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—¿Qué dices? —preguntó.

—Digo que lo fundamental es que no temas morir aquí.

—Eso me lo has dicho cien veces. Hace tiempo que no lo temo, pero tú sigues insistiendo en eso.

—Está bien —dijo Izya, pacífico, y estiró las piernas—. ¿Con qué podría atarme la suela? —indagó, meditativo—. Dentro de muy poco se caerá.

—Corta el extremo de los arreos y átala. ¿Quieres la navaja?

—No importa —dijo Izya, finalmente mirándose los dedos que asomaban—. Cuando se caiga del todo, entonces... ¿Un traguito?

—¿Las manos se hielan, los pies se hielan? —dijo Andrei, y al instante se acordó del tío Yura. Le costaba trabajo acordarse de él, pertenecía a otra vida.

—¿No será hora de que nos echemos un buen trago al coleto? —replicó Izya con animación, mirando obsequioso a los ojos de Andrei.

—¡Al diablo! —dijo Andrei, satisfecho—. ¿Sabes qué agua vas a beber? La que previste. Me mentiste sobre el depósito, ¿no es verdad?

Como esperaba, Izya se enfureció enseguida.

—¡Vete a la mierda! ¿Acaso soy tu nana?

—Entonces, tu manuscrito mentía...

—Idiota —replicó Izya con desprecio—. Los manuscritos no mienten. No son libros. Hay que saber cómo leerlos.

—Ah, entonces es que no sabes leerlos.

Izya se limitó a mirarlo y enseguida se levantó, presa de la furia.

—Cualquier desgraciado se cree que... —masculló—. ¡Vamos, levántate! ¿Quieres encontrar el depósito? Entonces, nada de quedarse sentado. ¡Te digo que te levantes!

El viento, jubiloso, les azotó las orejas con sus aguijones y, como si se tratara de un cachorro juguetón, levantó un remolino sobre la colina de arcilla que con un esfuerzo se dispuso a esperarlos, permaneciendo atenta unos segundos, como haciendo acopio de fuerzas, y después se deslizó, dando lugar a una ladera abrupta.

«Quisiera al menos entender adonde me lleva el demonio —pensó Andrei—. Toda la vida voy de aquí para allá, soy un culo de mal asiento. Saber lo esencial, ya que ahora todo carece de sentido. Antes, siempre había algún significado. Aunque fuera el más mísero, el más absurdo, pero de todas maneras, cuando me zurraban la jeta, digamos, siempre podía decirme a mí mismo que no tenía importancia, que era en nombre de algo, que luchaba por algo.»

—Es una mierda eso de que todo en el mundo tiene su precio —decía Izya. (Eso fue en el Palacio de Cristal, acababan de comer gallina cocinada en olla a presión y reposaban entonces sobre brillantes colchones sintéticos, al borde de la piscina llena de agua transparente, iluminada desde abajo.)—. Es una mierda eso de que todo en el mundo tiene su precio —decía Izya mientras buscaba algo entre sus dientes con un dedo recién lavado—. Todos vuestros labradores, todos vuestros torneros, todas vuestras acerías, vuestras plantas petroquímicas, vuestro trigo de alto rendimiento, vuestros láseres y máseres, todo eso no es más que mierda, abono. Todo pasa, a veces para siempre y sin dejar huella: otras, se transforma. Todo eso parece importante sólo porque la mayoría lo considera importante. Y la mayoría lo considera importante porque aspira a llenarse la panza y a dar placer a la carne con el mínimo esfuerzo. Pero, pensándolo bien, ¿a quién le importa la mayoría? Personalmente, no tengo nada en contra, en cierto sentido soy la mayoría. Pero la mayoría no me interesa. La historia de la mayoría tiene su inicio y su final. Al inicio, la mayoría traga lo que le den. Y al final, se pasa todo el tiempo dedicada a elegir qué elegir para comer, qué elegir que no haya comido antes.

—Pero aún falta bastante para eso —dijo Andrei.



—No tanto como te imaginas —objetó Izya—. E incluso, si falta mucho, eso no es lo fundamental. Lo que importa es que haya un inicio y un final.

—Todo lo que tiene inicio, tiene final —dijo Andrei.

—Correcto, correcto —asintió Izya con impaciencia—. Pero hablo sobre la escala de la historia, no la escala del universo. La historia de la mayoría tiene inicio, pero la historia de la minoría termina sólo con el universo.

—Eres un elitista asqueroso —le dijo Andrei, se levantó de su colchón y saltó a la piscina. Estuvo nadando largo rato, resoplando en el agua fría y zambulléndose hasta el fondo, donde el agua estaba helada, y allí se la tragaba, abriendo la boca como un pez.

«No, claro que no me la tragaba —pensó—. Ahora me la tragaría con gusto. ¡Con qué gusto, Dios mío! Me tragaría toda la piscina. Y no le dejaría nada a Izya, que busque el depósito.»

A la derecha, entre las nubes amarillas y grises, aparecieron unas ruinas, un muro semiderruido sobre el que crecían arbustos polvorientos, y los restos de una deforme torre rectangular.

—Ahí tienes —dijo Andrei, deteniéndose—. Y decías que nadie antes de nosotros...

—Nunca dije semejante cosa, cabeza de chorlito —masculló Izya—. Yo decía...

—Oye, ¿el depósito no estará aquí?

—Es muy posible —respondió Izya.

—Vamos a ver.

Dejaron caer los arreos y echaron a andar hacia las ruinas.

—¡Je! Un castillo normando. Siglo noveno...

—Agua, busca agua —dijo Andrei.

—¡Y dale con el agua! —dijo Izya, molesto. Abrió mucho los ojos, y con un gesto ya olvidado metió la mano bajo la barba para buscarse una verruga—. Los normandos... —balbuceó—. Mira eso... ¿Cómo lograron atraerlos aquí? Qué interesante.

Penetraron por un agujero en la muralla mientras los andrajos se les enredaban en los salientes de la piedra, y entraron en una zona en calma. En la lisa plaza rectangular se erguía una edificación de poca altura, con el techo caído.

—La alianza entre la espada y la ira —masculló Izya, mientras caminaba deprisa hacia el hueco de la puerta—. No entendía nada de eso, qué demonios de alianza era ésa... de dónde venía esa espada... ¿Acaso puede uno imaginarse algo semejante?

La casa estaba totalmente abandonada desde hacía mucho, muchísimo tiempo. Siglos. Las vigas caídas se mezclaban con restos de tablas podridas, provenientes de una mesa larguísima que iba de pared a pared. Todo estaba carcomido, podrido y cubierto de polvo, y a la izquierda, a todo lo largo de la pared, se extendían polvorientos bancos carcomidos. Sin dejar de mascullar, Izya se dedicó a cavar en el montón de restos, mientras Andrei salió fuera y comenzó a caminar en torno a la casa.

Enseguida se tropezó con lo que alguna vez había sido un depósito: una enorme hondonada redonda, con losas de piedra en las paredes. Ahora las losas estaban secas como el desierto, pero allí hubo agua alguna vez: la arcilla al borde de la hondonada era dura como el cemento, y conservaba huellas profundas de calzado y patas de perros. «Mal andamos», pensó Andrei. El antiguo terror volvió a atenazarle el corazón y enseguida lo liberó de nuevo: en el extremo opuesto de la hondonada se veían, aplastadas contra la arcilla en forma de estrella, las grandes hojas de una planta de ginseng. Andrei rodeó corriendo la hondonada, mientras buscaba la navaja en el bolsillo.