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—¡Exactamente! —Andrei hubiera preferido que la ayuda le llegara del tío Yura, por ejemplo, pero en el apoyo de Fritz había algunas facetas útiles—. Tenemos, por ejemplo, a Geiger: en general, es un enemigo de clase, pero su posición coincide plenamente con la nuestra. Entonces resulta que, desde el punto de vista de cualquier clase, la intelectualidad es una mierda. —Hizo rechinar los dientes—. Los odio. Aborrezco a esos cuatroojos impotentes, a esos miserables gorrones. No tienen fuerza interior, ni fe, ni moral...
—¡Cuando oigo la palabra «cultura», echo mano a mi pistola! —citó Fritz con voz metálica.
—¡Oh, no! —dijo Andrei—. Aquí seguimos caminos divergentes. ¡De eso nada! La cultura es un grandioso patrimonio del pueblo liberado. Dialécticamente, en ese sentido hay que...
Junto a ellos sonaba muy alto el gramófono. Otto, trastabillando, bailaba con Selma, totalmente borracha, pero eso a Andrei no le interesaba. Comenzaba lo mejor, aquello que hacía que esas reuniones le gustaran tanto. El debate.
—¡Abajo la cultura! —aullaba Izya, saltando de un asiento libre a otro, para sentarse lo más cerca posible de Andrei—. No guarda relación alguna con nuestro Experimento. ¿Cuál es el objetivo del Experimento? Ahí tienes la pregunta. Dime cuál es, anda.
—Ya lo he dicho: ¡crear el modelo de sociedad comunista!
—¿Y dime para qué demonios necesitan los Preceptores un modelo de sociedad comunista? Piensa un poco, cabeza de chorlito.
—¿Y por qué no?
—De todos modos —dijo el tío Yura—, considero que los Preceptores no son personas de verdad. Son, por así decirlo, de otra raza... Nos han metido en un acuario... o en algo así como un parque zoológico... para ver qué sale de ahí.
—¿Esa idea es suya. Yuri Konstantinovich? —Izya se volvió hacia él y lo miró con enorme interés.
—Nació de los debates —dijo el tío Yura sin precisar, mientras se palpaba el pómulo derecho.
—¡Es asombroso! —dijo Izya, muy entusiasmado, pegando una palmada en la mesa—. ¿Por qué? ¿Cómo es posible? Gente tan diferente, que como promedio tienen un pensamiento conformista, ¿por qué llegan a plantearse el origen extraterrestre de los Preceptores? Según esa concepción, el Experimento lo llevan a cabo fuerzas superiores.
—Por ejemplo —intervino Kensi—, yo le pregunté directamente: «¿Vienen ustedes de otro planeta?». El Preceptor eludió la respuesta, pero de hecho, no lo negó.
—A mí me dijeron que eran individuos procedentes de otra dimensión —dijo Andrei. Le resultaba difícil hablar de los Preceptores, era como tratar un asunto de familia delante de extraños—. Pero no estoy seguro de haberlo entendido correctamente. Quizá se trataba de una metáfora...
—¡No quiero eso! —estalló de repente Fritz—. No soy un insecto. Soy un ser libre. ¡Ah! —Hizo un ademán desesperado—. No hubiera venido aquí, de no ser porque era un prisionero.
—Pero, ¿por qué? —dijo Izya—. ¿Por qué? Yo mismo percibo constantemente cierta protesta interior y no entiendo de qué se trata. Quizá, a fin de cuentas, su objetivo se aproxime a los nuestros...
—¿Y qué te estoy diciendo? —exclamó Andrei con alegría.
—No va por ahí —lo rechazó Izya con impaciencia—. Eso no es como te imaginas, no hay una relación directa. Ellos intentan comprender a la humanidad, ¿te das cuenta? ¡Comprenderla! Pero, para nosotros, el problema número uno es idéntico: comprender a la humanidad, entendernos a nosotros mismos. Y es posible que si logran comprender algo, nos ayuden a que nosotros mismos nos entendamos, ¿no crees?
—¡De eso nada, amigos! —dijo Kensi, negando con la cabeza—. No os consoléis con eso. Están preparando la colonización de la Tierra, y estudian en nosotros la psicología de sus futuros esclavos.
—¿Por qué, Kensi? —pronunció Andrei con desencanto—. ¿Por qué esas suposiciones tan terribles? Creo que es deshonesto pensar eso de ellos.
—Sí, creo que no es eso lo que yo pienso de ellos —respondió Kensi—. Se trata de que tengo un extraño presentimiento... Todos esos babuinos, las transformaciones del agua, el caos generalizado de día en día... Una buena mañana nos harán confundir las lenguas... Es como si nos prepararan sistemáticamente para un mundo insensato en el que vamos a vivir desde ahora y para siempre, por los siglos de los siglos. Es como en Okinawa. En aquella época, yo era un niño, estábamos en guerra, y en nuestra escuela a los chicos de Okinawa se les prohibía hablar en su idioma. Sólo permitían hablar en japonés. Y cuando pescaban a algún chaval, le colgaban del cuello un letrero donde decía: «Yo no sé hablar correctamente». Yo llevé muchas veces ese letrero.
—Sí, sí, lo entiendo —masculló Izya con una sonrisa congelada en el rostro, mientras se pellizcaba una verruga en el cuello.
—Pero yo no lo entiendo —explicó Andrei—. Todas esas interpretaciones son incorrectas, distorsionadas... El Experimento es el Experimento. Por supuesto, no entendemos nada. ¡Pero no se supone que debamos entender! ¡Ésa es la condición principal! Si entendemos la razón por la que están aquí los babuinos, o por qué cambiamos de profesión, eso condicionará de inmediato nuestro comportamiento. El Experimento perderá su pureza y fracasará. ¡Es algo totalmente claro! ¿Eso es lo que consideras, Fritz?
—No sé —dijo el aludido con un gesto de negación de su cabeza rubia—. No me interesa. A mí no me interesa lo que ellos quieran. Me interesa lo que yo quiero. Y yo quiero poner orden en esta perrera. Uno de nosotros, no recuerdo quién, dijo que posiblemente el objetivo global del Experimento consiste en seleccionar a los más enérgicos, los más diligentes, los más duros... No para que le den a la lengua, se desparramen como unas natillas ni se dediquen a difundir su filosofía, sino para que sean firmes continuadores de su línea. Elegirán a gente así, como yo, digamos, o como tú, Andrei, y nos llevarán de vuelta a la Tierra. Porque si no temblamos aquí, allá no lo haremos.
—¡Es muy posible! —respondió Andrei, meditabundo—. También podría estar de acuerdo con eso.
—Pero Donald considera que el Experimento fracasó hace mucho tiempo —intervino Van, hablando muy quedo.
Todos lo miraron. Van conservaba su pose de tranquilidad, con la cabeza metida entre los hombros y el rostro vuelto hacia el techo. Tenía los ojos cerrados.
—Dijo que los Preceptores se enredaron hace mucho tiempo en sus proyectos, que han hecho todas las tentativas posibles y que ya ni siquiera saben qué hacer. Dijo: «Están en bancarrota. Y todo sigue funcionando por inercia».
Andrei, totalmente perplejo, se rascó la nuca. ¡Vaya con Donald! Por eso anda tan raro los últimos días... Los demás callaron también. El tío Yura liaba lentamente otro enorme cigarrillo. Izya, con la sonrisa congelada en el rostro, seguía pellizcándose la verruga. Kensi volvió a dedicarle toda su atención a la col agria, mientras Fritz sacaba y metía la quijada y no apartaba los ojos de Van. A Andrei le pasó una idea por la cabeza.