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Tras haber comido un poco de cereal frío que nos quedaba de la cena de la víspera, volvimos a ponernos en ruta. Esta vez, el guía torció decididamente hacia el este. Tan pronto como abandonamos el campamento, tuvimos que franquear una serie de alturas, erosionadas por las aguas, que forman los contrafuertes del Sijote-Alin. Eran colinas poco elevadas y de pendientes dulces que atravesaban numerosos arroyos, en diversos sentidos, sin dejar adivinar al instante la dirección definitiva de su corriente.

Cuanto más nos aproximábamos a la cima, más espeso se hacía el bosque, obstaculizado por los árboles abatidos. A la hora del crepúsculo, alcanzamos la línea divisoria de las aguas. Los soldados estaban bastante hambrientos y los caballos tenían también necesidad de reposo, después de haber marchado toda la jornada sin alimento y sin descanso. En los alrededores faltaba absolutamente la hierba. Pero los caballos estaban tan fatigados, que se extendieron por tierra apenas descargados. Nadie hubiera podido reconocer en ellos a los animales bien nutridos y robustos del comienzo de nuestra expedición. Ahora eran bestias enflaquecidas, extenuadas por la falta de alimentación y por los insectos. Los chinos repartieron con los cosacos una especie de poción escasa de hojas de helechos, que hicieron cocer, añadiendo restos de alforfón.

Después de esta parca cena, se acostaron todos para escapar al hambre. Por otra parte, se hizo bien; la hora de partida próxima estaba fijada aún más temprano que la mañana precedente.

De hecho, partimos de aquel campamento a las cinco, para comenzar en seguida la ascensión del Sijote-Alin, que fue lenta y variada, esforzándose nuestro guía por seguir, en lo posible, la dirección recta, pero recurriendo a zigzags para trepar por las escarpaduras.

A medida que trepábamos, los lechos de los arroyos se secaban más y más, para desaparecer por fin completamente. Sin embargo, un ruido sordo escuchado bajo nuestros pies, mostraba que estas fuentes abundaban todavía en agua. Pero poco a poco, éste comenzó igualmente a calmarse. Escuchamos todavía correr bajo tierra pequeños cursos de agua, como vertidos de una tetera; a continuación, se convirtieron en una especie de goteo; después, se hizo el silencio total.

Al cabo de una hora, llegamos a la cima. La ascensión se hizo de pronto muy empinada, pero eso no duró mucho tiempo.

En el collado mismo, un pequeño santuario hecho de corteza de árbol se adosaba al pie de un gran cedro. El viejo se detuvo e hizo un saludo inclinándose hasta tierra. A continuación, levantándose, indicó con la mano el oriente y pronunció solamente estas palabras:

—El río Vay-Fudzin.

Eso quería decir que nos encontrábamos sobre la línea divisoria entre dos cuencas fluviales. Allá arriba, el viejo chino se sentó y nos hizo comprender con un signo que era necesario reposar.

Nos enjuagamos el estómago con un poco de agua caliente y volvimos a caminar. El descenso de la cresta hacia el Vay-Fudzin fue accidentado. Teníamos ante nosotros una garganta profunda, llena de piedras y de árboles abatidos. Las aguas, precipitándose en cascadas, habían cavado muchos hoyos disimulados por helechos, que representaban verdaderas trampas. Un grueso bloque que yo me divertía en empujar, se desplomó arrastrando a otras piedras, lo que produjo todo un alud. Estas gargantas son muy difíciles de descender y nuestros caballos tuvieron las mayores dificultades en el transcurso de estas dos horas de trayecto. El arroyo que corría por el fondo de esta garganta era apenas visible a través de la maleza, pero sus aguas corrían con un ruido alegre, como si se sintieran felices de haberse abierto por fin un camino para escapar de la tierra y recuperar su libertad. Más lejos, el torrente se calmó poco a poco. Muy pronto se abrió a nuestra derecha otro profundo barranco. La garganta tomó entonces el aspecto de un valle, aunque un poco estrecho. Los chinos del país lo llaman Sine-Kvandagú. La selva, compuesta hasta entonces de especies mezcladas, se despejó bastante pronto de coníferas.





