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—¿Qué es esto, Dersu? —pregunté al gold.

—Los manzascazan jabatos.

Comprendí mal sus palabras y las interpreté en el sentido de que los chinos hacían entrar sus cerdos por la noche. Pero Dersu me objetó que nadie dejaba salir a estos animales del establo antes de la cosecha del maíz y de las legumbres. Tras unos veinte minutos de marcha, noté que se habían encendido luces del lado de las fanzas,pero a una cierta distancia.

—Los manzascazan jabatos —repitió el gold,sin darme a entender aún lo que quería decir con esta frase.

Por fin, en el momento en que sorteábamos las rocas para llegar hasta un prado, los sonidos se hicieron de repente más precisos. Un chino dirigía sonoras llamadas a alguien que se encontraba a lo lejos y, al mismo tiempo, golpeaba con un bastón una pequeña cubeta de cobre. Oyendo la proximidad de nuestra tropa, lanzó gritos más fuertes y encendió leños amontonados cerca del sendero.

—Espera, capitán —me dijo el gold—.Es peligroso avanzar así. Este hombre puede tirar sobre nosotros. Nos toma por jabatos.

Esta vez comencé a ver claro. El chino podía, en efecto, imaginar que éramos jabalíes y disparar. Dersu le gritó algo. El otro respondió en seguida y corrió a nuestro encuentro. Se podía ver que estaba a la vez asustado y contento de nuestra aparición. Resolví acampar en este lugar. Mientras los cosacos desensillaban los caballos, entré en la fanzae hice algunas preguntas a los chinos. Ellos se quejaron de su suerte, explicando que, las tres últimas noches, los jabalíes venían continuamente a devastar sus campos y sus huertos. Casi todas las legumbres habían sido aniquiladas en cuarenta y ocho horas. No quedaba más que maíz. Pero como los paquidermos habían sido ya vistos en las proximidades a lo largo de la jornada, se podía imaginar que reaparecerían a la noche. El primero de los chinos me rogó tirar al aire, prometiendo remunerarme al contado. Tras estas palabras salió corriendo, para volver a sus gritos y su tamborileo sobre la cubeta. Un segundo chino le respondió del otro lado de la montaña; de más lejos aún, llegaba un tercer eco. Estos sonidos, poco acordados, se expandían por el valle e iban a morir en el aire calmo de la noche.

Después de cenar, decidimos ir de caza. Cuando la oscuridad sucedió al crepúsculo, el chino corrió hacia el campo de maíz para encender la hoguera. Armados de nuestros fusiles, Dersu y yo partimos a cazar. Como el chino que nos hacía compañía no cesaba de gritar, Dersu le hizo observar que era inútil, ya que los jabalíes vendrían de todos modos al campo de maíz. Nosotros llegamos al cabo de unos minutos. Yo me instalé en uno de los lindes de este campo y me senté entretanto sobre un tocón. Dersu se instaló en el límite opuesto. Una columna de humo subía de la hoguera cuya luz roja chispeaba por tierra en rayos caprichosos, iluminando el maíz, la hierba, las piedras y todos los alrededores.

Nuestra espera no fue larga. Un ruido resonó detrás del campamento, justo frente a nosotros, aumentando por momentos. Los jabalíes batían con sus patas el herboso suelo, y manifestaban con gruñidos su descontento al husmear la presencia humana. A pesar de los gritos del chino y del fuego encendido, los animales iban derecho hacia el maíz. Los vimos uno o dos minutos más tarde, cuando los primeros paquidermos habían comenzado ya su saqueo. Dersu y yo hicimos fuego casi simultáneamente, abatiendo cada uno a una de las bestias. El rebaño se retiró hacia atrás, pero volvió al cabo de un cuarto de hora. Dos nuevos disparos nos aportaron todavía un par de animales. Un jabalí saltó hacia nosotros, con el hocico partido, pero una bala del goldlo dejó tieso. Entretanto, el chino bombardeaba a los paquidermos con tizones. Nuestros disparos se multiplicaron aún, pero no sirvieron de nada; los jabalíes parecían ir al ataque. Quise aproximarme a las bestias abatidas, pero Dersu me detuvo diciéndome que era peligroso, porque podía haber alguno que solamente estuviese herido.

