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Al cabo de un cuarto de hora, me encontraba tan cerca del fuego que pude examinar todo lo que había alrededor. Primeramente, comprobé que no era en absoluto nuestro campamento y quedé sorprendido por la ausencia de hombres cerca de la hoguera. Sin embargo, ellos no hubieran podido abandonar el campo en aquella noche lluviosa. Así que los hombres desconocidos debían estar escondidos detrás de los árboles. Aquello no me gustó. ¿Tenía o no que acercarme al fuego? Sería perfecto si se trataba de cazadores. Pero, ¿no caería allí, por azar, en un campo de hundhuzes? Mi perro, que se encontraba detrás de mí en la espesura, saltó de repente de su sitio para correr sin temor hacia la hoguera. Se paró, mirando por todos lados y pareciendo a su vez asombrado por esa ausencia de todo ser humano. Después, dio la vuelta al fuego, husmeó el suelo, fue hacia el árbol más próximo y se detuvo allí, removiendo la cola. Aquello probaba que estaba allí alguno de los nuestros, porque si no mi Liechyhubiera mostrado cólera e inquietud. Resolví acercarme a la hoguera pero me adelantó el hombre que se había escondido hasta entonces detrás del árbol. Era Murzine. Habiendo perdido por su parte el camino, encendió aquel fuego y se decidió a esperar la llegada de la madrugada. Al escuchar pasos en la taiga y no sabiendo lo que aquello podía ser, se había protegido detrás de su árbol. Lo que le había turbado sobre todo era la circunspección que yo ponía para avanzar y, más especialmente, mi manera de pararme a una cierta distancia, en lugar de ir en línea recta hasta el fuego.

Comenzamos por secarnos. El vapor se desprendió de nuestras ropas en torbellinos. Como el humo de la hoguera vacilaba a derecha e izquierda, vimos en ello un índice de que la lluvia iba a parar. De hecho, al cabo de una media hora se hizo muy fina, pero continuaron aún cayendo gruesas gotas de los árboles. Al pie del gran abeto donde brillaba el fuego, se estaba un poco más seco. Nos desnudamos para secar nuestra ropa interior. Después de haber cortado madera de pino y arrojarla a la hoguera, dormimos un buen sueño.

Hacia la mañana, me sentí un poco friolento. Al abrir los ojos, vi que el fuego se había extinguido. El cielo estaba aún gris y la niebla recubría una parte de las montañas. Desperté al cosaco; tomamos el té y partimos a la búsqueda del campamento de nuestros camaradas. Como el sendero cerca del cual acabábamos de pasar la noche se hacía oblicuo, lo dejamos en seguida; pero sobre la orilla opuesta encontramos otro que nos llevó a nuestro campamento central.

Por la tarde, el tiempo se estropeó de nuevo. Temiendo el retorno de las largas lluvias, retrasé la exploración del Sijote Alin para un momento más propicio. En efecto, la noche nos trajo una fuerte lluvia que duró todo el día siguiente. También yo di media vuelta y volví al cabo de dos días al puesto de Santa Olga.

Mientras estaba a orillas del río Arzamassovka, los equipajes que esperábamos con impaciencia llegaron muy a propósito de Vladivostok. Como ya habíamos visitado los alrededores de la bahía de Santa Olga, teníamos que continuar nuestra expedición. Los preparativos nos tomaron dos días. Los caballos habían tenido tiempo de descansar y reponerse. El equipamiento de los animales y las ropas de los soldados se encontraban de nuevo en buen estado y las provisiones se habían completado. Partimos la tarde del 28 de julio, a lo largo de la costa, hacia la bahía de San Vladimiro.

Las montañas de este litoral poseen varias cavernas, de las cuales la más importante, la de Mokruchine, ofrece mucho interés y no ha sido aún explorada a fondo. Tiene una entrada, en forma de triángulo, situada a cuarenta o cincuenta metros por encima del nivel de la tierra. El visitante penetra primero en una sala de treinta a cuarenta metros de largo, y cuya altura llega hasta los trescientos. Al final de esta sala se encuentra un pozo profundo donde es fácil caer. Antes de llegar, hay que volver a la izquierda y adentrarse en un nicho donde se abre una larga galería, primero en subida, después en bajada. En el lugar más elevado, la galería se estrecha, flanqueada por dos estalagmitas en forma de pilares. De allí no se puede avanzar ya más que arrastrándose. Esta galería alcanza alrededor de cincuenta metros de longitud. Más allá se encuentra un largo pasillo que conduce hacia una segunda sala, de una blancura de nieve. Aunque no muy grande, es sin embargo muy bella. Por un nuevo y estrecho pasillo se penetra en una tercera sala, la más majestuosa de todas, que excede en capacidad al conjunto de las dos primeras. Aquí, las estalactitas y las estalagmitas han creado columnatas maravillosas. A lo largo de todos los muros, las capas de concreciones calcáreas parecen cascadas heladas. Algunas de estas cavidades contienen agua tan pura y transparente que el explorador no la nota más que después de haber hundido su pie en ella. Allí también se encuentran un pozo y varios pasajes laterales. Un eco centuplicado responde en esta sala a cualquier palabra pronunciada en alta voz, mientras que la caída de una piedra en el pozo produce un estruendo que hace pensar en un cañonazo, en aludes o en el hundimiento de todas esas bóvedas.

