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En aquella larga carta, Afanasi Ivánovich comunicaba que estaba más que contento por el rápido examen del expediente de Abutalip, y muy satisfecho de su rehabilitación. Que el hecho en sí era ya una buena señal del tiempo que corría. En sus propias palabras, «era nuestra victoria sobre nosotros mismos».
Escribía después que, apenas partió Yediguéi, él volvió a los organismos oficiales que habían visitado juntos y se enteró de importantes novedades. En primer lugar, el juez Tansykbáyev había sido destituido, degradado, expedientado y privado de todos los honores recibidos. En segundo lugar, escribía, le habían comunicado que la familia de Abutalip Kuttybáyev se encontraba al parecer en Pavlodar. (¡A qué lugar tan remoto habían ido a parar!) Zaripa trabajaba de maestra en la escuela. Su estado actual: casada. Ésas fueron las noticias oficiales que llegaron de su lugar de residencia. Escribía también que las sospechas de Yediguéi respecto a aquel inspector habían quedado justificadas al reabrir el expediente: él había sido precisamente quien había denunciado a Abutalip Kuttybáyev.
«¿Por qué lo hizo? ¿Qué le impulsó a cometer semejante ruindad? He pensado mucho en ello recordando todo lo que sabía de historias semejantes y lo que tú me habías contado, Yediguéi. Teniendo presente todo eso, he intentado comprender los motivos de su acto. Y me es difícil responder. No puedo explicar qué pudo provocar semejante odio por una persona completamente ajena a él como era Abutalip Kuttybáyev. Seguramente, es una especie de enfermedad, una epidemia que contagia a las personas en un determinado período de la historia. Es posible que el germen de esta cualidad destructiva se halle en el hombre: una envidia que vacía involuntariamente el alma y le lleva a la crueldad. Pero ¿qué envidia podía provocar la persona de Abutalip? Para mí continúa siendo un enigma. Por lo que respecta al medio utilizado, es tan viejo como el mundo. En otra época, bastaba denunciar que alguien era unhereje para que en los mercados de Bujará le lapidaran o en Europa le arrojaran a la hoguera. De eso hablamos mucho tú y yo, Yediguéi, cuando viniste. Después de poner en claro los hechos a la luz del expediente de Abutalip, me convenzo una vez más de que los hombres van a tardar mucho en extirpar el defecto de odiar la personalidad de un hombre. Incluso es difícil adivinar cuán largo será ese tiempo. Pese a todo, glorifico la vida por el hecho de que la justicia sea inextirpable de la faz de la tierra. También en este caso ha triunfado de nuevo. Aunque a un precio muy alto, ¡pero ha triunfado! Y siempre será así mientras el mundo exista. Me satisface, Yediguéi, que hayas gestionado desinteresadamente esta justicia...»
Yediguéi vivió muchos días bajo la impresión de esa carta. Y se admiraba de lo mucho que él mismo había cambiado, había ganado mucho, como si algo se hubiera clarificado en él. Entonces pensó por primera vez que seguramente había llegado el momento de prepararse para una vejez que no estaba ya tan lejos...
