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—Bueno, no es difícil —dijo Madame Lecerf—. Es muy buena cantante..., canciones zíngaras, ya conoce usted el tipo... Es muy hermosa. Elle fait des passions.La adoro y vivo en su apartamento cuando paso por París. Este es su retrato...

Lenta, silenciosamente se deslizó por la espesa alfombra de la sala y cogió una gran fotografía enmarcada que estaba sobre el piano. Miré unos instantes una cara exquisita, ligeramente vuelta hacia un lado. La suave curva de la mejilla y las cejas espectralmente proyectadas hacia arriba eran muy rusas, pensé. Había un reflejo de luz en los párpados inferiores, otro en los gruesos labios oscuros. La expresión parecía una extraña mezcla de ensoñación y astucia.

—Sí —dije—, sí...

—¿Es ella? —preguntó Madame Lecerf curiosamente. —Podría serlo —respondí—, y estoy muy impaciente por conocerla.

—Procuraré estar presente —dijo Madame Lecerf con un encantador aire de conspiración—. Porque me parece que escribir un libro sobre gente que conocemos es mucho más honrado que hacer de ella picadillo y después presentarlo como una invención propia.

Le di las gracias y me despedí a la manera francesa. Su mano era muy pequeña y como, inadvertidamente, la apreté demasiado, hizo una mueca, pues llevaba un gran anillo en el dedo medio. Yo mismo me hice un poco de daño.

—Mañana, a la misma hora —dijo, riendo suavemente.

Una mujer graciosa y silenciosa.

Hasta ese momento no había sabido nada, pero sentía que estaba en el buen camino. Ahora se trataba de tranquilizarme con respecto a Lydia Bohemsky. Cuando llegué a la dirección que poseía, el portero me dijo que la dama se había mudado meses antes. Me dijo que, según pensaba, vivía en un hotelito, en la acera opuesta. Allí me dijeron que se había mudado tres semanas antes y que vivía en el otro extremo de la ciudad. Pregunté a mi informante si sabía que fuera rusa. Dijo que lo era. «¿Una mujer hermosa, morena?», sugerí, valiéndome de una antigua estratagema de Sherlock Holmes. «Exactamente», contestó en tono evasivo (la respuesta exacta habría sido: Oh, no, es una rubia espantosa). Media hora después, entré en una casa de aspecto lúgubre, no lejos de la prisión de la Santé. Una mujer vieja, gorda, de pelo brillante, anaranjado y con rizos, y un poco de vello negro sobre los labios pintados me recibió:

—¿Puedo hablar con Mademoiselle Lydia Bohemsky? —pregunté.

—C'est moi —contestó, con un terrible acento ruso. —Entonces corro a buscar las cosas —murmuré, y salí a todo escape de la casa. A veces me pregunto si no estará esperando en el umbral.

Al día siguiente, cuando volví al apartamento de Madame Von Graun, la criada me condujo a otra habitación, una especie de boudoir que hacía lo posible por parecer encantador. Ya había percibido el día anterior el intenso calor del apartamento. Y como la temperatura exterior distaba, aunque muy húmeda, de poder llamarse fría, aquella orgía de calefacción central parecía más bien exagerada. Esperé largo rato. Había viejas novelas francesas sobre la consola (casi todos los autores habían ganado premios) y un ejemplar muy manoseado de San Michele,del doctor Axel Munthe. En un jarrón había claveles dispuestos sin naturalidad. Se veían también algunas frágiles fruslerías, quizá muy bonitas y caras, pero yo siempre he compartido la aversión casi patológica de Sebastian por cuanto esté hecho de vidrio o porcelana. Por fin, aunque no lo menos importante, un falso mueble que contenía, horror de los horrores, un aparato de radio. Pero si lo sumábamos todo, Helene von Graun parecía una persona «de gusto y cultura».

Al fin, la puerta se abrió y la dama que había visto el día anterior se introdujo de lado en la habitación —digo que se introdujo de lado porque tenía vuelta la cabeza hacia atrás y hacia el suelo, hablando a lo que resultó ser un bulldog negro, con cara de sapo, que no parecía tener muchas ganas de seguirla.

—Acuérdese de mi zafiro —dijo al darme la mano.

Se sentó en el sofá azul y alzó al pesado bulldog.

— Viens, mon vieux-jadeó—, viens.Echa de menos a Helene —dijo cuando el animal se acomodó entre los almohadones—.

Es una lástima... Pensé que volvería esta mañana, pero llamó desde Dijon y anunció que no llegaría hasta el sábado (aquel día era martes). Lo siento muchísimo. No sabía dónde avisarle. ¿Está usted muy decepcionado?

Me miró; tenía la barbilla apoyada sobre las manos juntas. Los codos agudos, envueltos en ceñido terciopelo, descansaban sobre sus rodillas.

—Bueno, si me cuenta algo sobre Madame Graun quizá pueda consolarme.





No sé por qué, pero de algún modo la atmósfera del lugar afectaba mis modales y mi lenguaje.

—...y lo que es más —dijo ella, levantando un dedo de afilada uña—, j'ai une petite surprise pour vous.Pero antes tomemos té.

Comprendí que esa vez ya no podía evitar la comedia del té. Además, la criada ya entraba con una mesilla portátil donde centelleaba el servicio de té.

—Déjala allí, Jea

—Prefiero parecer ruso.

—Me temo que no conozco a ningún ruso, salvo Helene, desde luego. Creo que estos bizcochos son bastante divertidos.

—¿Y cuál es su sorpresa? —pregunté.

Tenía un modo curioso de mirarlo a uno intensamente, no a los ojos, sino a la parte inferior de la cara, como si uno tuviera una migaja o algo que estaba de más. Iba muy poco maquillada para ser francesa, y yo encontraba muy atractivos su piel transparente, su pelo oscuro.

—Ah —dijo — , le pregunté algo cuando telefoneó y... —Se detuvo y pareció divertirse con mi impaciencia.

—Y respondió —dije— que nunca había oído ese nombre.

—No —dijo Madame Lecerf—. No hizo más que reír, pero conozco esa risa suya.

Creo que me levanté y anduve por la habitación.

—Bueno —dije al fin—. No me parece que sea cosa de risa, ¿no? ¿No sabe que Sebastián ha muerto?

Madame Lecerf cerró los oscuros ojos aterciopelados en un silencioso «sí» y después miró nuevamente mi barbilla.

—¿La ha visto usted últimamente...? Quiero decir si la vio usted en enero, cuando los diarios publicaron la noticia de su muerte. ¿No pareció apenada?

—Mi querido amigo, es usted curiosamente ingenuo —dijo Madame Lecerf—. Hay muchas clases de amor y muchas clases de dolor. Supongamos que Helene sea la persona que busca. Pero ¿qué nos hace suponer que lo quisiera bastante para sentirse destrozada a causa de su muerte? O supongamos que lo quisiera, pero sus ideas especiales sobre la muerte excluyeran la histeria... ¿Qué sabemos de esas cosas? Son asuntos personales. Helene se lo dirá, espero, y mientras tanto es absurdo insultarla.