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—¡No se te ocurra limpiarlo! —gritó Andrei, mientras se levantaba de un salto—. Tráelo cómo esté o lo echarás todo a perder con esas manos torcidas tuyas. Y no es una pistolita, sino un revólver. ¿Dónde lo encontraste?

—Lo encontré donde debía —replicó Izya—. Aguarda, en la expedición hallaremos muchísimas cosas, no podremos traerlas todas a casa...

Andrei puso la taza de café sobre la mesa. Aquella faceta de la expedición todavía no le había pasado por la cabeza, y al instante se sintió presa de una animación inusual al imaginarse la irrepetible colección de Colts, Brownings, Mausers, Parabellums, Zauers, Walters... y otras armas, más lejanas en el tiempo: pistolas de duelo Lepage y Rochatte, enormes pistolones de abordaje con bayoneta, maravillosas armas artesanales del Lejano Oeste... todos aquellos tesoros indescriptibles con los que no se atrevía ni a soñar mientras leía una y otra vez el catálogo de la colección personal del millonario Bru

—¿Y no coleccionas minas antitanque? —preguntó Izya—. O, digamos, culebrinas.

—No —dijo Andrei, sonriendo con alegría—. Sólo armas de fuego personales.

—Pues me han propuesto una bazuca de ocasión —dijo Izya—. Y no es muy cara, sólo doscientas piastras.

—Si de bazucas se trata, ve a ver a Rumer —dijo Andrei.

—Gracias. Ya he estado con Rumer —dijo Izya, y su sonrisa se congeló.

«Diablos —pensó Andrei—, qué metida de pata.» Pero, para suerte suya.

Geiger regresó en ese momento. Se veía satisfecho.

—A ver, quién le sirve una taza de café al presidente —dijo—. ¿De qué hablabais?

—De arte y literatura —respondió Izya.

—¿De literatura? —Geiger sorbió un poco de café—. ¡Vaya, vaya! ¿Y qué decían mis consejeros sobre literatura?

—Ese loco bromea —dijo Andrei—. Hablábamos de mi colección, no de literatura.

—¿Y por qué, de repente, te interesa la literatura? —preguntó Izya, mirando a Geiger con curiosidad—. Siempre has sido un presidente muy práctico...

—Por eso me interesa, porque soy práctico —dijo Geiger—. Vamos a enumerar —propuso, mientras comenzaba a doblar los dedos—. En la Ciudad se publican dos revistas literarias, cuatro suplementos literarios de los periódicos, al menos una decena de series de novelitas de aventuras... creo que es todo. Y unos quince libros al año. Y, a pesar de todo, no hay nada decente. He hablado con gente entendida. En la Ciudad no ha aparecido ni una obra literaria de importancia ni antes del Cambio, ni después. Puro papel manchado para reciclaje. ¿Cuál es el problema?

Andrei e Izya se miraron entre sí. Sí, Geiger siempre era capaz de sorprenderlos, de eso no había la menor duda.

—De todos modos, hay algo que no entiendo —le dijo Izya a Geiger—. ¿A ti, qué te importa todo eso? ¿Buscas un escritor para encargarle tu biografía?

—Deja de bromear —repuso Geiger con paciencia—. En la Ciudad hay un millón de personas. Más de mil se consideran escritores. Pero todos carecen de talento. Es verdad que yo mismo no leo...

—No tienen talento, es verdad —asintió Izya—. Tu información es correcta. No se ven por aquí personas como Tolstoi o Dostoievski. Ni siquiera sus émulos.

—Y, en realidad, ¿por qué? —intervino Andrei.





—No hay escritores destacados —prosiguió Geiger—. No hay pintores. No hay compositores. No hay... ejem... escultores.

—No hay arquitectos —añadió Andrei—. No hay cineastas...

—No hay nada de eso —dijo Geiger—. ¡En un millón de personas! Al principio, eso sólo me asombraba, pero después, sinceramente, comenzó a preocuparme.

—¿Por qué? —preguntó Izya de inmediato.

—Es difícil de explicar —aceptó Geiger, indeciso, mordiéndose el labio—. Personalmente, yo mismo no sé para qué hace falta todo eso, pero he oído que existe en toda sociedad decente. Y si no lo tenemos, eso quiere decir que algo anda mal. Mi razonamiento es el siguiente: antes del Cambio, la vida en la Ciudad era difícil, todo era un desorden, y supongamos que a nadie le interesaban las bellas artes. Pero ahora, la vida va acomodándose poco a poco.

—No —le interrumpió Andrei, pensativo—. Eso no tiene nada que ver. Por lo que sé, los más grandes artistas del mundo trabajaron en situación de desorden total. No hay ninguna regla al respecto. El gran artista podía ser un mendigo, un loco, un borracho, pero también una persona con recursos, rico quizá, como Turgueniev, por ejemplo... No sé...

—En todo caso —intervino Izya, mirando a Geiger—, si tienes la intención de elevar el nivel de vida de tus escritores de manera radical...

—¡Sí! ¡Por ejemplo! —Geiger tomó otro sorbo de café, se lamió los labios y se puso a mirar a Izya con los ojos entrecerrados.

—¡No lograrás ningún resultado! —dijo Izya con cierta satisfacción—. ¡Y no esperes obtener nada!

—Aguardad —dijo Andrei—. ¿Y no será que simplemente a la Ciudad no vienen personas creativas de talento? ¿Que no aceptan venir para acá?

—O no los invitan —dijo Izya.

—Tonterías —dijo Geiger—. El cincuenta por ciento de los habitantes de la ciudad son jóvenes. En la Tierra no eran nadie. ¿Cómo se puede saber si son creativos o no?

—¿Y no será precisamente lo contrario, que es posible saber eso? —propuso Izya.

—Bueno, lo acepto —dijo Geiger—. En la Ciudad hay decenas de miles de personas que nacieron y crecieron aquí. ¿Y ellos, qué? ¿O el talento siempre es hereditario?

—En general, es muy extraño —dijo Andrei—. Hay magníficos ingenieros en la Ciudad. Hay muy buenos científicos. Quizá no lleguen a la altura de un Mendeleiev, pero tienen nivel mundial. Digamos, el propio Butz... Aquí hay muchísima gente con talento: inventores, administradores, artesanos... mucha gente que trabaja aplicando conocimientos.

—Exactamente —exclamó Geiger—. Eso es lo que me asombra.

—Oye, Fritz —dijo Izya—. ¿Por qué razón quieres echarte más preocupaciones encima? Digamos que surgen escritores de talento, y en sus obras geniales se dedicarán a darte caña a ti, a tu sistema, a tus consejeros... Verás las molestias que vas a tener. Al principio, intentarás convencerlos, después tendrás que amenazarlos, y finalmente te verás obligado a detenerlos.

—¿Y por qué me van a dar caña sin falta? —se molestó Geiger—. ¿No podría ser, por el contrario, que me alaben?

—No —afirmó Izya—. No te alabarán. Hoy Andrei te ha explicado claramente cómo son los científicos. Pues resulta que los grandes escritores siempre andan rezongando. Es su estado normal, precisamente porque son la conciencia doliente de la sociedad, que ni siquiera sospecha que la tiene. Y como, en este caso, el símbolo de la sociedad eres tú, en primer lugar te tirarán tomates a ti... —Izya se echó a reír—. Me imagino cómo hablarán de Rumer.