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Davidov se quedó callado un rato, chasqueando la lengua a los caballos.

—La semana pasada vino a las ciénagas uno de esos sujetos —comenzó a contar, tras la pausa—. Nos reunimos en casa de Kowalski, un granjero polaco que vive a diez kilómetros de mi granja; tiene una buena casa, amplia... Nos reunimos allí. Y el tío comienza a marearnos: que si entendemos bien las tareas del Experimento. Venía del ayuntamiento, del departamento agrícola. Y nos íbamos dando cuenta, claro, de que todo aquello llevaba a que si lo entendíamos bien, sería adecuado subir los impuestos... ¿Y tú, estás casado? —preguntó de repente.

—No.

—Te lo preguntaba porque hoy tendré que pasar la noche en alguna parte. Tengo un asuntito aquí mañana por la mañana.

—¡Ni una palabra más! —respondió Andrei—. Mi piso está a su disposición. Venga, pase la noche allí, tengo mucho espacio, eso me alegra...

—Y a mí también me alegra —dijo Davidov, sonriendo—. Somos compatriotas.

—Anote la dirección. ¿Tiene dónde escribir?

—Simplemente dímela, la recordaré.

—Es muy sencilla: calle Mayor, número ciento cinco, piso dieciséis. La entrada es por el patio. Si por casualidad resulta que no estoy, busque al conserje, es un chino llamado Van, le dejaré la llave.

Davidov le caía muy bien a Andrei, aunque al parecer sus ideas no coincidían.

—¿En qué año naciste? —preguntó el granjero.

—En el veintiocho.

—¿Y cuándo saliste de Rusia?

—En el cincuenta y uno. Hace sólo cuatro meses.

—Aja. Yo vine de Rusia en el cuarenta y siete... Dime. Andriuja. ¿qué tal les va en el campo, ha mejorado algo?

—¡Por supuesto! —dijo Andrei—. Lo han reconstruido todo, los precios bajan de año en año... Es verdad que no he estado en el campo tras la guerra, pero a juzgar por el cine y por los libros, ahora se vive bien allí.

—Hum... el cine —pronunció Davidov, dubitativo—. El cine, ¿te das cuenta?, es algo que...

—Pues no. En la ciudad, en las tiendas hay de todo. Abolieron las cartillas de racionamiento hace tiempo. ¿De dónde sale todo? Está claro que de la aldea...

—Eso, sin la menor duda. De la aldea... —Davidov quedó pensativo un instante—. Cuando regresé del frente, mi mujer había muerto. Mi hijo había desaparecido. La aldea estaba desierta. Bueno, eso lo podemos arreglar, pensé. ¿Quién ha ganado la guerra? ¡Nosotros! O sea, ahora tenemos fuerza. Me propusieron como presidente del koljós. Acepté. En la aldea sólo había mujeres, así que no tenía necesidad de casarme. Pasamos el cuarenta y seis de cualquier manera, me dije que todo sería más fácil después de eso... —De repente calló y se mantuvo así un largo rato, como si se hubiera olvidado de la existencia de Andrei—. Felicidad para toda la humanidad —masculló de pronto—. ¿Tú crees en eso?

—Por supuesto.



—Yo también creía. No, pensé, en la aldea eso no va a funcionar. Seguro que se trata de un error, pensé. Antes de la guerra nos tenían atados por la cintura, después de la guerra, por la garganta. No, pensé, de esa manera nos van a ahogar. La vida era opaca, como las charreteras de un general. Yo comencé a beber, y de repente, el Experimento. —Suspiró pesadamente—. Entonces, qué crees, ¿les saldrá el Experimento?

—¿Qué es eso de «les saldrá»? ¡«Nos» saldrá!

—Está bien, ¿nos saldrá? ¿Sí o no?

—Debe salir —repuso Andrei con firmeza—. Eso depende sólo de nosotros.

—Lo que depende de nosotros, lo hacemos. Allá, aquí... En general, no hay de qué quejarse, por supuesto. La vida, aunque dura, es mucho mejor. Lo fundamental es que dependes de ti. Y si viene alguien, lo tiras a la letrina y se acabó. ¿Eres militante del partido?

—De la Juventud Comunista. Usted. Yuri Konstantinovich, tiene un punto de vista demasiado lúgubre. El Experimento es el Experimento. Es difícil, hay muchos errores, pero seguro que no puede ser de otra manera. Cada cual en su puesto, cada cual hace todo lo que puede.

—¿Y en qué puesto estás tú?

—Recogedor de basuras —dijo Andrei con orgullo.

—Un puesto importante —replicó Davidov—. ¿Eres especialista en algo?

—Mi especialidad es muy particular. Astrónomo. —Lo pronunció con cierto reparo y miró de reojo a Davidov, aguardando una burla, pero el granjero, por el contrario, se interesó.

—¿De veras que eres astrónomo? Entonces, hermanito, tú debes saber dónde estamos metidos. ¿Es un planeta cualquiera o, digamos, una estrella? En las ciénagas, donde yo vivo, todos los días discuten eso, llegan hasta las manos, ¡te lo juro! Se hartan de aguardiente y cada cual comienza a soltar sus ideas... Hay quien dice que estamos como en un acuario, en la misma Tierra. Un acuario gigantesco, y en lugar de peces hay personas. ¡De verdad! Y, desde un punto de vista científico, ¿qué piensas tú de eso?

Andrei se rascó la coronilla y se echó a reír. En su piso esa discusión a veces se convertía casi en una pelea a puñetazos, sin que hiciera falta aguardiente. Y sobre aquello del acuario, Izya Katzman repetía las mismas palabras, riéndose y salpicando saliva.

—Cómo explicárselo... —comenzó—. Es algo complicado. Incomprensible. Pero, desde un punto de vista científico, sólo puedo decirle una cosa: es difícil que se trate de otro planeta. Y menos todavía de una estrella. En mi opinión, todo lo que hay aquí es artificial, y no guarda relación alguna con la astronomía.

—Un acuario —asintió Davidov con convicción—. Y el sol aquí es como una bombilla. Además, la pared amarilla que llega al cielo... Oye, dime, si sigo por este callejón, ¿llegaré al mercado o no?

—Llegará al mercado —respondió Andrei—. ¿Recuerda mi dirección?

—La recuerdo, espérame a la noche.

Davidov azotó levemente a los caballos, soltó un silbido y el carretón desapareció con estrépito por la calleja. Andrei se encaminó a su casa.

«Vaya buen tío —pensó, emocionado—. ¡Un soldado! Seguramente no se brindó voluntario para el Experimento, sino que huía de las privaciones, pero no soy quién para juzgarlo. Estaba herido, la economía andaba por los suelos, es lógico que vacilara. Y por lo que se ve, su vida aquí tampoco es un paseo. Y no es el único que vacila, aquí hay muchos que dudan...»

Los babuinos estaban a sus anchas en la calle Mayor. Sería porque Andrei ya se había acostumbrado a ellos, o porque se trataba de otros monos, pero ya no parecían tan descarados ni amenazadores como horas antes. Tomaban el sol en grupos, intercambiaban sonidos, se buscaban y cuando la gente pasaba a su lado, tendían sus manos peludas de palmas negras, y con expresión mendicante pestañeaban con ojos llorosos. Era como si hubiera aparecido de repente en la ciudad una enorme cantidad de mendigos.