Los pocos espacios libres y lisos desplegaban una abundancia de flores inaudita: iris, con los matices más diversos, desde azul pálido a violeta casi sombrío, toda una serie de orquídeas de tintes variados, murajes amarillos, campánulas de un lila oscuro, lirios de los valles perfumados, violetas de los bosques, modestas florecillas de fresas, brezos rosados, claveles escarlata, lirios rojos, anaranjados y amarillos.

Esta transición del bosque de coníferas espeso a encinares escasos y prados floridos, fue tan súbita que provocó exclamaciones espontáneas de sorpresa. El género de paisaje que se había desplegado al oeste del Sijote-Alin, en una región separada del macizo por tres o cuatro días de marcha, renacía aquí, al pie mismo de las montañas. Advertí también otra particularidad: las plantas que habían ya perdido sus flores sobre las vertientes occidentales no estaban aún en el principio de su floración de este lado de la cresta.

Si la cuenca del Li-Fudzin había abundado en mosquitos en detrimento de los coleópteros, aquí nos encontramos en el verdadero reino de las mariposas. Grandes makaons(portacolas) venían todo el tiempo a posarse sobre el agua, dejándose llevar por la corriente y desplegando sus alas oscuras. Se hubiera creído que estas mariposas llegaban al agua solamente por descuido y no podían ya despegarse de ella, pero en varias ocasiones, cuando extendía las manos para cogerlas, se elevaban en seguida muy fácilmente en el aire para volar un poco más lejos y descender otra vez a la superficie. Por encima de todas las flores aleteaban abejas y avispas, los moscardones velludos, de vientre negro, anaranjado o blanco, remolineaban ruidosamente en el aire. En la profundidad de la hierba corrían ágiles cárabos. Vista su rapacidad, estos lamelicornios podrían ser considerados como los tigres del reino de los insectos. Libélulas de ojos azules y alas transparentes volaban cerca de la superficie del agua y de los caminos húmedos.

A pesar de la fatiga y de la falta de alimentos, marchamos todos con un paso bastante vivo. El pasaje feliz del Sijote-Alin, la transición repentina de la taiga desierta a estos bosques vivificantes y, en fin, la suerte de haber encontrado un pequeño sendero, nos reanimaron a todos.

Habiendo decidido reposar, acampamos cerca de una fanzade trampero abandonada.

Al día siguiente, 17 de junio, nuestros dos chinos fueron despedidos. Yo di al viejo mi cuchillo de caza y un saco de cuero.

No teníamos más necesidad de hachas, puesto que un sendero regular descendía de la fanzaa lo largo del río e iba mejorando cada vez más. Franqueada la selva, un majestuoso panorama alpino se abría de golpe ante nosotros. Al oeste se destacaba con gran precisión el Sijote-Alin. Pero en lugar del macizo montañoso y de los picos puntiagudos y caprichosos que yo esperaba ver, no vi más que una sucesión de montañas monótonas con la cresta aplanada, y cuyas cimas en forma de cúpulas eran gradualmente reemplazadas por depresiones, donde el tiempo y el agua habían cumplido poco a poco su obra de erosión.

Hacia las diez de la mañana, vimos sobre el sendero huellas de ruedas. Venían muy a propósito, ya que los últimos trayectos habían reventado a nuestros caballos a tal punto, que apenas arrastraban sus patas y avanzaban titubeando como si estuvieran en estado de ebriedad. Este sendero nos llevó a un río. Una fanzachina se encontraba en la orilla opuesta, a la sombra de algunos olmos inmensos. Nos sentimos felices al ver esta habitación, como si de un hotel de primer orden se tratara. Cuando los hospitalarios chinos supieron que no habíamos comido nada desde hacía dos días, se apresuraron a prepararnos la cena: buñuelos fritos con aceite de haba y cereal de trigo sarraceno con legumbres saladas; nos parecieron platos más apetitosos que los más rebuscados de las grandes ciudades. Por tácito acuerdo, se decidió dormir en el lugar.