elementos personales la capacidad de concebir nociones, sobre todo nociones generales, como he mencionado en otra nota que no me molestaré en buscar. Quizá haya (y estoy concediendo mucho) una ligera, muy ligera satisfacción sensual, no mayor diría yo de la que siente un pequeño hedonista en el momento en que, conteniendo la respiración delante de un espejo de aumento, las uñas de los pulgares apretando con mortal seguridad los dos lados de un punto negro, expulsa totalmente el pequeño cilindro sebáceo y semitransparente de un comedón, y lanza un Ah de alivio. Gradus no hubiera matado a nadie si no hubiese obtenido placer no sólo del acto imaginado (en la medida en que era capaz de imaginar un futuro palpable) sino también de saberse encargado de la responsabilidad de una misión importante (que lo ponía en la obligación de matar) por un grupo de personas que participaban de su noción de la justicia, pero no hubiera aceptado ese trabajo si en el asesinato no hubiese encontrado algo semejante al pequeño estremecimiento bastante repugnante del anticomedón.

He considerado en mi nota anterior (ahora veo que es la nota al verso 171) las aversiones particulares y por lo tanto los motivos de nuestro "hombre automático", como dije en un tiempo en que éste tenía menos realidad corporal, no ofendía los sentidos tan violentamente como ahora; cuando estaba, en una palabra, más alejado de nuestra soleada, verde Arcadia, olorosa a hierba. Pero Nuestro Señor ha hecho al hombre tan maravillosamente que por mucho que uno salga a la caza de motivos y haga búsquedas racionales no se puede explicar realmente cómo y por qué alguien es capaz de destruir a uno de sus semejantes (este razonamiento exige, lo sé, que concedamos temporalmente a Gradus la condición de hombre), a menos que sea para defender la vida de su hijo, o la propia, o la obra de toda una vida; de modo que en el juicio definitivo del caso Gradus contra la Corona, yo propondría que si su imperfección humana se juzgara insuficiente para explicar su absurdo viaje a través del Atlántico únicamente para vaciar la recámara de su pistola, admitiéramos, Doctor, que nuestro semihombre era también medio loco.

A bordo del pequeño e incómodo avión que volaba hacia el sol, se encontró calzado entre varios delegados que iban con retraso a la Conferencia Lingüística de New Wye, todos ellos con su insignia en la solapa y representando la misma lengua, pero ninguno capaz de hablarla, de modo que la conversación se desarrollaba (por encima de nuestro encorvado asesino y de todos los lados de su cara inmóvil) en un angloamericano bastante ordinario. Durante esta prueba el pobre Gradus no cesaba de preguntarse cuál era la causa de otro malestar que lo afectaba de vez en cuando durante el vuelo y que era peor que el parloteo de los monolingüistas. No podía decidir a qué atribuirlo -si al cerdo, el repollo, las papas fritas o el melón-, pues después de haberlos regustado uno tras otro en espasmos retrospectivos, había poca elección entre sus sabores diferentes pero igualmente repugnantes. Mi propia opinión, que me gustaría ver confirmada por el Doctor, es que el bocadillo francés estaba empeñado en una sanguinaria lucha intestina con las "French Fries" (papas fritas).





Al llegar, después de las cinco, al aeropuerto de New Wye, bebió dos vasos de buena leche fría que le sirvió una máquina automática y compró un mapa en el mostrador. Golpeando con sus gruesos dedos cuadrados la configuración del terreno de la Universidad que parecía un estómago retorcido, preguntó al empleado cuál era el hotel más cercano a la Universidad. Le dijeron que un auto lo llevaría al CampusHotel que estaba a unos minutos a pie del Main Hall (hoy Shade Hall). Durante el trayecto sintió de pronto angustias tan apremiantes que se vio obligado a visitar el lavabo no bien llegó al hotel, totalmente lleno. Allí sus tormentos se resolvieron en un torrente ardiente de indigestión. Apenas se había abrochado el pantalón y verificado el bulto del bolsillo, cuando nuevos calambres y punzadas le obligaron a descubrirse otra vez los muslos, cosa que hizo con prisa tan torpe que poco faltó para que su pequeña Browning desapareciera en las profundidades del retrete.

Todavía se quejaba y hacía crujir los dientes postizos cuando su persona y su portafolios volvieron a ofender al sol que brillaba a través de los árboles con toda clase de efectos moteados. College Town estaba animada de estudiantes de los cursos de verano y visitantes lingüistas, entre los cuales Gradus hubiera podido pasar fácilmente por un vendedor ambulante de textos elementales de inglés básico para escolares norteamericanos o de esas maravillosas máquinas nuevas de traducir que hacen el trabajo tanto más rápido que un hombre o un animal.

Una gran decepción le esperaba en Main Hall: estaba cerrado todo el día. Tres estudiantes tendidos en el césped le aconsejaron que probara la Biblioteca, y los tres se la señalaron del otro lado del jardín. Allí se dirigió nuestro asesino.

- No sé dónde vive -dijo la muchacha de la recepción-. Pero sé que está aquí en este momento. Lo encontrará, estoy segura, en el Tres Noroeste, donde tenemos la Colección Islandesa. Tomé la dirección sur (agitando el lápiz) y doblé al oeste, y después de nuevo al oeste donde verá una especie de, una especie de… (el lápiz traza un movimiento circular -¿mesa redonda? ¿o anaqueles curvos?-). No, espere un momento, sería preferible que continuara en la dirección oeste hasta encontrar la sala Florence Houghton, y allí usted cruza y pasa a la parte nordeste del edificio. No se puede equivocar (el lápiz vuelve detrás de la oreja).