Por la noche, nuestra expedición llegó al estuario del río Vladimirovka e instaló su campo directamente sobre la costa. El día siguiente fue consagrado a la visita de la bahía de San Vladimiro, que los chinos llaman Huluay.





Al borde del golfo, encontramos algunas fanzasde pescadores. La profesión de sus habitantes respectivos era fácil de reconocer de acuerdo con los pequeños y diversos montones que había cerca de sus moradas.

Cerca de una de las casas, se amontonaban valvas de conchas llamadas «grandes peines», de las que una parte estaba ya revestida de hierba. Los chinos no arrancan de estos moluscos más que los músculos que ligan las valvas, y esta provisión, una vez desecada, es enviada a la ciudad. Se trata de un manjar muy costoso y muy apreciado en China.

Junto a otra fanzahabía montones de caparazones de cangrejos, desecados y enrojecidos al sol. Muy cerca de allí, se oreaba la carne sacada de las patas y las pinzas de esos crustáceos.

La casa siguiente pertenecía a pescadores de «coles de mar». Este producto estaba secándose bajo cobertizos de hierba instalados al lado de la habitación. Aquí, había una multitud. Unos cogían esas algas del fondo del mar, sirviéndose de ganchos especiales; otros, las exponían al sol, justo el tiempo necesario para no dejarles perder su flexibilidad y su color verde. En fin, un tercer grupo de chinos se ocupaba de atar estas «coles» y amontonarlas bajo los cobertizos.

A lo largo de la costa vi de lejos algunos chinos, metidos en el agua hasta las rodillas, y que iban y venían cerca de la orilla, sosteniendo en las manos largas pértigas. Absorbidos en su ocupación, no advirtieron nuestra presencia hasta el momento en que estuvimos a su lado. Desnudos hasta la cintura, y con el calzón arremangado hasta las rodillas, estos hombres avanzaban con precaución y buscaban algo en el fondo marino. A veces se detenían, hundían suavemente sus pértigas en el agua y retiraban objetos que lanzaban sobre la orilla. Eran mariscos comestibles. Las pértigas de las cuales se servían estos pescadores, llevaban por un lado una redecilla en forma de copa y, por el otro, un gancho de hierro. Descubriendo una concha de dos valvas, el pescador la despegaba de las piedras con ayuda de su gancho para recogerla a continuación en su red. Los hombres que quedaban sobre la orilla metían en seguida esas conchas en una marmita llena de agua hirviendo. En el momento de perecer, los moluscos abrían por sí mismos sus valvas. El contenido se sacaba entonces con cuchillos para ser preparado mediante una larga cocción. Los chinos estaban diseminados sobre un vasto espacio de la orilla, separadamente o por parejas. Sentado sobre las piedras, miraba yo el mar cuando, de repente, escuché gritos a mi izquierda. Volviéndome de ese lado, pude contemplar una lucha que se desarrollaba en el agua. Los chinos se esforzaban en arrojar sobre la orilla, con sus pértigas, una especie de animal: pero de momento lo pisoteaban entre las olas. Al parecer, experimentaban un cierto miedo de la bestia pero no querían dejarla escapar. Corrí y vi un gran pulpo en pleno combate con los pescadores. Con sus potentes tentáculos se agarraba a las piedras, y a veces los sacudía en el aire; después, se apartaba súbitamente como para meterse en alta mar. Pero otros tres chinos vinieron en auxilio de los pescadores. El enorme pulpo estaba tan cerca de la orilla que pude examinarlo a mi gusto. Su color cambiaba sin cesar, pasando de un azul más bien oscuro a un verde luminoso, para tomar en seguida un tono gris, o más bien amarillento. Cuanto más empujaban los chinos al gran molusco hacia la orilla, más le faltaban las fuerzas al pulpo. Finalmente, lo tiraron a la orilla. Era como un saco inmenso, provisto de una cabeza de donde partían los largos tentáculos, con numerosas ventosas. Levantando dos o tres de sus tentáculos a la vez, el pulpo dejaba entrever una especie de gran pico negro. Este se extendía a veces con fuerza y se retraía a continuación completamente, mostrando nada más una pequeña hendidura. Pero lo más interesante eran los ojos; es difícil encontrar un animal cuyos ojos se parezcan tanto a los de un hombre.