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Por la mañana, Dersu estuvo en pie antes que los otros y me despertó el primero. Según él, había que avanzar tanto como fuera posible, mientras nuestras piernas pudieran llevarnos. Pero apenas estuvimos en ruta, sentí que mis fuerzas disminuían; mi mochila me pareció tener doble peso que la víspera. Cada media hora, hicimos un alto para sentarnos y reposar. Teníamos ganas de tendernos y no hacer nada, lo que era una mala señal. Avanzamos hasta el mediodía, haciendo muy poco camino. En estas condiciones no íbamos ciertamente a alcanzar el Iman en la jornada. En el transcurso de la ruta, disparamos algunos tiros de fusil, abatiendo tres trepadores y un pico-verde. Pero, ¿qué significaba aquello para cinco hombres? Entretanto, el tiempo se ensombreció y el cielo se cubrió de nubes. Súbitas ráfagas de viento hicieron elevar la nieve en el aire, disipándola en polvo blanco y formando torbellinos por encima del río. Este presentaba tan pronto superficies llanas, enteramente barridas por las ráfagas, como grandes montones de nieve que el viento había acumulado. En el curso de la jornada, sufrimos todos el frío, pues nuestras ropas usadas no llegaban a protegernos lo suficiente.

Una colina rocosa, que se encontraba a nuestra derecha, levantaba sus acantilados escarpados por encima del río. Encontramos una especie de pequeña caverna, donde encendimos pronto una hoguera. Dersu suspendió por encima del fuego una marmita e hizo hervir agua. A continuación, sacó de su mochila una pieza de piel de ciervo, la calentó al fuego y la cortó con su cuchillo en mil bandas finas como cintas. Después de haberla cortado así, la arrojó en la marmita y la hizo hervir largo tiempo. A continuación, nos dirigió las siguientes palabras:

—Cada uno debe comer para engañar a su vientre y recuperar algunas fuerzas. Después, habrá que avanzar rápido, sin tomarse reposo. En ese caso, antes de la puesta del sol, encontraremos el Iman.

La primera de estas reflexiones era superflua, ya que cada uno de nosotros estaba dispuesto a tragar cualquier cosa. Si bien la piel había estado sometida a una larga cocción, quedó bastante dura para resistir la acción de los dientes. El goldnos aconsejó, es cierto, no abusar, deteniendo a los muy ávidos con esta simple indicación:

—No hay que comer demasiado. Es malo.

A la media hora, levantamos el campo. Sin habernos saciado, esta piel consumida activó no obstante el funcionamiento mecánico de nuestros estómagos. Dersu no se privó de decir pestes de los retrasados. La jornada había terminado, pero nosotros continuamos todavía caminando. El río Sinantza parecía interminable; a cada uno de sus meandros, no percibíamos más que nuevas superficies heladas. Arrastramos con pena nuestras piernas, avanzando como ebrios. Sin la persuasión del gold,hubiéramos acampado hacía tiempo. Por fin, hacia las seis de la tarde, aparecieron indicios de una vivienda próxima: huellas de esquíes y pequeños trineos, entalles frescos de madera serrada, y así sin parar.

—El Iman no está lejos —afirmó Dersu en tono contento, y al mismo tiempo el ladrido lejano de un perro pareció hacerse eco de sus palabras. Después de un último recodo, vimos centellear luces. Era el pueblo de Sian-Shi-Kheza. Un cuarto de hora más tarde, estuvimos muy cerca de él. Jamás yo me sentí tan fatigado como aquel día. Llegados a la primera fanza; entramos para acostarnos vestidos sobre el kang.No quisimos ni comer ni beber ni hablar; nuestro único deseo fue tendernos.

