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Una mirada experimentada hubiera notado inmediatamente que nuestra expedición estaba aún en sus comienzos: los caballos formaban una fila desperdigada; sus sillas se deslizaban constantemente; las correas se desabrochaban y los hombres se detenían a menudo para ajustar su calzado.

Pero cualquiera que haya viajado mucho sabe bien que todo eso es muy habitual. Cada día estos altos se hacen más raros, todo se arregla, y la marcha se hace después en orden, sin tropiezos.

Al día siguiente, nuestro camino nos llevó al borde del Ussuri. Todo el valle estaba inundado. Los lugares elevados parecían islas. En medio de esta masa de agua, el lecho permanente del río estaba señalado por una corriente rápida y por los árboles que se extendían a lo largo de los bordes.

Unos campesinos nos dijeron que mientras duraban esas inundaciones cesaba toda comunicación por tierra firme con los pueblos vecinos y que no se podía ir a ellos más que en barco. Después de discutir un poco, decidimos avanzar aguas arriba hasta el lugar donde el río formara un solo lecho; allí, queríamos tratar de hacer la travesía a nado, con nuestros caballos.

Por fin, descubrimos lo que buscábamos. Unos cinco kilómetros más adelante, se reunían en el río todo el conjunto de sus canales. Muchos islotes, elevados y secos, que las gentes del país llaman rielka,nos ofrecieron la posibilidad de acercarnos al río. Pero antes hubo que sortear los pantanos.

Los caballos habían tomado ya hábitos gregarios; habían dejado de cocear y de morderse entre sí. Sólo el de delante necesitaba ser conducido de la brida; los otros le seguían por ellos mismos. Cada uno de los fusileros era cabo de fila por turno, y aguijoneaba a los caballos que se desviaban o se retardaban. Pasando de un islote seco a otro, y evitando los lugares pantanosos, alcanzamos bien pronto el bosque que crece al borde del agua.

Felizmente, nos encontramos con unos chinos que poseían una barca. Es cierto que filtraba el agua como un tamiz, pero era al menos una especie de cuenco que nos podía facilitar la travesía. Bien que mal, pudimos calafatear las hendiduras, consolidar las planchas con clavos y ajustar pequeñas estacas de las cuales nos serviríamos como de toletes, atándoles cuerdas con nudos. Cuando todo estuvo presto, procedimos a la travesía. Primero, nos pusimos a transportar las sillas; después, los hombres. A continuación les tocó el turno a los caballos. Como no querían entrar en el agua solos, fue necesario que alguien les acompañase a nado.

Uno de nuestros cosacos, Kojevnikov, se ofreció para esta tarea peligrosa. Se desnudó completamente, se montó en un caballo blanco, el más ágil de todos, y se introdujo resueltamente en el agua. Los tiradores empujaron en seguida detrás de él a los otros animales. Cuando la cabalgadura de Kojevnikov perdió pie, éste saltó para nadar a su lado, agarrándose a sus crines con una mano. Las otras bestias le siguieron. Desde la orilla, pudimos ver a Kojevnikov azuzar a su caballo y acariciarle el cuello. Mientras nadaban, los caballos resoplaron, dilatando sus narices y mostrando sus dientes. Aunque la corriente los arrastraba un poco, avanzaron bastante rápidamente. Pero, ¿conseguiría Kojevnikov llegar con los caballos al lugar señalado? Más lejos, río abajo, donde crecían zarzas y árboles, la orilla se hacía escarpada y estaba obstruida por árboles desgajados. Al cabo de diez minutos, el caballo blanco pisaba fondo otra vez; el cosaco volvió a montarlo en seguida y ganó tierra.



Pero entre los animales, unos eran más fuertes y otros más débiles; estos últimos nadaban más lentamente y la caravana se extendió sobre una gran distancia. Cuando el caballo de Kojevnikov alcanzaba la orilla opuesta, la última de las bestias no se encontraba aún más que a mitad de camino. Pareció evidente que sería arrastrada por la corriente. El caballo desplegaba todos sus esfuerzos por avanzar río abajo y resistir a la corriente, pero ésta lo arrastraba cada vez más. Kojevnikov esperó la llegada de los otros animales y galopó a continuación aguas abajo. Eligiendo un lugar libre de gruesos árboles desgajados, el cosaco se abrió un camino a través de la maleza hasta el borde del agua. Colocándose en forma de ser visto por la bestia que se debatía en medio del río, se puso a gritar, pero el ruido del río ensordeció su voz. El caballo blanco de Kojevnikov enderezó la oreja, levantó la cabeza y miró al agua. De repente, su relincho resonó sobre el río. El animal que nadaba entendió esta llamada y cambió de dirección. Al cabo de algunos minutos, alcanzó la orilla. El cosaco lo dejó respirar, le puso un ronzal y lo reunió con el resto de la tropa. Entretanto, la embarcación había transportado el conjunto de hombres y cargas.

