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Los pensamientos de siempre en el sentido de siempre. He pensado eso mil veces. Estamos amaestrados. Amaestrados desde la infancia. O bien gritamos «hurra», o que todos se vayan al diablo, que no creemos en nadie. No sabe pensar, señor Bánev, eso es lo que pasa. Y por eso simplifica. No importa cuan complejo sea el fenómeno social que encuentre en su camino, ante todo tenderá a simplificarlo. Por la fe, o por la desconfianza. Y si se trata de la fe, entonces llegará hasta el éxtasis, hasta el más lastimero gemido perruno. Pero si no cree, salpicará apasionadamente con su bilis envenenada todos los ideales, tanto los verdaderos como los falsos. Perry Mason decía: «Las pruebas no son temibles por sí mismas, lo temible es su interpretación incorrecta». Con la política ocurre lo mismo. Los pícaros la interpretan según les conviene, y nosotros, los simplones, nos agarramos a esa interpretación lista para usar. Porque no sabemos, no queremos y no podemos pensar por nosotros mismos. Y cuando el simplón de Bánev, que nunca ha visto en su vida otra cosa que no sean los picaros de la política, comienza a interpretar él mismo lo que ve, le entra de nuevo el tembleque, porque es inculto, porque no le han enseñado a pensar de verdad y por esa razón tan natural no es capaz de interpretar nada si no es en los términos de los pícaros. El mundo nuevo, el mundo viejo... y al momento, todo se asocia: neue Ordnung, alte Ordnung...Pero, bien, el simplón de Bánev no ha nacido ayer, algo habrá visto, algo habrá aprendido. No es un imbécil sin remedio. También existen Diana, Zurzmansor, Gólem. ¿Por qué debo creer al fascista de Pavor, o a este aldeanillo mocoso, o a Kvadriga, que hoy está sobrio? ¿Por qué tiene que haber sangre, pus, fango? ¿Que los mohosos han actuado contra Pferd? ¡Magnífico! Hace tiempo que había llegado el momento de echarlo a patadas... Y no dejarán sin protección a los niños. No son así. Y no se dan golpes de pecho, no hacen llamamientos a la conciencia nacional, no desencadenan instintos atávicos. Lo que es más natural es lo que menos adorna al ser humano, Bol-Kunats tenía razón. Y es totalmente posible que en este nuevo mundo no haya un nuevo orden. ¿Asusta? ¿Incomoda? Pero es así como debe ser. Uno crea el futuro, pero no es para él. ¡Diablos, cómo me puse cuando vi en mi piel las manchas del futuro! Cómo pedí volver atrás, a comer pulpo, a beber vodka... Me da náuseas acordarme, pero así es como debió ocurrir. Sí, odio el viejo mundo. Odio su ignorancia, su imbecilidad, su fascismo. ¿Y qué soy yo sin todo eso? Es mi pan y mi agua. Limpiad el mundo alrededor mío, hacedlo como sueño, verlo y será mi fin. No sé alabar, odio las alabanzas, pero no habrá nada que reprochar, no habrá nada que odiar, será la angustia, la muerte... El nuevo mundo es recto, justo, inteligente, limpio hasta lo estéril, pero no le soy necesario, en él soy un cero. Le era necesario cuando luchaba por alcanzarlo... pero si no le soy necesario, entonces tampoco lo necesito, pero si no lo necesito, ¿por qué combato por él? Ay, los buenos viejos tiempos, cuando se podía dar la vida por construir un mundo nuevo, y morir en el viejo. La aceleración del crecimiento, por doquier la aceleración... ¡Pero sin haber luchado a favor, no se puede luchar en contra! Entonces, quiere decir que cuando talas el bosque, la rama que peor lo pasa es esa misma sobre la que estás sentado...
...En algún sitio de un mundo enorme y desierto lloraba una niña, que repetía, lastimera: «No quiero, no quiero, no es justo, es cruel, no me importa lo que será mejor, que no sea mejor entonces, que se queden, que existan, es que no se puede hacer de manera que se queden con nosotros, qué tonto, qué falto de sentido...».
«Es Irma», pensó Víktor. «¡Irma!», gritó y se despertó.
