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La situación se aclaró pronto. Se trataba de una verdadera tragedia. Aquel chino llamado Li-Tan-Kui era el tzaidundel valle del Iman, lo que le permitía explotar a los indígenas e inflingirles castigos crueles, si ellos no le entregaban, dentro de un plazo, una cantidad determinada de pieles. Había arruinado así a muchas familias, mofándose de ellas hasta el colmo y quitándoles a sus niños, a los que vendía después para resarcirse de sus deudas. Finalmente, dos de estos udehés, losllamados Massenda y Samo, de la familia Ghialondiga, perdieron la paciencia y fueron a Khabarovsk para elevar una queja contra Li-Tan-Kui. En esta ciudad se les prometió ayudarles y se les mencionó que yo iba a llegar próximamente al Iman, viniendo del borde del mar. Se les dijo que se dirigieran a mí, porque se suponía que una vez en el lugar yo podría desenvolverme fácilmente en todo este asunto. Los dos udehésvolvieron a sus casas para informar a sus congéneres de los resultados de su viaje, y se pusieron a esperar pacientemente mi aparición. Pero Li-Tan-Kui llegó a conocer las gestiones de los dos querellantes y los hizo apalear para establecer un castigo ejemplar. Uno sucumbió en el suplicio, el otro alcanzó a soportarlo, pero quedó malparado para toda la vida. Entonces, un hermano del udehéejecutado se presentó a su vez en Khabarovsk. Li-Tan-Kui le hizo igualmente prender para someterlo al suplicio del frío sobre el río helado. Los udehéslo supieron y decidieron recurrir a las armas para defender a su cantarada. El resultado fue un verdadero estado de sitio. Desde hacía dos semanas, los udehésse quedaban en sus casas, no iban más a la caza, estaban faltos de víveres y sufrían de privaciones. Y he aquí que, en estas condiciones, supieron que, apenas llegado, yo no había encontrado nada mejor que alojarme en casa de Li-Tan-Kui.

Les expresé entonces que no estaba enterado en absoluto de todos estos acontecimientos del Iman y que había llenado a Sian-Shi-Kheza en un estado fatal de fatiga y de hambre que me impulsó a aprovechar, sin examen previo, la primera fanzaque se me había ofrecido.

Aquella misma noche, todos los ancianos de la comunidad decidieron celebrar asamblea en una de sus cabañas.

21

Última etapa

Nos volvimos a poner en ruta el 8 de noviembre. Todos los udehésvinieron a acompañarnos. Aquella multitud de hombres, de vestimenta abigarrada, y de rostros curtidos, con las colas de ardillas sujetas a sus gorros, producía una impresión curiosa. Todos los vaivenes de esa multitud tenían algo de salvaje y primitivo. Marchamos por el centro, flanqueados por los viejos, mientras que la juventud corría por los lados, apartándose a menudo para seguir las pistas de nutrias, zorros y liebres. Llegados al fin del prado, los udehésse detuvieron para dejarme avanzar solo. Pero, en el mismo momento, un anciano de cabellos blancos salió de sus filas para tenderme una uña de lince, rogándome que la metiera en el bolsillo a fin de no olvidar su ruego concerniente a Li-Tan-Kui. En ese momento nos separamos y los indígenas entraron en sus casas mientras nosotros continuábamos la marcha.

Cuando se atraviesa un bosque en verano, hay que prestar atención para no perder el camino. Cubiertos de nieve, en invierno, todos los senderos se hacen muy visibles en medio de las zarzas. Aquello me facilitó mucho la toma de relevos.

Muy fatigados de nuevo por estas últimas y movidas jornadas, teníamos muchas ganas de hacer alto para reposar un poco. Según el parecer de los udehés,el gran pueblo chino de Kartun debía encontrarse en nuestro camino. Contábamos quedarnos allí un día, a fin de restaurar nuestras fuerzas y de alquilar, si fuera posible, caballos. Pero estas previsiones no iban a cumplirse. Cuando llegamos a Kartun, la jornada estaba terminada. Los rayos del sol, que acababa de desaparecer en el horizonte, brillaban aún entre las nubes, proyectando sobre la tierra solamente un reflejo. Las viviendas chinas se protegían detrás de los abetos de la orilla, como para esconderse a los ojos de los caminantes inesperados. Cuando fuimos, pude comprobar que no había visto en ninguna parte fanzasque reflejaran más bienestar. Pero cuando entré en una de aquellas viviendas, encontré una acogida hostil por parte de los chinos. Ellos sabían ya quiénes éramos y por qué estábamos acompañados de los udehés.Como no es agradable alojarse en una casa donde los huéspedes son poco amables, pasé a otra fanza,donde se nos recibió con una hostilidad aún más marcada. En la tercera, no se nos abrió incluso la puerta y este juego se repitió en todas las otras. Nadie está obligado a lo imposible. Yo me dediqué a echar maldiciones igual que los cosacos y que el gold;pero no hubo nada que hacer y tuvimos que tomar partido. No queriendo pasar la noche cerca de esas fanzas,decidí avanzar hasta el primer lugar que conviniera para el campamento.





Llegó la noche y aparecieron algunas estrellas. Las fanzaschinas estaban ya lejos, pero nosotros seguíamos explorando el camino. De pronto, el goldse detuvo para olfatear el aire, con la cabeza levantada hacia atrás:

—Escucha, capitán —me dijo—. He percibido ahora mismo el olor del humo. —Al cabo de un minuto, añadió—: Son los udehés.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Kojevnikov—. ¿Por qué no pueden ser aún fanzaschinas?

—No, son udehés—insistió Dersu—. Una fanzachina posee siempre una gran chimenea y la humareda se remonta en el aire, mientras que el humo que sale de una yurtase extiende a lo largo del suelo. Estos son los udehés,que asan su pescado.

Tras estas palabras avanzó con seguridad, parándose a veces para aspirar más profundamente el aire. Franqueamos así cincuenta pasos, después cien e incluso otros doscientos, pero la yurtaprometida no aparecía todavía. Los hombres, fatigados, se pusieron a burlarse del bueno de Dersu, que se sintió ofendido.

—¡Si queréis, dormid aquí! Pero yo quiero ir a la yurtay comer pescado —replicó con dignidad.

Yo le seguí, imitado, por otra parte, por los cosacos. Al cabo de unos tres minutos, llegamos en efecto a un campamento udehé,compuesto de dos yurtas.Entré en una y encontré a una mujer que asaba sobre el fuego pescado desecado. El olfato del goldera aparentemente muy superior al nuestro, puesto que él había presentido la humareda y el pescado asado a una distancia por lo menos de doscientos cincuenta pasos.

Unos minutos después, sentados en torno al fuego, comíamos pescado y tomábamos té. Me encontraba tan fatigado por el trayecto que apenas pude escribir las notas necesarias en mi diario. Como rogué a los udehésque encendieran fuego durante la noche, me prometieron velar por turno y comenzaron en seguida a cortar leña. La noche fue fría y brumosa. A decir verdad, yo hubiera estado muy contento de verse desencadenar el mal tiempo por la mañana. Aquello nos habría al menos permitido reposar y dormir a placer; pero, en seguida de levantarse el sol, la bruma se disipó. Las zarzas y los árboles de la orilla se cubrieron de escarcha y parecían corales. Sobre el hielo limpio, la escarcha formó rosetas donde juguetearon los rayos del sol, semejando diamantes esparcidos sobre la superficie del río. Pero yo noté que los cosacos estaban con prisa de regresar a sus domicilios y me adelanté a su deseo. Uno de los udehésse ofreció para servirnos de guía.