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Mientras construía aquellos cimientos, sentía algo parecido a la satisfacción: en cualquier caso, era una tarea, algo que se hacía con un objetivo definido, no se trataba ya de desplazarse sin sentido. El objetivo podía ser discutible, se podía decir que Izya era un psicópata y un maníaco (que lo era, por supuesto)... Pero de aquella manera, piedra a piedra, se podía construir una superficie lo más lisa posible que sirviera como una base.
A su lado. Izya resoplaba y gemía mientras tropezaba y cargaba las piedras más grandes, logró que la suela se le cayera del todo, y cuando los cimientos estuvieron listos, fue saltando hasta su carrito y sacó el ejemplar correspondiente de su Guía.
En el Palacio de Cristal, cuando comprendieron finalmente y casi creyeron que nunca más encontrarían a nadie en el camino hacia el norte. Izya se sentó ante la máquina de escribir y, con velocidad sobrenatural, tecleó la Guía del mundo delirante.Después hizo copias de aquel texto en una intrincada máquina copiadora (en el Palacio de Cristal había muchísimas máquinas automáticas diferentes y asombrosas), metió los cincuenta ejemplares en sobres de un material transparente y muy resistente, denominado lámina de polietileno, y cargó hasta arriba su carrito con los sobres, dejando apenas espacio para un saco con galletas. Pero entonces apenas le quedaban diez sobres, o quizá menos.
—¿Cuántos te quedan todavía? —preguntó Andrei.
—No tengo ni idea —respondió Izya, colocando el sobre en el centro de la base que habían construido—. Pocos. Dame piedras.
Y se pusieron de nuevo a cargar piedras. Al poco tiempo, encima del sobre había una pirámide de metro y medio de altura. Tenía un aspecto curioso en aquel desierto, pero para que pareciera todavía más extraña, Izya vertió sobre las piedras un poco de pintura roja brillante de un enorme tubo que había hallado en un almacén bajo la Torre. Después se apartó, se sentó junto al carrito y se dedicó a atarse la suela desprendida con un pedazo de cuerda. Mientras lo hacía, echaba de vez en cuando una mirada a la pirámide, y en su rostro la duda y la inseguridad dejaban paso lentamente a la satisfacción y a un orgullo creciente.
—¡Eh! —le dijo a Andrei, sonriente y jactancioso—. Ni un tonto se atrevería a pasar de largo, seguro que se daría cuenta de que esto tiene algún significado.
—Aja —respondió Andrei, agachándose a su lado—. Si es un tonto el que descubre esa pirámide, no creo que ganes nada.
—No tiene importancia —gruñó Izya—. Los tontos también son seres inteligentes. Si no entienden nada, se lo contarán a otros. —De repente, se animó—. Toma, por ejemplo, los mitos. Como se sabe, los idiotas constituyen la aplastante mayoría, y eso quiere decir que, como regla, los testigos de cada acontecimiento interesante son los tontos. Por lo tanto, el mito es la descripción de un suceso real según la visión de un idiota, elaborada por un poeta. ¿Qué me dices?
Andrei no respondió. Miró la pirámide. El viento se le acercaba, sigiloso, llenando de polvo sus alrededores con cautela, silbando quedamente en los espacios entre las piedras, y de repente Andrei logró imaginarse con toda claridad los interminables kilómetros que habían quedado a sus espaldas, y la espaciada línea de puntos que describían, a lo largo de esos kilómetros, aquellas pirámides cedidas al viento y el tiempo. Y también se imaginó cómo se acercaría a aquella pirámide, arrastrándose sobre los codos y las rodillas, un viajero extenuado, seco como una momia, desfallecido de hambre y sed, cómo retiraría aquellas piedras con desesperación, rompiéndose las uñas, mientras su imaginación le hacía ver bajo las piedras un escondrijo con comida y agua. Andrei comenzó a reírse histéricamente. «En esa situación, seguro que me suicidaría. Es imposible sobreponerse a eso...»