La carta de Elizárov fue para él como un hito: la vida antes y después de la carta. Todo lo que hubo antes de ésta quedaba atrás, se cubría de neblina al alejarse como la orilla del mar, y todo lo que hubo después discurría tranquilamente día a día como recordando que duraría mucho tiempo, pero no infinitamente. Sin embargo, lo principal era que gracias a aquella carta se había enterado de que Zaripa se había casado. Esa noticia le obligó una vez más a pasar dolorosos momentos. Se tranquilizaba diciéndose que ya lo sabía, que en cierto modo presentía que se había casado, aunque no sabía dónde estaba, ni qué era de los niños, ni cómo se las arreglaba ella entre otras personas. Esa sensación la había experimentado, aguda e incesantemente, durante el camino de regreso a su casa, en el tren. Resultaría difícil decir por qué se le ocurrirían tales ideas. No porque tuviera pesar alguno en el alma. Al contrario, Yediguéi partió de Alma-Atá eufórico y de buen humor. En todos los lugares donde había estado con Elizárov los habían recibido con comprensión y buena disposición. Y eso ya les infundía una seguridad en la justicia de su empresa y una esperanza en la feliz solución del caso. Y así había sido. Y el día que Yediguéi partió de Alma-Atá, Elizárov le llevó a comer al restaurante de la estación. Quedaba tiempo más que suficiente antes de la salida del tren y estuvieron beatíficamente sentados, bebiendo y hablando de forma confidencial como despedida. En aquella conversación, según comprendía Yediguéi, Afanasi Ivánovich había manifestado sus pensamientos más íntimos. Él, que había sido un komsomol de Moscú, que había estado en los años veinte en el Turquestán luchando con los basmachi [34]y que había acabado asentándose allí para toda la vida ocupado en su ciencia geológica, consideraba que no en vano había depositado todo el mundo tantas esperanzas en aquello que empezara con la Revolución de Octubre. Por duro que resultara haber de pagar los errores y fallos, el avance por este camino inexplorado no se detenía, y en eso estaba la esencia de la historia. También le dijo que el avance seguía ahora con nueva fuerza. Prueba de ello era la autocorrección, la autolimpieza de la sociedad. «Mientras podamos decirnos esas cosas a la cara, habrá en nosotros fuerza para el futuro», afirmaba Elizárov. Sí, habían tenido una buena conversación entonces, después de la comida.
En ese estado de ánimo regresaba Burani Yediguéi a su SaryOzeki.
Y de nuevo se movieron ante su vista los Alatau de nieve azulada que extendían hacia la lejanía la gruesa cadena montañosa acompañándole a través de todo Semirech. Y fue entonces, al rememorar durante el camino toda su estancia en Alma-Atá, cuando comprendió, cuando una voz interior le sugirió que Zaripa seguramente estaría ya casada.
Al contemplar las montañas, al contemplar las primaverales lejanías, Yediguéi pensaba que en este mundo hay personas fieles a la palabra y al hecho, hombres como Elizárov, y que sin personas como él la vida en la tierra sería muchísimo más difícil para el hombre. Y ya, al culminar todas sus gestiones en el asunto de Abutalip, pensó en la volubilidad de una época cambiante y de rápido curso: si Abutalip viviera, ahora le habrían exonerado de la calumniosa acusación y seguramente habría conseguido de nuevo la felicidad y la calma con sus hijos.
¡Si viviera! Con eso quedaba dicho todo. Si viviera, naturalmente, Zaripa le habría esperado hasta el último día. ¡Eso con toda seguridad! Una mujer como ella habría esperado a su marido costara lo que costase. Pero si no había nadie a quien esperar y no había por qué esperar, una mujer joven no tenía que vivir en soledad. Y si eso era así, si encontraba a un hombre conveniente, pues entonces se casaba, ¿por qué no? Yediguéi estaba muy consternado con esos pensamientos. Intentaba concentrar su atención en otros asuntos, intentaba no pensar, no dejar libre su imaginación. Pero no lo conseguía. Entonces se fue al vagón restaurante.
Había poca gente y estaba aún limpio e impoluto por ser el principio del viaje. Se sentó junto a la ventanilla, solo. Al principio tomó una botella de cerveza para entretenerse con algo. La amplia vista panorámica que se divisaba desde el vagón restaurante le permitía contemplar al mismo tiempo las montañas, la estepa, y el cielo que las cubría. Aquel gran espacio verde manchado de efímero color amapola, por una parte, y la solemnidad de las cumbres nevadas de las montañas, por otra, elevaban y trasladaban el alma hasta deseos imposibles y llevaban a amargas angustias. La pena le provocó el deseo de beber algo más fuerte. Y pidió vodka. Tomó algunas copas sin sentir sus efectos. Entonces encargó más cerveza y se entregó a sus reflexiones. El día tocaba a su fin. La tierra corría a ambos lados del ferrocarril en la transparencia del atardecer primaveral. Pasaban fugazmente aldeas, jardines, carreteras, puentes, personas, rebaños, pero esto conmovía muy poco a Yediguéi, pues una pesada melancolía, que llegaba con nueva fuerza, ensombrecía y oprimía su alma con el vago presentimiento del fin de un pasado.