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—¿No sientes ni un poquito de pena por mí? —dijo Cinci

Emmie, no obstante, no contestó, pero se sentó en el suelo. Allí se quedó quieta, apretando el mentón contra sus combas rodillas, sobre las que estiraba el dobladillo del su falda.

—Dímelo, Emmie, por favor... Tú tienes que saberlo. Sé que lo sabes... Tu padre ha hablado en la mesa, tul madre ha hablado en la cocina... Todo el mundo habla.

Ayer salió una pequeña ventanita en el periódico; esto significa que la gente discute, y soy el único...

Como apresada por un torbellino se levantó de un salto y volando hacia la puerta comenzó a golpearla, no con las palmas, sino más bien con la parte inferior de las palmas de sus manos. Sus blondos cabellos suecos caían en sedosos bucles.

—Si sólo fueras mayor —murmuró Cinci

Mordisqueándose un dedo, ella se acercó a la mesa, donde estaban apilados los libros. Abrió uno de repente, hojeó sus páginas haciéndolas sonar y arrancándolas casi. Lo cerró de un golpe, escogió otro. Algo le escarceaba en la cara: primero frunció la nariz pecosa, luego se distendió la mejilla con la lengua del lado de adentro.

La puerta rechinó. Rodion, que probablemente hubiera espiado por la mirilla, entró enojado.

—¡Fuera, jovencita! Esto me va a costar caro.

Ella rompió a reír, esquivó la mano de cangrejo de Rodion y se abalanzó hacia la puerta abierta; al llegar al umbral se detuvo abruptamente con mágica precisión de danzarina y, enviándole quizás un beso, o cerrando quizás un pacto de silencio, dio vuelta la cabeza y miró a Cinci

Rodion, refunfuñando, tintineando sus llaves, echó a andar trabajosamente tras ella.

—¡Espere un momento! —gritó Cinci

—Libros... —se mofó Rodion malhumorado y cerró la puerta tras él con marcada resonancia.

¡Qué angustia! Cinci



Se lamentó por un rato, gimió, hizo crujir todas sus articulaciones, luego se levantó del catre, se puso la aborrecida bata y comenzó su vagabundeo. Volvió a examinar todas las leyendas de la pared con la esperanza de descubrir una nueva en alguna parte. Como un cuervo novel, permaneció largo rato parado sobre la silla, contemplando, inmóvil, la miserable ración de cielo. Caminó un poco más. Volvió a leer las ocho reglas para presos, que conocía ya de memoria:

«1 ° Dejar el edificio de la prisión está positivamente prohibido.

»2.° La mansedumbre de un preso es un orgullo para la prisión.

»3.° Está usted firmemente obligado a guardar silencio diariamente entre las trece y las quince.

»4.° No está permitido recibir mujeres.

»5.° Sólo se permite cantar, bailar y bromear con los guardias cuando existiere consentimiento mutuo y en determinadas ocasiones.

»6.° Es de desear que el preso no tenga en absoluto, y de ser así debe suspenderlos inmediatamente, sueños nocturnos cuyo contenido pudiera ser incompatible con la condición y estado legal del prisionero, tales como: paisajes esplendorosos, paseos con amigos, comidas en familia, así como también trato sexual con personas que en la vida real y en estado de vigilia no resistirían que tal individuo se les acerque; en este caso tal individuo será, por lo tanto, considerado por la ley como culpable de violación.

»7.° En tanto disfrute de la hospitalidad de la prisión, el detenido no debe eludir su participación en la limpieza y otros trabajos del personal de la prisión en la medida en que dicha participación le sea ofrecida.

8.° La administración en ningún caso se hará responsable de la pérdida de bienes o del preso mismo.»

Angustia, angustia, Cinci