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Poco a poco, los movimientos del pulpo se hicieron más lentos. Su cuerpo se sacudió en calambres y su coloración se oscureció, acusando cada vez más un tono uniforme, una especie de grisáceo tirando a violeta. Este espécimen curioso hubiera merecido estar en un museo. Pero como yo no disponía de un recipiente apropiado ni de una cantidad suficiente de solución de formol, me conformé con seccionarle un tentáculo y meterlo en el mismo cacharro donde conservaba conchas y cangrejos ermitaños. Por la noche, examiné el contenido de este recipiente y quedé asombrado al notar que faltaban dos conchas: simplemente, habían sido absorbidas por el fragmento de tentáculo del pulpo. O sea que las ventosas habían funcionado algún tiempo después que el tentáculo fuera cortado y colocado en el cacharro que contenía la solución de formol.

La visita a las pesquerías y la caza del pulpo me habían ocupado casi toda la jornada. Por la noche, los chinos me ofrecieron la carne del pulpo. Cocida al agua de mar, en una marmita, aparecía blanca, elástica al tacto; su gusto recordaba un poco el de los hongos.

11

Encuentro imprevisto

La salida del sol nos encontró en camino. La bahía de San Vladimiro está unida al valle del río Taduchú por un sendero para caminantes que puede ser utilizado incluso por caravanas que transporten cargas. Atraviesa una región montañosa, cubierta de un hermoso bosque de encinas, abedules, tilos y sauces.

Nuestro camino nos obligó a costear la orilla izquierda del Taduchú. En los alrededores del antiguo estuario, el sendero monta y sigue la cornisa. El tiempo nos era favorable. El sol brillaba, a pesar de las nubes que se estaban acumulando. Pero, por la tarde, las cosas se estropearon sensiblemente; las nubes comenzaron a extenderse y a correr tan bajo, que rozaban las cimas de las montañas. El decorado cambió en seguida y el valle pareció mustio. Las rocas, que resultaban muy pintorescas al sol, tomaron un aspecto gris y el agua del río se ensombreció. Como ya sabía lo que esto significaba, ordené levantar las tiendas y preparar la mayor cantidad posible de madera para la noche.

Acabados todos los trabajos de campamento, los soldados me pidieron permiso para ir a cazar. Les aconsejé no alejarse demasiado y regresar temprano. Dos de ellos partieron. Uno volvió, al cabo de una hora, para informarme que había encontrado al pie de una colina rocosa, a dos kilómetros aproximadamente de nuestro campamento, el campo de un cazador desconocido. Este último le había preguntado quiénes éramos, adonde íbamos y si estábamos en camino hacía mucho tiempo. Al saber mi nombre, aquel hombre se habría apresurado a acomodar su alforja. La nueva me turbó un poco. ¿De quién podría tratarse? Pero el soldado me aseguró que no valía la pena ir, ya que el desconocido había prometido venir a nuestro encuentro. No obstante, yo tomé mi fusil, llamé a mi perro y me fui rápidamente por el sendero.

Al abandonar el resplandor de la hoguera, me pareció que las tinieblas eran más espesas de lo que eran en realidad; pero al cabo de un minuto mis ojos se habituaron y pude distinguir el camino. Volviéndome, no vi ya las luces de nuestro campamento.

De repente, mi perro se arrojó hacia adelante y ladró con rabia. Levanté la cabeza y noté una silueta que no estaba muy lejos.

—¿Quién está ahí? —grité.

Como respuesta, escuché una voz que me hizo sobresaltar:

—¿Quién es este hombre?





—¡Dersu! —grité con alegría, corriendo a darle un abrazo. Un observador mal informado hubiera creído asistir a una agarrada entre dos adversarios. Mi perro Alpa,que no comprendía nada, saltó con furor sobre Dersu, pero a continuación lo reconoció y pasó de su ladrido furioso a un amable piular.

—Buenos días, capitán —dijo el gold,reponiéndose de sus primeras efusiones.

Yo le acribillé a preguntas:

—¿De dónde vienes? ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Dónde has estado y adonde vas?

El no tenía tiempo de responderme. Volviendo finalmente a la calma, pudimos establecer una conversación.

—Acabo de llegar al Taduchú —me dijo—. Me han asegurado que cuatro capitanes y doce soldados se encontraban en Chi-Myne (nombre chino del puesto de Santa Olga). Yo me he dicho que había que ir. Hace un momento, he encontrado a este hombre de tu destacamento y lo he comprendido todo.

Después de haber charlado, tomamos el camino de nuestro campamento. Era una suerte inesperada volver a disfrutar de la compañía de Dersu; por eso avanzaba alegre y gozoso. Al cabo de algunos minutos llegamos al campamento donde los soldados nos hicieron lugar y miraron con curiosidad al gold. Este no había cambiado en absoluto. Como en otro tiempo, estaba vestido con su chaqueta y su calzón de piel de reno, tocado con la misma banda y armado con su vieja carabina; sólo su pequeño tridente parecía más nuevo. Los soldados comprendieron en seguida que Dersu y yo éramos antiguos conocidos. El goldcolgó su fusil de un árbol y se puso a su vez a examinarme. Noté en sus ojos y en su sonrisa que estaba contento de nuestro reencuentro.

Después de dar orden de añadir madera al fuego y calentar el té, pregunté a Dersu, con todo detalle, dónde había estado y de qué se había ocupado en el transcurso de aquellos últimos años. Me contó que, después de haberme dejado cerca del lago de Janka, había cazado cibelinas todo el invierno y en la primavera se había dedicado a los panty;en verano, había vuelto al río Fudzin. Los chinos que acababan de llegar le habían comunicado que nuestro destacamento se dirigía hacia el norte, a lo largo del litoral. Aquello le impulsó a venir a Taduchú.

Mis compañeros no se quedaron demasiado alrededor del fuego y fueron a acostarse, mientras que nosotros pasamos casi toda la noche cerca de la hoguera. Con la compañía de Dersu asegurada, yo desafiaba ahora sin temor cualquier peligro: hundhuzes,fieras, nieves abundantes e inundaciones.

Me desperté a las nueve de la mañana. La lluvia había cesado, pero el cielo seguía cubierto. Con semejante tiempo la marcha es mala, pero aún es peor quedarse en un lugar. Todo el mundo se puso contento cuando di la orden de ensillar. Una media hora después, estábamos en ruta. Dersu y yo hicimos de nuevo un acuerdo tácito. Yo sabía que él me acompañaría y esto era lo natural; realmente, no podía tomar otra decisión. En nuestro camino, pasamos cerca de la colina rocosa para tomar sus efectos, que estaban todos reunidos, como antes, en su mochila.

Yo tenía una botella de ron que guardaba como medicamento para echar en el té, u ofrecerlo a mis compañeros en una jornada especialmente dura. Entonces, no me quedaban más que cuatro gotas. Para desembarazarme de un recipiente inútil, vertí el resto del ron en el té y arrojé la botella vacía a la hierba. Dersu saltó en seguida:

—¿Cómo? ¿Vas a echarla? ¿Se encontrará otra botella en la taiga? —exclamó, desatando su mochila.