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Hacia la noche, llegamos a una fanzade caza, la tercera en el curso de esa jornada. Estaba habitada por dos chinos. El más joven era cazador y el mayor, un viejo, recogía gin-seng.Grande, delgado, el rostro arrugado y curtido, parecía más una momia que un ser humano. El chino joven llevaba ropa nueva e incluso elegante; la del viejo estaba usada y remendada. El sombrero de paja del primero era seguramente una prenda comprada, mientras que el tocado del viejo, hecho de corteza de árbol, tenía que haber sido confeccionado en la casa.

Los dos hombres parecieron primero asustados, pero se calmaron al saber de qué se trataba. En seguida nos ofrecieron granos de cereal y té. La conclusión de nuestra entrevista fue que nos encontrábamos al pie mismo del Sijote-Alin y que no había otro camino que atravesar para llegar al litoral.

El viejo era muy digno y hablaba poco; por el contrario, el joven se mostró muy locuaz. Me dijo que ellos poseían en la taiga una plantación de gin-seng,adonde irían inmediatamente. Yo les seguí, y estaba tan interesado por los relatos del joven que no observaba la dirección de nuestra marcha; sin la ayuda de los chinos, no habría podido encontrar probablemente el camino de regreso. Avanzamos alrededor de una hora, a lo largo de vertientes, escalando un acantilado y volviendo a descender al valle. Divisé cascadas que formaban los torrentes y barrancos profundos de donde la nieve no había desaparecido todavía.

Finalmente, alcanzamos la meta de nuestra excursión. Era una vertiente expuesta al norte y cubierta por una selva espesa.

Se equivocaría el lector imaginando una plantación de gin-sengcomo un campo sembrado. Todo lugar donde se encuentran algunas raíces de estas plantas se considera apropiado para el fin, y es allí donde se transplanta cualquier nueva raíz disponible. Lo que vi en primer lugar fueron cobertizos de corteza de cedro, que servían para proteger el gin-sengcontra los rayos ardientes del sol. Para asegurar la frescura, habían plantado helechos a cada lado, cavando un canal minúsculo que conducía un chorro de agua del arroyo vecino.

Llegado al lugar, el viejo se arrodilló, unió las palmas de sus manos para llevarlas a la frente e hizo dos inclinaciones hasta la tierra. Hablaba solo, probablemente recitando una plegaria. Al levantarse, llevó de nuevo las manos a la cabeza y procedió a continuación a su trabajo. Entretanto, el chino joven se había ocupado en suspender de un árbol papelillos rojos cubiertos de jeroglíficos.

¡Así que ése era el famoso gin-seng! No hay ninguna planta en el mundo que esté rodeada de tantas historias y leyendas. Yo no sé si fue a consecuencia de mis lecturas o de los relatos que me habían hecho los chinos, pero experimenté un sentimiento de deferencia por este representante, poco brillante en apariencia, de la familia de las araliáceas. Como me arrodillase para verlo más de cerca, el viejo interpretó este gesto a su manera; creyó que yo rogaba y esto lo volvió en adelante benévolo para conmigo.

Los dos chinos se pusieron a trabajar. Barrieron las ramas secas caídas de los árboles y transplantaron zarzas que regaron con agua. Notando que ésta no llegaba con abundancia a su plantel, hicieron crecer la corriente. Escardaron a continuación las malas hierbas, aunque limitándose a ciertas especies.

Les dejé continuar en su tarea y fui a vagar por la taiga. Temiendo perderme, preferí seguir la corriente de agua, a fin de poder, a mi regreso, marchar a lo largo de ella. Cuando volví a la plantación, los chinos me esperaban, una vez terminado su trabajo. Volvimos a su fanzapor un camino nuevo, de lo cual me di cuenta al llegar a la casa por otro lado.

Durante la noche, pude persuadir a los chinos para que se avinieran a conducirnos, a través del Sijote-Alin, hacia las fuentes del Vay-Fudzin. Fue el viejo mismo quien aceptó ser nuestro guía. Pero puso como condición que no lo agobiásemos a gritos ni discutiésemos con él. El primero de estos puntos estaba previsto de antemano, y consentimos con mucho gusto también en el segundo.





Al llegar el crepúsculo, los mosquitos hicieron su reaparición. Los chinos ahumaron el interior de la fanza,mientras que nosotros instalábamos los mosquiteros. Nos dormimos muy pronto, reconfortados con la idea de poder disponer de aquellos guías para el paso del Sijote-Alin.

No teníamos, en efecto, más que una sola preocupación: la de saber si nuestras provisiones iban a bastarnos para el trayecto.

Al día siguiente, estuvimos prestos para partir a las ocho de la mañana. El viejo marchaba a la cabeza; después venían el joven chino y los dos tiradores provistos de hachas; el resto de los soldados y los caballos avanzaban a continuación. El viejo tenía en la mano una larga caña. Sin decir una palabra, se contentaba con indicar la dirección a tomar. A pesar de buen número de contratiempos, marchamos bastante rápidamente. En la región ussuriana, se encuentran raramente verdaderos bosques de coníferas, con el terreno desprovisto de hierba y sembrado de hojas aciculares. Por el contrario, el suelo es siempre húmedo, cubierto de musgos, de helechos y de carrizos bastante escasos.

Aquel día, por primera vez, hice reducir nuestras raciones a la mitad. Pero, incluso de este modo, nuestras provisiones no podían bastarnos más que para dos días. Íbamos hacia el hambre, a no ser que encontráramos lugares habitados luego de haber atravesado el Sijote-Alin.

Según nuestros chinos, había existido sin duda una fanzade tramperos en las fuentes del Vay-Fudzin, pero ellos ignoraban si existía todavía. Como yo quería detenerme y cazar un poco, el viejo insistió en que era preciso evitar todo retraso y proseguir la marcha. Acordándome de la promesa que le había hecho, obedecí a su demanda. Habría que reconocer, por otra parte, que se trataba de un guía muy bueno.

En el transcurso de aquellos últimos días, habíamos desgarrado duramente nuestras vestimentas, que estaban ahora viejas y apedazadas; las redecillas para proteger la cabeza estaban rotas y no podían servirnos más; nuestros rostros sangraban, devastados por los insectos; teníamos eczemas en la frente y en las orejas.

Además, el estado restringido de nuestros alimentos nos forzaba a darnos prisa. El gran alto fue reducido a una media hora y marchamos toda la tarde hasta el crepúsculo. Este largo trayecto derrengó a nuestro viejo guía. Cuando nos detuvimos para acampar, se sentó en tierra gimiendo y no pudo levantarse ya sin ayuda. Yo tenía en el fondo de mi cantimplora algunas gotas de ron, que conservaba en previsión de un caso de enfermedad que pudiera atacar a algún miembro de la expedición. Este caso acababa de presentarse, ya que el viejo chino era ahora uno de los nuestros y debía proseguir la ruta al día siguiente, sin contar con su regreso. Al verter aquel resto de ron en mi copa y tendérsela, pude leer en los ojos del viejo una expresión de reconocimiento. Pero él no quiso beber solo y señaló a mis compañeros. Como todos juntos nos pusimos a persuadirlo, se tragó por fin el ron, se deslizó bajo su mosquitera y se durmió. Yo no tardé en imitarlo.

A los primeros fulgores de la mañana, el viejo me despertó:

—¡En marcha! —dijo en tono lacónico.