Después de una nueva y corta espera, volvimos a entrar en la fanzapara tomar el té y acostarnos. Pero nuestro sueño no fue muy profundo, ya que el chino no cesó de gritar y de hacer alboroto con su cubeta de cobre.





Despertado a las nueve de la mañana, me informé de la composición de nuestro cuadro de caza y supe por Dersu que estaba compuesto de cinco jabalíes. Pero, los sobrevivientes habían vuelto todavía al campo después de nuestra partida para devastar todos los restos del maíz, por lo cual el chino estaba muy apenado. Nosotros no nos llevamos más que una sola de nuestras presas, dejando allí el resto. Los indígenas nos afirmaron que en otro tiempo había muchos menos jabalíes en esos parajes. Los animales se habían multiplicado en el curso de los diez últimos años, y habrían inundado la taiga entera si no estuvieran los tigres para matarlos.

Nos despedimos de nuestro huésped y continuamos el camino. Hacia el mediodía, como siempre, Dersu y yo fuimos solos por delante. Sobre la orilla opuesta al curso de agua, el sendero comenzó a subir una pendiente. En el momento de un pequeño alto, hecho a mitad de la cuesta, reajusté mi calzado y Dersu iba a encender su pipa, cuando detuvo bruscamente su ademán y arrojó una mirada atenta al bosque. Un minuto después, dijo con una franca risotada:

—¡Ah, el astuto! ¡Se hace escuchar bien!

—¿A quién te refieres? —pregunté al gold.

Sin decir palabra, señaló con la mano la espesura. Miré del lado indicado, pero no distinguí nada. Dersu me dijo que observara los árboles y no el suelo. Noté entonces que uno de los árboles estaba sacudido por un estremecimiento repentino y que aquello se repetía varias veces. Nos incorporamos en seguida, y, avanzando muy lentamente, tuvimos bien pronto la explicación: un oso de pecho blanco, sentado en lo alto de un árbol, se deleitaba con bellotas. Los osos de esta especie son más pequeños que sus compañeros pardos. Instalan sus guaridas en los huecos de los viejos álamos. Este animal comienza muy pronto su sueño invernal. Con sus dientes, abre por encima de los árboles huecos una pequeña abertura, que vienen más tarde a rodear témpanos de escarcha y que les sirve de ventilador. Por este dato los cazadores llegan a detectar la presencia de la fiera en un hueco.

Nos aproximamos al oso a una centena de pasos y pudimos así observarlo. «El patizambo» estaba encaramado en lo alto de la encina donde había dispuesto una especie de depósito. Pero quedaban todavía muchas bellotas prendidas a las ramas, que el animal no podía alcanzar. Así que el oso se aplicaba a sacudir fuertemente el árbol, mientras examinaba el suelo. Su cálculo parecía fundado, ya que las bellotas estaban bastante maduras para poder soltarse con una sacudida. Bien pronto «el compadre Martín» descendió de la encina para recogerlas por tierra.

—¿Qué especie de hombre eres? —le gritó Dersu.

El animal se volvió rápido, enderezó las orejas y aspiró profundamente el aire. Como no nos movíamos, él se calmó y estuvo presto a reanudar su comida. Pero el gold,en este momento, silbó. El oso se enderezó de cuerpo entero y se escondió detrás del árbol, donde se puso a mirar de reojo los alrededores. En este momento el viento nos sopló de espaldas. El animal lanzó en seguida un gruñido y se fue al galope, con las orejas erguidas. Los cosacos se nos reunieron bien pronto con los caballos.