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—En su declaración hay varias incongruencias. En primer lugar, como estableció el peritaje, si usted se encontraba en la calle de los Papagayos, no podía distinguir ni la azotea, ni los tubos de la chimenea de un edificio de tres pisos. —La sorpresa hizo que la quijada de Eino Saari, saxofonista y mentiroso, quedara colgando, mientras los ojos, confusos, saltaban de un sitio a otro—. Hay más —continuó Andrei—. Como se estableció durante la instrucción, la calle de los Papagayos no cuenta con ninguna iluminación, y por eso no se entiende de qué manera, en la más absoluta oscuridad nocturna, a trescientos metros de la farola más cercana, pudo usted distinguir todos esos detalles: el color del edificio, la antigüedad de los ladrillos, el picaporte de cobre en la puerta, la forma de las ventanas y, finalmente, el humo que salía de la chimenea. Quisiera saber cómo explica usted esas incongruencias.

Durante unos momentos. Eino Saari se limitó a abrir y cerrar la boca, sin pronunciar sonido alguno. Después tragó en seco.

—No entiendo nada... —dijo—. Usted me deja perplejo. Eso no me pasó por la cabeza. —Andrei, expectante, se mantuvo en silencio—. Es verdad, cómo no se me ocurrió antes... ¡La calle de los Papagayos está totalmente a oscuras! No se ve ni siquiera la acera que uno pisa. Y la azotea... Yo estaba parado junto al edificio, delante del portal. Pero recuerdo con toda claridad la azotea, los ladrillos y el humo por la chimenea, un humo nocturno, blanco, como iluminado por la luna.

—Sí, es extraño —pronunció Andrei con voz carente de expresión.

—Y el picaporte de la puerta... De cobre, pulido por las manos de muchas personas... con figuras entrelazadas de flores y hojas. Ahora mismo lo podría dibujar, si supiera. Y a la vez, la oscuridad era total, no podía distinguir el rostro de Ela, sólo por la voz sabía que sonreía cuando... —En los ojos muy abiertos de Eino Saari apareció una idea nueva. Se llevó las manos al pecho—. ¡Señor juez de instrucción! —dijo, con voz en la que se oían notas de desesperación—. Ahora tengo mucha confusión en la cabeza, pero entiendo perfectamente que mi testimonio va contra mí mismo, que estoy dando lugar a que usted sospeche. Pero soy una persona honrada, mis padres eran gente muy religiosa, honradísima. Todo lo que le estoy diciendo ahora es la pura verdad. Así mismo fue como pasó. Lo que pasa es que antes no se me había ocurrido. Todo estaba oscuro, yo estaba parado junto al edificio, y a la vez recuerdo cada ladrillito, y veo el tejado con tanto detalle como si lo tuviera a mi lado ahora mismo... y las tres chimeneas, y el humo.

—Hum —Andrei golpeó la mesa con los dedos—. ¿Y no será que usted no lo vio personalmente? ¿No podría ser que otra persona se lo hubiera contado? ¿Había oído hablar del Edificio Rojo hasta lo que le ocurrió con la señora Stremberg?

—N

Andrei tomó la pluma y se dedicó a escribir el acta. A la vez, hablaba con una voz intencionadamente monótona, oficial, que debía inspirar en los sospechosos una angustia sin cuento y un respeto al destino inevitable, movido por la implacable maquinaria de la justicia.

—Usted mismo debe comprender, señor Saari, que la investigación no considera satisfactoria su declaración. Ela Stremberg desapareció sin dejar huella, y la última persona que la vio fue usted, señor Saari. El Edificio Rojo, que ha descrito aquí con tanto detalle, no existe en la calle de los Papagayos. La descripción del Edificio Rojo que usted ofrece es inverosímil, ya que contradice las leyes más elementales de la física. Finalmente, como hemos podido averiguar. Ela Stremberg vivía en una zona muy alejada de la calle de los Papagayos. Por supuesto, este detalle no constituye una prueba en contra suya, pero da lugar a otro tipo de sospechas. Me veo obligado a retenerlo hasta aclarar una serie de circunstancias. Le ruego que lea el acta y la firme.

Eino Saari, sin decir palabra, se aproximó a la mesa y, sin leer nada, firmó cada página del acta. El lápiz le temblaba en las manos, su fina mandíbula colgaba y también temblaba. Después volvió al taburete arrastrando los pies, se sentó sin fuerzas y entrelazó las manos.



—Quiero subrayar de nuevo, señor juez de instrucción, que al declarar... —la voz se le quebró y tragó en seco otra vez—. Que al declarar me daba cuenta de que estaba aportando elementos en mi contra. Hubiera podido inventar algo, mentir. En general, hubiera podido no tomar parte en la búsqueda, nadie sabía que yo había ido a acompañar a Ela.

—Esta declaración suya está de hecho incluida en el acta —dijo Andrei, con voz indiferente—. Si no es culpable, no tiene nada que temer. Ahora lo conducirán a la celda de detención preventiva. Aquí tiene papel y lápiz. Puede colaborar con la investigación y ayudarse a sí mismo si enumera, de la forma más detallada posible, las personas que hablaron con usted sobre el Edificio Rojo, cuándo lo hicieron y en qué circunstancias. Con la mayor cantidad de detalles: nombre, dirección, fecha exacta, hora del día, dónde se encontraba, de qué hablaba, con qué objetivo, en qué tono. ¿Me ha entendido?

Eino Saari asintió y, sin emitir sonido, dijo: «Sí».

—Estoy seguro de que se enteró de todos los detalles relativos al Edificio Rojo en alguna otra parte —prosiguió Andrei, mirándolo fijamente a los ojos—. Es probable que usted mismo no lo haya visto. Y le recomiendo encarecidamente que recuerde quién le contó todos esos detalles, cuándo y en qué circunstancias. Y con qué objetivo.

Apretó el timbre para llamar al agente de guardia, y se llevaron al saxofonista. Andrei se frotó las manos y grapó el acta al expediente, pidió té caliente y llamó al siguiente testigo. Estaba satisfecho de sí mismo. De todos modos, la imaginación y el conocimiento de la geometría elemental le habían sido útiles. El mentiroso de Eino Saari había sido desenmascarado según todas las leyes de la ciencia.

El siguiente testigo, más exactamente, la siguiente. Matilda Husakova (sesenta y dos años, teje en casa, viuda), parecía ser un caso mucho más simple, al menos a primera vista. Era una anciana potente, con una cabecita pequeña, totalmente canosa, mejillas rojas y ojos pícaros. No parecía haber dormido mal, ni estaba asustada, sino por el contrario, al parecer estaba muy contenta con aquella aventura. Había comparecido en la fiscalía con su cestita, madejas de lana de varios colores y un juego de agujas de hacer punto, y cuando entró al despacho se trepó enseguida al taburete, se puso las gafas y comenzó a tejer.

—Señora Husakova, en nuestro departamento se sabe que hace un tiempo, entre sus amistades, usted comentó un suceso que le había ocurrido a un tal Frantisek, que al parecer entró en lo que llaman el Edificio Rojo, tuvo allí dentro diferentes aventuras y logró salir con bastante trabajo. ¿Es verdad eso?

La anciana Matilda soltó una risita burlona, agarró una de las agujas con gesto hábil, acercó la otra y comenzó a hablar, sin apartar los ojos de la labor.