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Por la noche, después de cenar, estábamos todos charlando alrededor del fuego. De repente, un ser gris blancuzco vino a rozarnos con su vuelo lento y silencioso. Los soldados creyeron que era un gran oso, mientras que yo lo tomé por un grueso murciélago. El extraño animal reapareció pronto. Sin batir las alas, seguía una línea casi horizontal, desviándose ligeramente hacia la tierra. Posándose sobre un álamo, trepó a lo largo del árbol. El color de esta bestezuela era tan parecido a la corteza, que hubiera sido absolutamente imposible percibirlo si hubiera estado inmóvil. Después de haber escalado seis metros, el animal se detuvo y pareció petrificarse. Yo tomé mi fusil de caza para enviarle plomo, pero Dersu me lo impidió. Cortó rápidamente algunas ramas pequeñas, las ató en una gavilla espesa a la punta de un bastón y se aproximó al árbol, levantando este dispositivo luego de encenderlo en la hoguera. Cegado por el fuego, el animal se quedó en su sitio. Cuando la escoba estuvo a la altura de la bestezuela, Dersu la empujó contra el árbol y dijo a un cosaco que sostuviese el bastón. El mismo trepó al álamo, se sentó sobre la rama más próxima y se apoderó de la víctima, sirviéndose de la escoba como de una fregona. La bestezuela se zarandeó chillando. Era un roedor perteneciente a la especie de las ardillas llamadas «volantes», que poseen en el flanco, entre las patas delanteras y las traseras, una membrana cutánea que les permite volar de árbol en árbol. Todo el cuerpo de esta «ardilla volante» está cubierto de pelos suaves y lisos, de color gris claro, con una raya a lo largo de la cola. Este animal se encuentra en toda la región ussuriana y habita las selvas de especies mezcladas, prefiriendo siempre el abedul y el álamo. Los soldados rodearon en seguida al roedor volante y lo observaron con curiosidad. Lo que tiene de más original es su cabeza, con grandes bigotes y enormes ojos negros, adaptados para absorber un máximo de rayos de luz durante la noche. Cuando todo el mundo hubo examinado a placer el animalito, Dersu lo levantó por encima de su cabeza, pronunció en alta voz algunas palabras incomprensibles y le devolvió la libertad. El bicho voló casi a ras del suelo y desapareció en la oscuridad. Pregunté al goldpor qué lo había dejado irse.

—No es ni un pájaro ni un ratón —respondió Dersu—; no hay que matarlo.

Discutimos mucho tiempo sobre este tema y me habló también de otros animales. Cuando le pregunté cuál era, a su juicio, la bestia más nociva, Dersu reflexionó un poco y me dijo:

—Es el topo.

Interrogado sobre los motivos de este desprecio especial, el goldme respondió:

—¡A fe mía! Nadie quiere dispararle ni tampoco comérselo.

Con este juicio, me hacía comprender que el topo no servía para nada.

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Bramidos de ciervos





En la taiga, el fin de agosto y el comienzo de septiembre representan el período más interesante de todo el año. Es entonces cuando los ciervos se ponen a bramar y cuando se entablan entre los machos esas luchas en las que se decide la posesión de las hembras. A fin de atraer a un ciervo hay que proveerse de un pequeño cuerno que se fabrica uno mismo con corteza de abedul. Basta con arrancar al árbol una larga banda de unos diez centímetros de ancho y enrollarla en espiral, para obtener así un cuerno que alcanza casi medio metro. El sonido se produce por aspiración del aire. Nada es más fácil que abatir un ciervo mientras brama. Cegados por la pasión y embaucados por los sonidos del cuerno, los machos no se imaginan el peligro y se acercan al cazador casi a quemarropa.

Provistos de estos cuernos, Dersu y yo trocamos el campamento por la selva y franqueamos juntos cerca de un kilómetro antes de separarnos. Yo elegí un lugar un poco despejado y me senté, como de costumbre, sobre un tocón, esperando la presa. A medida que la luz desaparecía, la selva se hacía cada vez más silenciosa. De repente, en la dirección sur, escuché el bramido de un ciervo. Su grito de llamada se esparció por toda la selva y provocó en seguida una respuesta. Ésta resonó próxima a mí; debía provenir de un viejo macho. Empezando por notas bajas, el ciervo hizo resonar una serie de modulaciones que iban hacia un registro elevado para terminar por una octava vibrante. Le respondí a mi vez, sirviéndome para este fin de mi cuerno. No pasó más de un minuto antes de que escuchase un crujido de ramas; percibí, a continuación, al esbelto ciervo. Avanzaba con una actitud segura y graciosa, sacudiendo la cabeza y cuidando mucho sus cuernos, que por momentos llegaban a chocar con las ramas de los árboles. Me quedé callado. El ciervo se detuvo, echó la cabeza hacia atrás y resopló en el aire, tratando de adivinar con la ayuda del olfato el lugar en que se encontraba su adversario. Durante algunos minutos admiré al bello animal, sin tener la menor intención de matarlo. Pero el ciervo estaba muy excitado, presintiendo la presencia de un enemigo. Se sirvió de sus cuernos para remover el suelo y a continuación, con la cabeza levantada, dio un potente bramido que le hizo exhalar un ligero vapor. Antes que hubiera resonado un eco, una respuesta llegó de la orilla opuesta. El ciervo se estremeció e hizo escuchar una especie de gemido que se transformó bien pronto en un bramido corto y furioso.

Escuché de repente a mi izquierda un ligero ruido. Miré de ese lado y percibí una cierva. Cuando me volví, los dos machos habían ya entablado la lucha. Se coceaban con rabia uno al otro. Escuché los choques de sus cuernos y los soplidos profundos, cortados por quejidos. Las patas de atrás bien extendidas, los animales habían retraído las de delante sobre el vientre. En un momento dado, sus cuernos se entrelazaron a tal punto, que los combatientes no pudieron por mucho tiempo desasirse uno del otro. Pero uno alcanzó a romper, con una fuerte, sacudida de su cabeza, la extremidad de la cornamenta de su adversario, lo que fue el único medio de desprenderse.

Este combate duró unos diez minutos. Al fin, era evidente que uno de los dos ciervos debía ceder. El más débil respiraba penosamente y abandonó paso a paso. Notando esta retirada, su adversario redobló el furor. Las bestias desaparecieron pronto de mi vista y el ruido de su lucha fue disminuyendo gradualmente. Estaba claro que el más fuerte perseguía a su enemigo. La cierva los seguía a cierta distancia.

Un tiro lejano que estalló en la selva me hizo comprender que Dersu estaba manos a la obra. Hay que reconocer que los machos combatían por todas partes y producían un verdadero estrépito en la selva entera.

La noche caía rápidamente. Los últimos fulgores del sol luchaban aún en el cielo con la oscuridad, que llegaba rápidamente por el este.

Una media hora después, regresé al campamento. Dersu estaba ya instalado cerca del fuego, limpiando su arma. Hubiera podido muy bien abatir algunos ciervos, pero se había contentado con una ortega [23].

Nos quedamos todos alrededor del fuego, escuchando los bramidos, que nos impidieron dormir aquella noche. Por mi parte, cuando comencé a dormitar, los bramidos de los ciervos me despertaron de nuevo. Los cosacos permanecían junto al fuego y no dejaban de blasfemar. Las chispas se elevaban en el cielo como fuegos de artificio, girando algún tiempo hasta extinguirse en la noche.