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En el patio se oyó el rugido de un motor, por la esquina dobló la limusina de Kvadriga, larguísima, interminable (regalo personal del señor Presidente por el trabajo desinteresado de un artista fiel), atravesó el jardín buscando el portón, lo arrancó con estruendo, salió a la carretera y se perdió de vista.

—Finalmente, el muy cerdo se ha largado —masculló Víktor, con cierta envidia.

Bajó del antepecho, se colgó el fusil automático del hombro, se cubrió con el impermeable y llamó al soldadito. El chaval no respondió. Víktor miró bajo el sofá, pero sólo vio el bulto gris con el uniforme. Encendió un cigarrillo y salió al patio. Entre los arbustos de violetas, junto al portón arrancado de cuajo, descubrió un banquito de extrañas formas y muy cómodo. Lo fundamental era que desde allí se divisaba bien la carretera. Se sentó, cruzó las piernas y se abrigó lo mejor posible con el impermeable. Al principio, la carretera estaba desierta, pero después pasó un coche, luego otro, un tercero, y entonces comprendió que la fuga había comenzado.

La ciudad se vaciaba como un absceso. Los primeros en huir eran los elegidos: magistrados y policías, la industria y el comercio, abogados y accionistas, financieros y pedagogos, el correo y el telégrafo, huían los camisas doradas, todos, todos, sumidos en vapores de gasolina, acompañados por los estallidos de los tubos de escape, agitados, agresivos, rabiosos y obtusos, huían los que pagaban sobornos, los extorsionadores, los servidores del pueblo, los padres de la ciudad, acompañados por el ruido de las sirenas y los pitidos de los cláxones, sobre la carretera había un rugido continuo, pero el gigantesco forúnculo seguía vertiéndolo todo, y cuando se acabó el pus, comenzó a salir la sangre, el pueblo propiamente dicho, en camiones llenos a más no poder, en autobuses escorados, en utilitarios donde no cabía ni un alfiler, en motocicletas y bicicletas, en carretones, a pie, doblados bajo el peso de los bultos, empujando carretillas de mano, con las manos vacías, tristes, callados, perdidos, dejando a sus espaldas sus hogares, sus chinches, su inocente felicidad, su vidita acomodada, su pasado y su futuro. Tras el pueblo comenzó a huir el ejército. Pasó lentamente un todoterreno con oficiales, un transporte blindado, después pasaron dos camiones con soldados y nuestras cocinas de campaña, las mejores del mundo, y por último desfiló un blindado de orugas, con las ametralladoras apuntando hacia atrás.

Se hacía de día, la luna palidecía, el horrible cuadrado se difuminaba, las nubes se disolvían, llegaba la mañana. Víktor esperó unos quince minutos y finalmente salió a la calle. Sobre el asfalto yacían trapos sucios, una maleta aplastada, por el aspecto una buena maleta, seguramente se le había caído a algún jefe, la rueda de un carro, y un poco más lejos, en la cuneta, estaba el carro con un viejo sofá raído y una planta en una maceta. En el centro de la carretera, directamente delante del portón, había un chanclo solitario. A su alrededor todo estaba desierto. Víktor miró hacia la estación de autobuses. Allí tampoco había ni un coche, ni una persona. Los pájaros se pusieron a trinar en los jardines y comenzó a salir el sol, que Víktor no había visto en medio mes, y la ciudad en varios años. Pero ahora no había nadie aquí que pudiera verlo. Nuevamente se escuchó el zumbido de un motor y por una esquina apareció un autocar. Víktor se apartó a la cuneta. Eran los Hermanos de Raciocinio, que pasaron a su lado, volviendo todos hacia él sus rostros vacíos, sin sentido.

«Es todo —pensó Víktor—. Me gustaría beber algo. ¿Pero dónde está Diana?»

Echó a caminar lentamente de regreso a la ciudad.

El sol estaba a la derecha, a veces se escondía tras los tejados de los chalets, aparecía entre ellos, salpicaba con su cálida luz a través de las ramas de los árboles medio podridos. Las nubes habían desaparecido, el cielo estaba sorprendentemente limpio. Una niebla leve se levantaba del terreno. Había un silencio total y Víktor prestó atención a los sonidos extraños, apenas audibles, que salían como de dentro de la tierra: unos débiles chasquidos, el murmullo del follaje. Pero después se acostumbró a ellos y los olvidó. Se sintió embargado por una asombrosa sensación de paz y seguridad. Caminaba como un borracho y casi todo el tiempo miraba al cielo. En la Avenida Presidente un todoterreno se detuvo a su lado.

—Monte —dijo Gólem.

Gólem estaba agotado, con el rostro grisáceo, parecía aplastado. A su lado estaba Diana, también cansada, pero bella de todos modos, la más bella de todas las mujeres cansadas.

—El sol —dijo Víktor, sonriendo—. Mirad qué sol.

—No se iría —dijo Diana—. Se lo advertí, Gólem.

—¿Cómo que no me voy? —se asombró Víktor—. Claro que me voy, pero no tengo por qué apresurarme.

No pudo contenerse y miró otra vez al cielo. Después miró hacia atrás, a la calle desierta. Todo estaba bañado por el sol. Los refugiados se arrastraban por la campiña, el ejército en retirada se marchaba con estruendo, los jefes chaqueteaban, allí había atascos, volaban los tacos, se gritaban amenazas y órdenes sin sentido, mientras desde el norte, sobre la ciudad, avanzaban los vencedores y aquí existía una franja desierta de paz y seguridad, varios kilómetros de vacío, y en el vacío había un vehículo con tres personas.

—Gólem, ¿esto es el mundo nuevo que avanza?

—Sí —dijo Gólem, mirando atentamente a Víktor a través de sus párpados hinchados.

—¿Y dónde están sus mohosos? ¿Van a pie?





—No hay mohosos.

—¿Cómo que no hay mohosos? —preguntó Víktor y miró a Diana que, sin decir palabra, apartó el rostro.

—No hay mohosos —repitió Gólem, en tono abatido, y Víktor pensó por un momento que se echaría a llorar—. Puede considerar que no existieron. Y no existirán.

—Magnífico —dijo Víktor—. Vamos a dar un paseo.

—¿Viene con nosotros o no?

—Iría con gusto, pero tengo que pasar por el hotel, recoger los manuscritos... y en general, echar un vistazo... ¿Sabe, Gólem? Me gusta este lugar.

—Yo también me quedo —dijo Diana repentinamente y bajó del vehículo—. ¿Qué voy a hacer allí?

—¿Y aquí? —le preguntó Gólem.

—No sé —respondió Diana—. Ahora no tengo a nadie más que a este hombre.

—Digamos que sí —objetó Gólem—. Él no entiende. Pero usted sí...

—Pero debe ver —repuso Diana—. No puede marcharse sin haberlo visto.

—Exactamente —intervino Víktor—. ¿Para qué demonios hago falta si no lo veo? Mi especialidad es ésa: ver.

—Oíd, chicos —dijo Gólem—. ¿Os imagináis adonde vais? Víktor, ya se lo dijeron: permanezca en su bando para que pueda ser útil. ¡En su bando!

—Toda la vida he estado en mi bando.

—Aquí le resultará imposible.

—Lo veremos.