Nuestra aparición provocó naturalmente emoción entre los chinos y fue nuestro anfitrión el que se mostró más agitado de todos. En secreto, despidió hacia algún sitio a dos de sus obreros. Poco tiempo después, otro chino llegó a la fanza.Mejor vestido que los otros hombres, se mostró muy desenvuelto, nos habló en ruso y me preguntó quiénes éramos y de dónde veníamos. Su lenguaje, lejos de ser elemental, era puro y regular, a menudo, incluso amenizado con proverbios rusos. Nos rogó en seguida que nos trasladáramos a su morada, y se presentó ante nosotros con el nombre de Li-Tan-Kui, hijo de Li-Fine-Fu. Nos explicó que su casa era la más bella del pueblo, mientras que la fanzadonde nosotros estábamos pertenecía a un miserable, etcétera. Después, volvió a salir y habló largo tiempo en voz baja a nuestro anfitrión. Este vino a su vez a rogarme que me trasladase a casa de Li-Tan-Kui. A pesar mío, debí consentir. No se sabe de dónde llegaron varios obreros que habían ya tenido tiempo de transportar nuestros efectos. Cuando nos encontramos en el sendero, Dersu me tiró suavemente de la manga y me dijo:

—Es un taimado; creo que quiere embaucarnos. Yo no dormiré esta noche.





Yo también había encontrado sospechoso a este chino. Y su obsequiosidad no me había gustado en absoluto.

Por la noche alguien me sacudió por la espalda, despertándome. Me levanté en seguida y encontré al goldsentado a mi lado. Me hizo señal de evitar todo ruido y me contó que Li-Tan-Kui le había ofrecido dinero, rogándole que me desaconsejase toda visita a los udehésestablecidos en Vangubé y que me hiciera alejar de sus viviendas. Con esta condición, el chino prometía poner a nuestra disposición guías y portadores especiales. Dersu le había respondido que aquello no dependía de él y se había vuelto a acostar en el kang,simulando dormir. Li-Tan-Kui esperó el momento en que Dersu, según todas las apariencias, estaba realmente dormido, para salir disimuladamente de la fanzay marcharse a caballo.

—Tenemos que ir mañana a Vangubé. Yo creo que hay allí algo malo —tal fue la conclusión del relato que me hizo el gold.

En este momento, resonó fuera como un galope de caballo; nosotros volvimos a nuestros sitios sobre el kangy simulamos los dos estar durmiendo. Li-Tan-Kui entró, pero se detuvo a escuchar sobre el dintel y no fue a desnudarse ni acostarse hasta después de haberse convencido de que todo el mundo dormía. En efecto, yo me dormí en seguida y no me desperté hasta una hora en que el sol estaba ya alto en el cielo. A decir verdad, fue un cierto ruido el que interrumpió mi sueño. Al preguntar lo que había pasado, los cosacos me anunciaron la llegada de algunos udehés.Me vestí para presentarme delante de ellos y quedé sorprendido de la enemistad que reflejaban sus miradas.

Después del té, declaré que me marchaba. Li-Tan-Kui trató de persuadirme para quedarme todavía en su casa un día, prometiendo hacer matar un cerdo en mi honor, etc. Dersu me guiñó en ese momento un ojo para hacerme comprender que no aceptase. El chino comenzó a importunarme, ofreciéndome un guía, pero yo decliné también este género de servicio. Todas estas mañas de nuestro anfitrión fueron inútiles para embaucarnos.

Los chinos del Iman, todos bien armados y llevando una vida muy holgada, fueron muy hostiles con nosotros. Cuando les pedíamos informaciones concernientes a la ruta o al número de pobladores del país, respondían con un grosero But-chi-dao(«No lo sé») mientras que otros decían sin rodeos:

—Yo lo sé, pero no lo diré.

La comunidad de Vangubé, donde habitaban, según nuestras informaciones, ochenta y cinco udehés,y que comprendía cuatro fanzasy varias yurtas [28]estaba situada más lejos y se encontraba un poco aislada. Cuando llegamos a aquel pueblo, todos sus habitantes salieron a nuestro encuentro, pero estuvieron lejos de ser amables y no nos invitaron siquiera a entrar en sus casas. La primera pregunta que me hicieron fue para averiguar el motivo de haber pasado la noche en la casa de Li-Tan-Kui. Yo respondí en seguida a este asunto y les pregunté a mi vez por qué me manifestaban tanta hostilidad. Los udehésme replicaron que ellos me habían esperado mucho, pero que acababan de enterarse, al mismo tiempo, de mi llegada y de mi visita a casa de los chinos.