—¿Qué te pasa? —preguntó Izya, suspicaz.
—Nada, absolutamente nada —dijo Andrei y se levantó. Izya lo imitó y durante unos momentos examinó críticamente la pirámide.
—Aquí no hay nada de qué reírse —declaró. Dio unos pisotones con la bota en la que llevaba la suela atada con una cuerda deshilachada—. Resistirá un rato. ¿Nos vamos?
—Sí, nos vamos.
Andrei se puso los arreos. Izya no pudo contenerse y una vez más caminó en torno a la pirámide. Era obvio que imaginaba algo y veía imágenes que le resultaban gratas. Sonreía a medias, se frotaba las manos y resoplaba ruidosamente.
—¡Qué aspecto tienes! —dijo Andrei, sin poder contenerse—. Pareces un sapo que acaba de desovar y está tan orgulloso que no logra volver en sí. O, más bien, eres como un salmón del Extremo Oriente.
—¡Buena comparación! —dijo Izya, metiendo los brazos por los arreos—. El salmón, después del desove, muere...
—Exactamente.
—¡Qué cosa! —dijo Izya, amenazante, y siguieron adelante. A los pocos pasos preguntó de repente—: Y tú, ¿has probado el salmón del Extremo Oriente?
—Pues, sí. Va muy bien con la vodka. O en bocadillos, para el té. ¿Por qué?
—Por nada —respondió Izya—. Mis hijas nunca lo han probado.
—¿Tus hijas? —se asombró Andrei—. ¿Tienes hijas?
—Tres —dijo Izya—. Y ninguna de ellas conoce el sabor del salmón del Extremo Oriente. Yo les conté que ese salmón, igual que el esturión, son peces extintos. Algo así como los ictiosauros. Y ellas les dirán lo mismo a sus hijos, pero estarán hablando del arenque.
Dijo algo más, pero Andrei no lo escuchaba, sumido en el asombro. ¡Qué descubrimiento! ¡Tres hijas! ¡Izya tenía tres hijas! «Hace seis años que lo conozco y nunca se me pasó por la cabeza. ¿Cómo pudo decidirse a venir aquí? Izya, Izya... En el mundo hay toda clase de personas. Seguro que lo meditó bien. No hay la menor duda: ningún hombre normal podrá llegar hasta esta pirámide. Un hombre normal, si llega al Palacio de Cristal se queda allí para siempre. Vi a unos cuantos de ellos allí, gente normal. Tenían la jeta y el culo igual de gordos. No, muchachos, si alguien llega hasta aquí, sólo puede ser un Izya número dos. Excavará esta pirámide, abrirá el sobre y al instante se olvidará de todo y morirá en este sitio, leyendo. Aunque, por otra parte, ¿qué me ha hecho venir aquí? ¿Con qué fin? Estaba bien en la Torre. En el Pabellón estaba mejor todavía. Y en el Palacio de Cristal... Nunca había vivido como en el Palacio de Cristal, y nunca volveré a vivir así. Vaya con Izya. Es un culo de mal asiento. Y si no estuviera conmigo, ¿me habría largado de aquí o me habría quedado? ¡Qué pregunta!»
—¿Por qué debemos seguir adelante? —preguntaba Izya en la Plantación, mientras a su lado, adolescentes negras, hermosas, de grandes tetas, los escuchaban sin decir palabra—. ¿Por qué debemos seguir adelante, a pesar de todo? —seguía diciendo Izya mientras acariciaba distraído la rodilla aterciopelada más cercana—. Además, ¿qué ha quedado detrás de nosotros? La muerte o el hastío, que es igual a la muerte. ¿Es que acaso no te basta este sencillo razonamiento? Somos los primeros, ¿lo entiendes? Todavía ningún hombre ha recorrido este mundo de un extremo al otro, desde las selvas y las ciénagas hasta el mismísimo punto cero... ¿Y no pudiera ser que todo este proyecto fuera ideado únicamente para eso, para que aparezca un hombre así? ¿Uno que vaya de una punta a la otra?