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—¿Cómo no lo comprendes, después de haber marchado tantos años por la montaña?

Todo lo que para mí era incomprensible, le parecía a él simple y claro. A veces le sucedía encontrar pistas en un lugar donde yo no podía percibir nada, a pesar de todos mis esfuerzos. Él, por el contrario, sabía notar que había pasado por allí una vieja cierva con su cría de un año. Estos dos animales —explicaba— habían ramoneado brotes de espírea (reina de los prados), pero habían huido precipitadamente, asustados, según las apariencias, por algo. Estas observaciones no las hacía por vanidad, ya que nos conocíamos demasiado íntimamente para eso. Dersu las exponía simplemente por ese hábito inveterado de no descuidar ningún detalle y de considerarlo todo con atención. Si él no se hubiera aplicado desde su infancia a estudiar las pistas, hacía tiempo que se hubiera muerto de hambre. Burlándose levemente de mí, Dersu sacudía la cabeza y me decía:

—Mira, tú eres un verdadero niño; te paseas con la cabeza colgando, sin ver nada, a pesar de tus ojos, y sin comprender las cosas. ¡Están bien los ciudadanos en su ciudad! Allí no tienen ninguna necesidad de cazar el ciervo; si quieren comerlo, lo compran. Pero cuando viven solos en la montaña perecen.

A decir verdad, tenía razón. Miles de peligros acechan al viajero solitario en la taiga, y no se puede salir victorioso de esta lucha constante más que sabiendo conocer las pistas.

En el curso de este trayecto, tuve la mala suerte de poner el pie sobre un árbol espinoso. Una espina perforó mi calzado y me pinchó en la planta del pie. Me descalcé rápidamente y retiré la espina, pero seguramente no la saqué entera; un pequeño trozo había quedado probablemente en la herida. Al día siguiente, tuve mal en el pie y pedí a Dersu que examinara mi herida, cuyos bordes estaban ya inflamados. Continué andando aquel día. Por la noche, el dolor aumentó y no pude cerrar los ojos hasta el alba. Por la mañana, una gran llaga apareció claramente en mi pie. Sin embargo, la falta de provisiones nos forzaba a avanzar. No teníamos más pan y no vivíamos más que del producto de la caza. Todo lo que poseíamos en cuestión de vendajes y medicamentos había quedado en el campo. Nos arriesgábamos a ser sorprendidos en la taiga por el mal tiempo y no se podía prever cuántos días iba yo a pasar eventualmente sin moverme. Así que decidí avanzar, por más dolor que aquello pudiera causarme. Pero únicamente mi pie derecho me servía de apoyo firme, pues el izquierdo no hacía más que arrastrarse. Dersu tomó su fusil y mis dos bolsas. Cuando se trataba de descender al fondo de un barranco, me sostenía y se desvivía por aligerar mis sufrimientos. Tuvimos así mucha dificultad para franquear justo ocho kilómetros en el curso de la jornada entera y nos quedaban aún veinticuatro para llegar hasta el campamento.

Por la noche, yo tuve el pie extremadamente malo, y la planta entera estaba entonces hinchada. Me preguntaba si podría aún arrastrarme, aunque sólo fuera para llegar a la primera fanza.Dersu parecía preocupado por el mismo pensamiento. Miraba a menudo el cielo, lo que me hizo creer que esperaba la lluvia. Pero tenía en realidad preocupaciones de otro orden. En verdad, el cielo estaba cubierto de una bruma que se espesaba cada vez más. La luna no estaba más que en primer cuarto creciente, pero su superficie, en vez de ser luminosa como de ordinario, era de un color mate y desaparecía a veces enteramente. De repente, un resplandor rojizo vino a aparecer por encima de la cresta de las montañas.

—Hay humo en abundancia —observó mi compañero.

Los primeros rayos del sol nos encontraron ya de pie. De todos modos, yo era incapaz de dormir y debía avanzar mientras me quedara la menor posibilidad. Jamás olvidaré esta jornada. Al cabo de una centena de pasos, estaba obligado a volver a sentarme en tierra. Para aliviar la presión de mi calzado, deshice simplemente las costuras. La selva donde entramos bien pronto estaba obstruida por los árboles abatidos y completamente envuelta en humo. A cincuenta pasos, no se podía ya distinguir los árboles.





