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Izya dormía, con la frente recostada en un libro abierto, extendido sobre las losas de granito, a la sombra. El trasero de su pantalón mostraba un corte, calzaba unas botas muy gastadas y sus piernas habían adoptado una pose antinatural. Apestaba a un kilómetro. Allí también estaba el Mudo, agachado con los ojos cerrados y la espalda apoyada en una columna, con el fusil automático sobre las rodillas.

—Arriba —dijo Andrei con cansancio.

El Mudo abrió los ojos y se puso de pie. Izya levantó la cabeza y miró a Andrei a través de párpados hinchados.

—¿Dónde está Pak? —preguntó Andrei, mirando a su alrededor.

Izya se sentó, metió los dedos retorcidos en su cabellera llena de polvo y comenzó a rascarse con encarnizamiento.

—Demonios —masculló—. Oye, tengo un hambre insoportable... ¿Cuándo vamos a comer?

—Ahora nos largamos —le dijo Andrei, que seguía examinando los alrededores—. ¿Dónde está Pak?

—Fueaaioteca —respondió Izya mientras bostezaba—. Ay, qué sueño...

—¿Adonde fue?

—A la biblioteca. —Izya se levantó de un salto, recogió su libro y lo guardó en la mochila—. Acordamos que, mientras tanto, él revisaría los libros... ¿Qué hora es? Mi reloj parece que se ha detenido.

—Las tres —respondió Andrei, mirando su reloj de muñeca—. Vámonos.

—¿No sería mejor comer algo antes? —propuso Izya, indeciso.

—Por el camino.

Sentía una agitación indefinida. Había algo que no le gustaba. Algo estaba fuera de lugar. Le quitó el fusil automático al Mudo, arrugó el gesto y bajó los peldaños recalentados.

—Vaya, ahora tenemos que comer por el camino —se quejaba Izya a su espalda—. Lo he esperado, como una persona decente, y no nos deja comer con tranquilidad... Mudo, dame la mochila...

Andrei, sin mirar atrás, avanzaba a paso rápido entre los pedestales. También tenía hambre, sentía el estómago vacío, pero algo lo impulsaba a seguir adelante lo más rápido posible. Se acomodó la correa del fusil en el hombro y echó de nuevo un vistazo al reloj. Seguía marcando las tres menos un minuto. Se llevó la muñeca al oído. El reloj se había detenido.

—¡Eh, señor consejero! —lo llamó Izya—. ¡Ahí tienes!

Andrei se detuvo y tomó dos galletas con carne de cerdo enlatada. Izya masticaba y hacía sonidos con la boca.

—¿Cuándo se fue Pak? —preguntó Andrei mientras examinaba las galletas, buscando por dónde era mejor meterle el diente.

—Casi enseguida —dijo Izya con la boca llena—. Estuvimos viendo el panteón, no descubrimos nada interesante y él se marchó.

—Qué lástima —dijo Andrei, que ya se había dado cuenta de qué era lo que lo inquietaba.





—¿Lástima, por qué?

Andrei no respondió.

CUATRO

Pak no estaba en la biblioteca. Por supuesto, no se le había ocurrido ni pasar por allí. Como antes, los libros seguían amontonados sobre el suelo.

—Qué raro... —dijo Izya, moviendo confuso la cabeza de un lado a otro—. Me dijo que separaría los libros de sociología.

—«Me dijo, me dijo» —masculló Andrei.

Pateó con la punta del zapato un grueso tomo con el que acababa de tropezar, se dio la vuelta y bajó corriendo las escaleras.

«A fin de cuentas, nos engañó. Nos engañó el maldito. El judío del Lejano Oriente.» Andrei no acababa de darse cuenta de cuál era la picardía del judío del Lejano Oriente, pero con todas las fibras de su alma percibía que los había engañado.

Caminaban pegados a la pared, Andrei por el lado derecho de la calle, el Mudo, que también se había dado cuenta de que todo estaba mal, por el lado izquierdo. Izya estuvo a punto de seguir por el centro, pero Andrei le pegó tal grito que el archivero regresó junto a él precipitadamente y siguió caminando mientras gruñía de indignación y resoplaba con desprecio. La visibilidad era de unos cincuenta metros, y más adelante la calle parecía estar en una pecera donde todo temblaba sin definición, emitía destellos y hasta parecía que unas algas se elevaban sobre el pavimento.

Cuando llegaron a la altura del cine, el Mudo se detuvo repentinamente. Andrei, que lo vigilaba de reojo, también se detuvo. El Mudo permaneció de pie, inmóvil, como escuchando algo con atención, con el sable desnudo en la mano.

—Huele a chamusquina —pronunció Izya en voz baja, detrás de Andrei.

Y en ese momento, él mismo percibió el olor. «Era eso», pensó, apretando los dientes.

El Mudo levantó la mano con el sable, señaló la calle y siguió caminando. Dejaron atrás otros doscientos metros, caminando con todas las precauciones. El olor a chamusquina se hacía cada vez más fuerte. Era un olor a metal ardiente, a trapos chamuscados, a petróleo quemado, al que se sumaban otros, dulzones, casi sabrosos.

«¿Qué habrá ocurrido aquí? —pensó Andrei, apretando las mandíbulas hasta dolerle—. ¿Qué habrá hecho? —repetía, angustiado—. ¿Qué será lo que arde? Porque es allí donde algo se quema, sin lugar a dudas...» Y, en ese momento, divisó a Pak.

Pensó al instante que se trataba de Pak porque el cadáver llevaba la conocida chaqueta de sarga azul descolorida. En el campamento nadie tenía una chaqueta semejante. El coreano yacía en una esquina con las piernas bien abiertas y la cabeza reposaba sobre el rudimentario fusil de cañón corto. El arma apuntaba a lo largo de la calle, en dirección al campamento. Pak parecía inusitadamente grueso, como hinchado, y sus manos estaban relucientes, de un color azul negruzco.

Andrei no había tenido tiempo de entender a ciencia cierta lo que en realidad estaba viendo, cuando Izya lo apartó con un cloqueo, le pisó un pie y echó a correr, atravesó la calle y cayó de rodillas junto al cadáver. Andrei tragó en seco y miró hacia el Mudo, que agitaba la cabeza enérgicamente y señalaba calle abajo con el sable corto. Allí, casi al final de su campo de visión. Andrei divisó otro cuerpo. Alguien yacía en medio de la calle, también grueso y negro, y a través de la calina podía verse cómo se elevaba sobre las azoteas una columna de humo gris, distorsionada por la refracción.

Andrei atravesó la calle y bajó el fusil. Izya se había puesto de pie, y al acercarse, Andrei entendió por qué: del cadáver con chaqueta azul de sarga salía un insoportable hedor, dulzón y nauseabundo.

—Dios mío —balbuceó Izya, volviendo hacia Andrei el rostro totalmente sudado y demacrado—. Miserables, lo han matado... Él valía más que todos ellos juntos.

De un rápido vistazo, Andrei examinó aquel horrible cuerpo hinchado que yacía a sus pies, con una úlcera negra en lugar de nuca. El sol daba un reflejo mate sobre los cartuchos de cobre dispersos por el suelo, Andrei rodeó a Izya, y ya sin ocultarse echó a andar a lo largo de la calle hacia el próximo cuerpo hinchado, junto al que se agachaba el Mudo.