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Y aquí, como esperaba, el Preceptor intervino, con interés.

—Y en esas expediciones... cómo decirlo... ¿qué es lo más horrible, lo más desagradable?

A Andrei le encantaba aquella pregunta. Había preparado la respuesta desde mucho tiempo atrás, llegó a anotarla en una libreta, y posteriormente la había utilizado repetidas veces en conversaciones con diferentes chicas.

—¿Lo más terrible? —repitió, para ganar tiempo—. Lo más terrible es esto. Imagínese: la tienda de campaña, de madrugada, estamos en un desierto, no hay nadie, aúllan los lobos, hay tormenta y cae granizo... —Hizo una pausa y miró al Preceptor, que lo escuchaba atentamente, inclinado hacia delante—. Granizo, ¿entiende? Del tamaño de un huevo de paloma... Y de repente, hay que salir a hacer una necesidad.

La tensa espera dejó lugar en el rostro del Preceptor a una sonrisa algo confusa, y después se echó a reír.

—Qué cómico —dijo—. ¿Se te ocurrió a ti?

—Sí —dijo Andrei, orgulloso.

—Qué listo, muy cómico —El Preceptor volvió a reírse, moviendo la cabeza a un lado y a otro. Después se sentó en el butacón y se dedicó a contemplar el jardín—. Os lo pasáis bien aquí en el Cortijo Blanco —dijo.

Andrei se volvió y también contempló el jardín. La vegetación iluminada por el sol, una mariposa sobre las flores, los manzanos inmóviles, y a unos doscientos metros tras las lilas, los muros blancos y el techo rojo del chalet vecino. Y Van, enfundado en su larga bata blanca, caminando lentamente, sin prisas, detrás de su cortacésped, mientras su pequeño hijo lo acompaña, agarrado a la pierna de su pantalón y dando pasitos cortos.

—Sí, Van ha conseguido la paz —dijo el Preceptor—. Es posible que sea la persona más feliz de toda la Ciudad.

—Es muy posible —asintió Andrei—. En todo caso, no diría lo mismo sobre el resto de mis conocidos.

—Sí, sobre todo con el círculo de conocidos con que cuentas ahora —objetó el Preceptor—. Van es una excepción entre ellos. Yo me limitaría a decir que, en general, es una persona que pertenece a otro círculo. No al tuyo.

—Sí —pronunció Andrei, pensativo—. Y eso que alguna vez recogimos basura juntos, nos sentábamos a la misma mesa, bebíamos de la misma jarra...

—Cada cual recibe lo que se merece. —El Preceptor se encogió de hombros.

—O aquello que persigue —masculló Andrei.

—Lo puedes enunciar de esa manera. Si quieres, es lo mismo. Van siempre quiso estar en el escalón inferior. Oriente es Oriente. No podemos entenderlo. Y vuestros caminos se separaron para siempre.

—Lo más divertido es que él y yo seguimos llevándonos bien —dijo Andrei—. Tenemos cosas de qué hablar, cosas que recordar. Cuando estoy con él nunca me siento incómodo.

—¿Y él?

—No sé... —Andrei meditó unos momentos—. Pero lo más factible es que él sí se sienta incómodo. A veces me asalta de repente la impresión de que intenta con todas sus fuerzas mantenerse apartado de mí lo más posible.

—¿Y eso es lo más importante? —dijo el Preceptor mientras se estiraba, haciendo crujir los dedos—. Cuando Van está sentado contigo bebiendo vodka, y recordáis cómo era antes, él descansa, reconócelo. Y cuando te sientas con el coronel a beber escocés, ¿alguno de vosotros descansa?

—De descanso, nada —balbuceó Andrei—. Nada... Sencillamente, necesito al coronel. Y él me necesita a mí.





—¿Y cuando comes con Geiger? ¿Y cuando tomas cerveza con Dollfuss? ¿Y cuando Chachua te cuenta nuevos chistes por teléfono?

—Sí —dijo Andrei—. Es así. Exactamente.

—Creo que sólo conservas tus anteriores relaciones con Izya, y esporádicas...

—Exacto —respondió Andrei—. Y esporádicas.

—¡No, es imposible hablar de descanso! —pronunció el Preceptor con decisión—. Imagínate: en este lugar está sentado el coronel, vicejefe del Estado Mayor general de vuestro ejército, un viejo aristócrata inglés de una distinguida familia. Y aquí está sentado Dollfuss, consejero de construcciones, que alguna vez fue un famoso ingeniero en Viena. Y su esposa, la baronesa, que procede de una familia de junkersprusianos. Y frente a ellos está Van, el conserje.

—Pues sí. —Andrei se rascó la nuca y soltó una risita—. Resulta una falta de tacto.

—¡No, no! Olvídate de la falta de tacto, al diablo con eso. Imagínate que Van estuviera presente. ¿Cómo se sentiría?

—Entiendo, entiendo —dijo Andrei—. Entiendo... ¡Todo eso no es más que un delirio! Mañana lo llamaré, beberemos juntos. Maylin y Selma nos prepararán algo sabroso, y le regalaré un revólver de cañón corto, tengo uno sin gatillo...

—¡Beberéis! —repitió el Preceptor—. Os contaréis algo de vuestras vidas, él tiene cosas que contarte y tú eres buen narrador, y además él no sabe nada sobre las ruinas de Pendjikent ni de Jarbaz. ¡Lo pasaréis muy bien! Hasta siento un poquito de envidia.

—Pues véngase con nosotros —dijo Andrei y se echó a reír.

—En mis pensamientos estaré con vosotros —respondió el Preceptor, riendo también.

En ese momento sonó el timbre de la puerta principal. Andrei miró el reloj: las ocho en punto.

—Seguro que es el coronel —dijo y se levantó de un salto—. Voy a abrirle.

—Por supuesto —dijo el Preceptor—. Y te ruego que, de aquí en adelante, no te olvides de que en la Ciudad hay cientos de miles de Van, pero sólo veinte consejeros.

Se trataba del coronel. Siempre llegaba exactamente a la hora establecida, y por lo tanto era el primero. Andrei lo saludó en el recibidor con un apretón de manos y lo invitó a pasar al estudio. El coronel vestía de civil. El traje gris claro le sentaba maravillosamente, sus cabellos canosos y ralos estaban peinados con cuidado, sus zapatos brillaban, al igual que las mejillas, prolijamente afeitadas. Era más bien bajito, flaco y de buen porte, pero a la vez se le veía relajado, sin esa rigidez tan característica de los oficiales alemanes, de los que había muchísimos en el ejército.

Al entrar en el estudio se detuvo frente al tapiz, y con las manos resecas y delgadas entrelazadas a la espalda estuvo contemplando aquella maravilla púrpura en general, y las armas exhibidas sobre aquel fondo, en particular.

—¡Oh! —dijo y miró a Andrei con aprobación.

—Siéntese, coronel —dijo Andrei—. ¿Un habano? ¿Whisky?

—Muchas gracias —dijo el coronel, tomando asiento—. Unas gotas de estimulante no vendrían mal. —Se sacó la pipa del bolsillo—. Hoy ha sido un día absurdo. ¿Qué ha ocurrido en la plaza? Me dieron la orden de poner el cuartel en situación de alerta.

—Algún idiota que fue a buscar dinamita al almacén —dijo Andrei, mientras buscaba algo en el bar—, y no encontró un lugar mejor para tropezar que debajo de mi ventana.