—Capitán, hay que darse prisa —insistía Dersu—. Yo sigo teniendo miedo. No es la hierba la que se quema, es el bosque.

Reuniendo mis últimas fuerzas continué avanzando, metiéndome a cuatro patas cuando había que escalar la menor cuesta. Cada raíz, una piña, una piedrecita o un tallo tierno sobre el cual apoyaba por precaución mi pie herido, me obligaba a dar un grito de dolor y extenderme por tierra. El humo, por su parte, venía a irritarnos el gaznate y nos hacía la marcha más y más difícil. Parecía evidente que no tendríamos tiempo de franquear ese montón de árboles abatidos, secados por el sol y el viento, y que no anticipaban más que una inmensa hoguera.

Se sabe que una gran llama acaba por crear un torbellino. La oreja experimentada de Dersu supo pronto percibir el rumor de ese peligro que se aproximaba. La única salvación consistía en ganar la orilla opuesta de la corriente de agua. Pero, para hacerlo, había que tener aplomo en las piernas, lo que para mí era imposible. ¿Qué hacer, entonces? Dersu, sin decir una palabra, me tomó súbitamente en sus brazos y atravesó así el vado del río. Del otro lado, se extendía un espacio bastante ancho y pedregoso. Depositándome al borde del lago, el goldcorrió aún a buscar nuestros fusiles, pero el humo, que se había hecho muy espeso, me impedía ver cualquier cosa.

Cuando recobré mis sentidos, Dersu reposaba a mi lado sobre los guijarros, protegiéndonos a los dos una lona húmeda. Las chispas caían sobre esta cobertura y la humareda acre no nos permitía apenas respirar. Era la primera vez en mi vida que veía un incendio de bosque tan terrible. Cedros enormes, prendidos por las llamas, se quemaban como antorchas. Por otra parte, a ras del suelo, había un verdadero mar de fuego: hierbas secas, hojas muertas, madera desgajada, todo se consumía a la vez. Al mismo tiempo, se veían los árboles verdeantes estallar bajo la acción del calor, escuchándose una especie de gemidos. La humareda amarilla subía en grandes torbellinos al cielo. Olas de fuego corrían por tierra, lamiendo sus llamas los troncos de los árboles y las piedras completamente enrojecidas.

De repente, el viento cambió de dirección, separando la cortina de humo. Dersu se enderezó y me obligó a ponerme de pie. Traté de andar sobre los guijarros pero noté en seguida que esto sobrepasaba mis fuerzas. Mi talón, sobre el cual me apoyaba principalmente durante las últimas marchas, se encontraba fuertemente desollado. Por otra parte, mi pierna sana estaba muy fatigada y experimentaba dolores en la rodilla. Cuando el goldcomprendió que no podía ya avanzar, me levantó la tienda y trajo madera, declarando que iba a procurarme un caballo en casa de los chinos. Era el único medio de salir de la taiga. Así que Dersu partió, dejándome solo.

Las llamas continuaban torbellineando del otro lado del río. Multitud de chispas iluminaban la humareda, que se agitaba en el cielo. El fuego no cesaba de propagarse. Los árboles ardían a una cadencia desigual. Vi un jabalí atravesar torpemente la corriente de agua y a un pico-negro revolotear de árbol en árbol como un loco. A los gritos incesantes de un cascanueces, respondí con mis propios gemidos. Después, vino la oscuridad. Comprendí que Dersu no podía ya volver la misma noche. Como mi pie enfermo se había hinchado mucho, me lo desnudé y palpé el absceso. Había madurado bien, pero la piel de la planta estaba endurecida por las largas marchas y no podía reventar. Acordándome de que tenía un cortaplumas, me puse a afilarlo con la ayuda de piedras. Después añadí leños al fuego, esperé a que estuviesen bien inflamados y abrí la llaga. El dolor me nubló por un momento la vista. La sangre negra y el pus brotaron de la herida en espesa masa. Esfuerzos extremos me permitieron reptar hasta el agua para lavar mi herida, sirviéndome de una manga que arranqué a mi camisa. Hecho esto, puse una compresa en mi pie y volví hacia la hoguera. Al cabo de una hora, sentí un alivio; aunque el dolor persistía, era menos fuerte que antes.