Después de la travesía, nuestro destacamento estuvo atento para evitar otros pantanos y ganar lo más pronto posible las colinas.

Sintiendo el suelo más firme bajo sus pies, hombres y caballos marcharon con mayor rapidez. Tuvimos todavía que franquear un pequeño río que corría a través de una cañada estrecha pero muy pantanosa. Los hombres llegaban a pasar bien de un montículo a otro, pero los caballos tuvieron dificultades. Daba pena verlos, hundiéndose hasta el vientre y cayéndose con frecuencia. Otros se atascaron hasta el punto de no poder salir sin ayuda de alguien. Tuvimos que aligerarlos de peso y transportar los fardos con toda la fuerza de nuestros brazos.

Cuando el último de los caballos había atravesado el pantano, la noche estaba por caer. Avanzamos todavía un poco y levantamos a continuación el campamento cerca de un arroyo de agua pura. Durante la velada, tiradores y cosacos se sentaron alrededor de la hoguera y entonaron canciones. Un acordeón apareció quién sabe de dónde. Al ver los rostros despreocupados de aquellos hombres, nadie hubiera creído que apenas dos horas antes se habían debatido, rendidos y agotados, en medio de un pantano.

Al día siguiente, se decidió disponer de un día de reposo. Había que secar los efectos, limpiar las sillas y dar un respiro a los caballos. Los fusileros se pusieron al trabajo desde la mañana. Todos sabían lo que podía estropearse y necesitar una reparación.

Aquel día, tuvimos ocasión de ver la manera en que los cosacos atrapan las abejas. Estábamos tomando el té, cuando uno de ellos se apoderó de una copa que contenía restos de miel. Pronto aparecieron las abejas, una detrás de otra. Unas llegaban, otras se llevaban una gota y se apresuraban a volver. Un cosaco llamado Murzine tuvo la idea de localizar los insectos. Observó la dirección por la cual desaparecían las abejas y se colocó, con su copa de miel, de aquel lado. Al cabo de un minuto, llegó una abeja. Cuando volvió a partir, el cosaco la siguió con la mirada mientras pudo, avanzando en el sentido de su vuelo; después, esperó la llegada de la segunda y de la tercera; así, sin interrupción, continuando sus manejos. De esta forma se dirigió, lenta pero seguramente, hacia la colmena, cuyo camino le indicaban las mismas abejas. Para esta caza, hay que armarse de paciencia.

Al cabo de una hora y media, aproximadamente, Murzine estuvo de regreso contando que había encontrado el domicilio de las abejas y contemplado una escena que le había impulsado a volver para buscar a sus camaradas. Las abejas —decía— hacían la guerra a las hormigas. Sin tardanza nos pusimos en camino, provistos de una sierra, un hacha, calderos y cerillas. Murzine nos precedía para mostrarnos el camino. Bien pronto vimos un gran tilo, inclinado en un ángulo de 45 grados y rodeado de abejas. El enjambre casi completo estaba abajo, cerca de las raíces. Estas, enroscadas, formaban una pendiente suave. Alrededor de la abertura, se habían amontonado las abejas, teniendo frente a ellas una legión igualmente compacta de hormigas negras. Era curioso observar a estas dos tropas enemigas, enfrentadas una contra otra sin decidirse a la ofensiva. Patrullas de hormigas corrían por todos lados y las abejas venían a atacarlas desde arriba. Los bichitos terrestres se defendían con rabia, posadas sobre el vientre y abriendo sus mandíbulas al máximo. Algunas veces, las hormigas ensayaban un movimiento giratorio, y trataban de atacar a las abejas por detrás, pero las patrullas aéreas las descubrían y una parte de las abejas se desplazaba hacia el lado amenazado, cerrando de nuevo el camino a las hormigas.