Kvadriga roncaba. La lluvia había cesado al otro lado de la ventana y había algo más de luz. Víktor se llevó el reloj a los ojos. Las manecillas fosforescentes señalaban las cinco menos cuarto. Hacía un frío húmedo, había que levantarse y cerrar la ventana, pero ahora estaba calentito, no deseaba moverse y los párpados se le cerraron solos. En el sueño o en la vigilia se oyó el paso de coches, coches que pasaban uno tras otro, que se arrastraban por el camino fangoso y lleno de baches, a través del campo interminable y sucio, bajo un cielo gris y sucio, que pasaban por delante de los postes de teléfono medio caídos, con los cables arrancados, por delante de un cañón destruido con la boca mirando hacia arriba, por delante de una chimenea chamuscada, sobre la cual estaban posados cuervos muy gordos, y la humedad gélida penetraba bajo la lona, bajo los capotes, y tenía muchas ganas de dormir, pero no podía dormirse porque de un momento a otro pasaría Diana, y el portón estaba cerrado, las ventanas estaban oscuras, ella habrá pensado que no estoy aquí y habrá seguido adelante, y él saltó por la ventana y corrió con todas sus fuerzas tras el coche, gritando tan fuerte que estallaban sus tendones, pero a su lado pasaban los tanques con su estruendo y sus motores rugientes, él no escuchaba su voz, y Diana se había ido al cruce, donde todo ardía, donde la matarían, y él se quedaría solo, y en ese momento apareció el chillido feroz y penetrante de una bomba en sus sienes, dentro de su cerebro... Víktor se lanzó a la cuneta y se cayó del butacón.
R. Kvadriga chillaba. Se retorcía ante la ventana abierta, miraba al cielo y chillaba como una vieja, había luz, pero no se trataba del sol: en el suelo lleno de escombros se veían rectángulos idénticos, claros.
Víktor corrió a la ventana y miró. Era la luna, helada, pequeña, con un brillo cegador. Tenía algo horrible, insoportable, pero Víktor no comprendió en un primer momento de qué se trataba. El cielo seguía cubierto de nubes, pero en esas nubes alguien había recortado un cuadrado perfecto, y la luna estaba en el centro de ese cuadrado.
Kvadriga había dejado de chillar. Había perdido la voz y sólo emitía chirridos, gemidos débiles. Víktor respiró con dificultad y, de repente, sintió ira. ¿Qué se creen que es esto, un circo o qué? ¿Por quién me toman?... Kvadriga seguía chirriando.
—¡Cállate! —rugió Víktor con odio—. ¿No has visto un cuadrado en tu vida? ¡Pintor de mierda! ¡Lameculos!
Agarró a Kvadriga por la manta y lo sacudió con todas sus fuerzas. Kvadriga cayó al suelo y quedó inmóvil.
—Está bien —dijo de repente, con voz inesperadamente clara y nítida—. Estoy harto.
Se incorporó sobre manos y rodillas, y como si fuera un corredor, salió disparado. Víktor volvió a mirar por la ventana. En el fondo de su alma tenía la esperanza de que se tratara de una visión, pero todo seguía como antes, y pudo incluso distinguir en el extremo inferior derecho una estrella mínima, casi perdida en el resplandor lunar. Se veían perfectamente los arbustos de violetas empapados, la fuente que no funcionaba, con su alegórico pescadito de mármol, el portón con dibujos rameados, y tras el portón, la cinta negra de la carretera. Víktor se sentó en el antepecho de la ventana y encendió un cigarrillo, esforzándose por que no le temblaran los dedos. De reojo, se dio cuenta de que el soldadito no estaba en el salón: quizá había huido, o se había escondido tras el sofá y había muerto de terror. En todo caso, el fusil automático seguía donde antes y Víktor soltó una risita histérica, comparando aquel ridículo trozo de metal con las fuerzas que habían recortado una ventana cuadrada en las nubes. Un buen truco. Nada, si el mundo nuevo perecía, el viejo también tendría lo suyo. Aunque, de todos modos, era bueno tener el fusil a mano. Una tontería, pero se sentía más tranquilo. Y después de pensarlo, ya no parecía una tontería. Estaba claro que habría una gran batalla, eso se percibía en el aire, y cuando se libra una gran batalla, siempre es mejor mantenerse al margen y tener un arma.